CALENDARIOS

CALENDARIOS

Este año el viento será fuerte y me tirará la casa. Se llevará más de un calendario que arrancará de sus ruinas y veré correr alguna que otra rata y algún pequeño ratón. El sol hará que brillen las piedras y yo partiré a caminar sin rumbo. En un prado junto al río, saldrás a mi encuentro. Me besarás las manos; me curarás los pies. Beberemos agua y nadaremos con la corriente a favor. Abandonaremos el valle porque él nos abandonó primero. Nadaremos, nadaremos solo con una flor en tu boca. Y al final encontraremos el inmenso mar o una casa en el verde.
Y el viento se alejará volando de nosotros, sin poder evitar romper otras casas, que esta vez serán las de otros..
ALGUNAS NOCHES NO PUEDO LEER

ALGUNAS NOCHES NO PUEDO LEER

Algunas noches no puedo leer.
Estoy aquí, sentado en un sillón de orejas, junto a un árbol de Navidad. No tengo más luz que las bombillas que lo adornan y el televisor, a través del cuál escucho Spotify. Suena Moon River, una versión acústica aún más Moon River que la original, que hiere tanto como un dulce recuerdo. La atmósfera es perfecta para leer un e-book en el teléfono móvil, rodeado de oscuridad y brillos navideños, todo untado de esa música suave, perfecta y yo con mi güisqui en la mano. Las ventanas reverberan el resplandor misterioso de la niebla que se ha apoderado de la noche. Un silencio frio me quema el corazón. Y tengo en la mano una novela formidable que quiero terminar.
Pero mi imaginación no me deja leer. Me distrae Mis sueños. Son mis sueños otra vez y siempre igual. Persisten. Me acarician. ¿En quién crees que estoy pensando?
Como en los viejos tiempos le ocurría al legendario estudiante, al soñador que siempre fui y que moriré siendo. Doy gracias a Dios por mi fantasía, por mi ingenuidad, por mi idealismo, por ser un falso frívolo y un sucedáneo de realista, un disfraz de adulto y un enamorado tratando de gestionarlo. Gracias, Dios mío, por estos momentos en los que no puedo leer, en los que la noche me vuelve visionario e improductivo. Por las horas de efímera pero impactante lucidez, por sonreír mirando a una pared, o atisbando un farol desde mi ventana, por hipnotizarme ante una vela encendida. Qué afortunado soy, aunque algunas veces no lo sea tanto. Lo acepto todo. Que me roben, que me maten ¡Qué me importa el mundo! Todos los inconvenientes, los acepto, Señor, si me dejas soñar. Y en algún momento, poder hacerla feliz.
P.D.
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TODOS LOS ASTROS VAN A LO SUYO

El día debería estar muy nublado. Sí, así es. El día debería estar muy nublado y hoy hace un tiempo estupendo. El cielo no se nubla por mí. Es como aquella vez en la que me castigaron sin recreo en el colegio. El resto de los niños salieron gritando al patio y se divirtieron mientras que yo tuve que permanecer de pie, por malo, junto a la cesta de la que sobresalían los sticks de hockey. El mundo sigue a lo suyo, dando vueltas como un idiota, y el sol brilla como si nada cuando tú recibes una información oscura. Oigo piar y veo los flecos del toldo de mi terraza temblando por las caricias de un aire limpio de montaña que se desliza por un azul intenso. Si esto fuera un relato el escenario sería disonante con mi peripecia. La atmósfera no respeta mi dolor y los astros tampoco.
-Será que no se han enterado, Enrique.
-Será por eso.
Me queda el recurso a la esquizofrenia de hacerme yo comprender, razonar, dialogar, conmigo mismo.
-Vamos, no te preocupes. Quizás nada de esto esté ocurriendo.
– Quizás no.
Y luego añado:
– Quizás sí. Quizás la realidad sea real.
– ¿Pero no ves el sol? ¿Crees que brillaría así si… ?
Me interrumpo y me hago callar:
– ¡Bah! Cualquier cosa cabe esperar del sol.

