—Mañana voy a pasar por Tu ciudad. ¿Nos vemos?

Para un hombre como Carlos, o para cualquiera, qué más da, es difícil rechazar una cita con una mujer hermosa. Pero se dijo que lo prudente era no quedar, si no era seguro que lo fuera.

Ambos eran empleados de sendas empresas que colaboraban entre sí. Se conocían solo de hablar por teléfono y de intercambiar correos electrónicos. Durante mucho tiempo, su relación había sido estrictamente profesional. La prueba es que casi todos los correos de él empezaban por “de acuerdo con el mensaje anterior…”. A eso luego sumaban dos o tres líneas de texto de información concisa tipo “te adjunto la información solicitada para… “ y así avanzaban las relaciones entre sus “respectivas compañías”. Claro que siempre se tutearon desde el segundo o tercer mensaje, porque eso era lo habitual, no porque hubiera entre ellos ningún tipo de trato personal. Hasta que un día, donde tenía que poner 12.000, Carlos escribió 120.000. Ese cero adicional multiplicó por diez las posibilidades de establecer otro tipo de relación, cuando ella le llamó por teléfono. Y, quién podía imaginarlo, era extraordinariamente simpática.

—Perdona que te moleste: he visto en tu email anterior una cifra que se sale delo habitual y he querido asegurarme, porque creo que es fácil confundirse. ¿Me confirmas esos 120.000? ¿Me lo confirmas?

Cuando ella dijo me lo confirmas… algo recorrió la columna vertebral de Carlos. Era como si le hubiera dicho: ¿me lo confirmas, papito? Vamos, confírmamelo bien… Carlos se dijo que necesitaba salir más, que jamás nadie había encontrado una connotación erótica a un término tan concienzudo y profesional como el verbo confirmar. Pero es que, había que oírselo a ella.

—Te lo confirmo con mucho gusto.

—¿En serio? ¿Vais a contratar diez veces más en abril? —dijo ella contenta de semejante incremento de negocio.

—¡Ay, no, no! ¡Qué va! Perdona, me he distraído. ¿Qué íbamos a hacer con tantos espacios publicitarios en ese mes? Me confundí cuando lo escribí y ahora he estado a punto de ratificarlo otra vez.

—¿Sabes que si no te digo nada tu empresa habría tenido que pagar un montón de dinero?

—¡Uf! Menos mal que me lo has dicho. ¡Cuánto te lo agradezco!

—Sí porque a mi empresa le habría encantado esta situación. He ido en contra de mis intereses, pero me he imaginado que sería un despiste. ¡Y aun lo repetías! -decía muriendo