Suspiro.

Los flecos del toldo siguen saludándose con los de otras casas y mientras yo y yo, seguimos ambos conversando.
– ¿Y si me río?
– Sé lo que quieres decir. Te refieres a tu cinismo desesperado.
– Romper a reír ya que no logro llorar.
– No sé si eso te hace más o menos daño.
– ¿Más o menos daño que qué?
Pienso la respuesta y digo.
– No lo sé, la verdad, no lo sé.
-Algunas veces no hay alternativas.

Al final, ni yo mismo me puedo consolar a mí. Ahora somos dos yos sumidos en la perplejidad y la pena. Creemos que sí, que lo mejor será mi cinismo desesperado.

– ¿Y después?
– Estallará el obús.

Miramos al suelo.

-Sí.

El campo tiene un verdor brillante y renovador, es decir, que tampoco se compadece.
– A lo mejor el verde brillante y renovador es una señal que debes interpretar.
Y me contesto.
– A lo mejor no -con las cejas arqueadas y especulativas-. A lo mejor el verdor no es nada. Solo la función clorofílica y la estación del año.
– También puede ser. A lo mejor no es nada.
Callamos yo y yo. Uno de los dos ya se cansa y siente la necesidad de acabar la conversación e irse de allí.
– Me largo.
– Vaya, pues vete. Eres (soy) igual que los niños de mi clase -me reprocho-; igual que la atmósfera y los planetas. Indiferente a mi tragedia. Ni yo siento ya pena por mí.
– Es lo sano, y lo sabes. Eres fuerte.
– Vale.

Vuelvo a escuchar a esos pájaros. Me voy a pasear el perro mientras que yo me quedo pensando un poco más. Pero antes me digo:
– En algo te doy la razón.
– ¿En qué?
– Cualquier cosa cabe esperar del sol.

Y me voy dejando en el aire la gran frase pretenciosa de la mañana mientras yo me quedo en el sitio. De pronto me asalta una duda.
– ¿Pero eso no lo había dicho yo?

El cigarrillo de después

Carmencita, con la ilusión del casorio, un buen día decidió que dejásemos de acostarnos hasta la noche de bodas. Cuando me lo comunicó por teléfono no me lo creí. Lo digo en sentido literal. No me lo creí. Ni creí que lo hubiese decidido así ni tampoco que ella fuera capaz de lograrlo, porque yo cuando me pongo… Sin embargo, un fin de semana llegó y me dijo que primero iríamos a dejar las maletas a casa de sus primos, unos que tenía en Madrid, porque ¿qué pensarían sus padres cada vez que ella viniese a Madrid y no pasase las noches bajo el techo de sus tíos? De nada sirvió que le dijese lo poco que me importaba a mí el pensamiento de sus papás, salvo para que me llamase egoísta y bestia y además, bestia egoísta. Tampoco le ayudó a entrar en razón que le asegurase que yo ya era mayorcito para esas tonterías.
Aquel viernes no solamente dejamos las maletas en casa de sus tíos, sino que, naturalmente, las subí yo, con una rabia explosiva, y tuve que saludar a sus tíos y tomarme un cafecito con ellos como estaba mandado, y con sus primos, que ya los conocía de otras veces y que no me caían mal. No me caía mal nadie. Pero los últimos años de vida independiente me hacían inflexible para todo aquello que no fuese de mi interés. Los compromisos los solventaba casi siempre bien, porque uno comprendía que el mundo existe, y que hay que pagar ciertos tributos para integrarse en él. Normalmente lo hacía con agilidad, buscando una rápida salida. No me puedo quedar a comer, tenemos que irnos… En fin, como casi todo el mundo hace. Pero Carmen estaba tan guapa cuando llegaba con su pelo recogido en la cinta de terciopelo, que solamente pensaba en estar a solas con ella y el cafecito con el tío y la tía se me hacía insoportable. Luego, claro, salíamos con los primos a cenar, pasaba la tarde y la noche y la devolvía con sus parientes. Por fin, sincerándose con una de sus primas con la que le unía una amistad especial, Carmen encontró el momento de que nos quedásemos a solas ya que, según me dijo, yo empezaba a comportarme como si me picase la camisa.
Entonces pensé que violaríamos la última regla por ella impuesta, como todas las otras. Ese voto de castidad prenupcial. La convencí de que entrase en mi lúgubre apartamento, tras ser advertido de un modo claro y terminante de que una vez allí jamás lograría ceder su renovada virginidad.
– ¡Carmen, de verdad, yo creo que ya no tenemos edad para estas niñerías! -yo ya me estaba enfadando.
– ¡Bueno, pues no entro en tu casa!
La llamé absurda y ella me acusó de ser incapaz de mostrarle mi amor haciendo algún sacrificio. Le dije que no me gustaban los sacrificios, que eran una tontería y que me gustaban las mujeres mujeres y no las niñas. Pero me amenazó con romper.
– Si no te gusto aún estamos a tiempo de evitar un error. A lo mejor deberíamos vender la casa. Así no tendrás que aguantar mis niñerías.
Dicho esto empecé a frenar y, tras unos cuantos argumentos suyos, redundantes unos y nuevos otros, demuéstrame que eres capaz de hacer algo que te cueste, solamente porque a mí me haga ilusión, porque yo hago muchas cosas por ti aunque no las entienda… decidí apaciguarme. Accedió bajo promesa entonces a subir a mi apartamento. Una vez allí pronto empezaron los besos y las caricias. Fuimos a la cama para intentar poner en su sitio no sé que músculo agarrotado y finalmente logré poco a poco desnudarla con la excusa de embadurnarla con un potingue terapéutico que me quedaba de cuando hacía atletismo y que le dejaría el músculo como nuevo. Déjame que te eche por aquí, quítate esto un poco, bájate esto hasta aquí por lo menos para que te pueda frotar este musculito, y así, recordando un juego de adolescentes, o quizás más bien de niños jugando a médicos, acabamos los dos como el Señor nos trajo al mundo, acalorados y, en fin, huelgan las explicaciones porque no es mi intención recrear aquí los íntimos juegos con mi novia. Sin embargo, llegó la cosa al extremo en el que a uno ya le apremia lo que le apremia. Pero en ese momento ella me recordó las promesas y los juramentos:
– De aquí no podemos pasar. Además ya estamos sudorosos y pringados de tu ungüento mágico.
En ese momento, de nada sirven mis ruegos y razonamientos; de nada que le jure que a partir de la siguiente vez, que ya verá ella como en adelante… ¡Imposible convencerla!
– Que de verdad, oye, pero, Carmen, qué historia es ésta tan idiota, no es propia de ti…
Nada, no había manera. Finalmente decidí no enfadarme. Ya estaba convencido de que su tozudez iba a ser mayor aún que mi perseverancia. Total, que entonces me toma de la mano y vamos a la ducha.
Una vez seco me tumbé en la cama, pensando en volverlo a intentar. Ella sale, me trae un vaso de agua. Se tumba a mi lado y me da un cigarro en silencio. Los dos soltamos a la vez una gran bocanada de humo. Hay un gran silencio en el dormitorio. Entonces ella me mira sonriente y divertida y me dice como si continuase una conversación:
– Además: ¿después de la ducha y el cigarro… no te parece que es casi lo mismo?

Experimental

AYER TUVE UN MOMENTO DE ESCRITURA EXPERIMENTAL

He salido de casa andando. Me pregunto por qué, si yo voy a todos los sitios en coche. Pero esta vez no. El día estaba gris. Hay un insistente golpeteo lejano. Seguramente alguna obra en un piso de la calle. Luego casi me ha atropellado un niño con un patinete. Me caen bien los niños, pero este no se ha disculpado. Se embalan cuesta abajo y algún día…

Y me pregunto que si todo estaba tan gris, ¿por qué saldría yo andando? Amenazaba la lluvia… No sé, me dio por andar.

Y anduve. Cuesta arriba. Tampoco cansa tanto.
Esos críos… Qué poco respeto.

El día estaba tan oscuro… Y de fondo ese repiqueteo, como de tablones chocando, sin un ritmo determinado. Sin un sentido. Como yo. Caminando cuesta arriba. Qué raro.

Avanzaba hacia mí un señor con un perro. Me quedé pensando en lo que ensucian los perros. Detesto esa zona de los muros, cuando se encuentran con el pavimento de la acera. Realmente mugriento, asqueroso. Qué cantidad de bacterias habrá por allí. Un niño que baje en patinete se cae y si se hace sangre junto a esos recovecos… Mejor levantar la vista. Mirar el cielo.

Aunque realmente el cielo…

Está muy gris. Da miedo. Tenía que haber salido en coche. Mejor no mirar el cielo, con semejante día. Siento que se apoya sobre mi espalda. El cielo puede ser una carga muy pesada. Además si miro al cielo, puedo tropezar y caer. Sobre esa zona donde más manchan los perros. Y si un chaval baja corriendo en patinete y yo estoy mirando el cielo o el suelo…. Me atropellará. Van tan rápidos… Podría tirarme al suelo. Junto a esa zona infecta. ¿Se disculparía?

¡Qué más da!

Me crucé con aquel señor y con su animal. El ruido ese irregular de maderas chocando parece seguirme, por mucho que me aleje de la casa, se oye igual, con idéntica insistencia. No es estridente, pero sí molesto. Porque no tiene sentido. Se supone que con todo lo que ya llevaba andado no debería seguir oyendo eso. Todo el tiempo, toc toc. Toc toc. Y ese chico con el patinete…

Por fin llegué al parque. Quiero sentarme en un banco. Nunca lo hago. Por algún motivo no me doy permiso para sentarme en un banco. No me siento legitimado para sentarme en un banco. ¡Cuando me jubile! La cuesta arriba se acaba al llegar al parque. Hay un hombre tumbado en el banco. ¡No es posible! ¿Qué hace ese tipo ahí? Está sucio. Como los muros regados por los chuchos. Desconsideradamente.

Hay una gran ausencia general de consideración. Yo quería sentarme allí. Y estaba ese vagabundo. Ese impostor. Yo soy el verdadero vagabundo. No puedo sentarme en el columpio. Sería peor aún que sentarse en un banco sin estar jubilado. Sería absurdo. No puedo sentarme en un columpio.

Tanto andar para no llegar a ningún sitio. Para eso, mejor habría sido venir conduciendo. Aunque me da miedo atropellar a algún crío de esos que cruzan la calle en patinete.

Cómo estorba ese ruidito lejano. Toctoc, toctoc… Es desconsiderado hacer continuamente estos ruidos. Hay tantas cosas así… Comprendo que no puede haber en cada calle una zona para patinetes. Lo malo no son los patinetes. Lo malo es que no se disculpen por abalanzarse sobre ti… Toctoc, toctoc.

Tiene que haber otro banco.
Allí creo que está…

Me pregunto si realmente todo está cuesta arriba… O es por este día tan gris. Todo te cansa. Andas y andas y andas, y no recibes más que algún empujón que otro.

Veo otro banco y otro vagabundo. Qué mala suerte.

Quizás soy yo mismo, que me veo en todos los bancos, como falso vagabundo, como falso impostor…

No sé dónde estoy, no sé si hay banco, no sé si hay impostor. NO sé si hay pendiente o es el día gris. Lo único seguro es ese extraño ruido. Suave, remoto, que me sigue desde lejos como un ave carroñera al animal moribundo. Ese ruido que no está en ningún lugar.

Ahí sigue como un péndulo el pequeño asiento para que los párvulos se balanceen. Está oscilando de un modo extraño. Como si hubiera sentado sobre él un niño invisible. Miro por los alrededores creo ver junto a un seto un patinete, como ese del niño desconsiderado. Me acerco, pero me distraigo pensando en el ruido y luego ya no lo veo más.

Toctoc, toctoc.

Aveces quiero que realmente la energía fluya como antes en mí. Que el viento no me diluya. Que el agua no me hunda. Que el ruido no me lleve.Que mi conciencia no se llegue a desleir en el borrón gris del cielo. Que mis recuerdos no se confundan con mis pensamientos. En esos momentos de rebeldía contra la fuerza inercial de mis derrotas, quiero salir de la oscuridad y busco a tientas la vida. Y en esos momentos emerges tú ante mí, como mi única esperanza. Para conservar mi cordura y mi fuerza mental, tú, mujer, eres la luz de un puerto amigo. Cando tu imagen se abre paso en el desorden de mis ideas, olvido el ruido, y los cielos oscuros, y trato de atravesar la membrana viscosa que separa a la realidad de mi mundo sin voluntad y en disolución.

No es fácil. Todo está cuesta arriba. Pero si hablo mentalmente contigo, me olvido del cansancio y de la mancha gris en la que estoy sumergido.

Por fin me despierto.

No estaba caminando. Estoy sentado con desidia sobre un sillón en mi casa. Tengo un teléfono móvil haciendo un ruido irregular, toctoc, toctoc. Y siento una tristeza espesa.

Prefiero la peor pesadilla a un sueño extraño. Hasta en sueños me sé defender de los monstruos. Pero cómo defenderse del absurdo… si no lo es.

La tristeza está prohibida. Me la prohibo yo mismo. No me concedo el derecho a estar triste, hasta que me jubile, es como lo de sentarme en un banco. Lo mejor será salir a andar. Iré cuesta arriba. El esfuerzo me sacará de la apatía. Eso y pensar otra vez en ti.

Podrías quizás tener un perro

BORRADOR (SERIE CURSILERIAS PARA DAR LAS BUENAS NOCHES)

Podrías quizás tener un perro. Un perro bonito adorna a una mujer atractiva. Sí, sí, mejor que salir a correr, podrías tener una gran perro y salir esta noche los dos, el animal y su ama, a desafiar el viento y el frío. Tú con tu cabello largo y él con sus espesas lanas caninas. Estaría bien. Y estaría bien que yo necesitase fumar. Y que esta noche, yo fumando y tú paseando el perro, nos conociéramos por casualidad junto a un árbol, y conversásemos mientras tu perro regase un parterre. Acariciaría al animal y tú ya sabrías que estaba adorando al santo por la peana. Te ofrecería tabaco, y charlaríamos. Yo te preguntaría, ¿A qué horas sueles pasear tu perro? Y tú me dirías, ¿Y a qué hora sueles fumar tú? Tus ojos y dientes brillarían en la oscuridad y yo bajaría mi cabeza para poder verte por encima de mis gafas empañadas por la niebla suave. Te acompañaría a casa quizás, y como no sería normal pedirte el teléfono nada más haberte conocido, nos daríamos algunas pistas para el siguiente encuentro casual.
De vuelta a casa, con la alegría del simple, sacaría la mano del bolsillo del abrigo para arrancar cualquier hoja de un seto o de una yedra, y me sentiría tonto y feliz, a diferencia de como me siento ahora, tonto también pero infeliz, por estar soñando contigo, sin saber si existes. Seguiría camino a casa, arrancando hojas y partiéndolas nerviosamente en trocitos y sembrándolos por la acera. Estaría bien. Pero todo esto son fantasías imposibles que debí haber olvidado a los diecisiete. No voy a soñar más encuentros. Aunque… ¿Y si yo me comprara el perro? Por si acaso existieras.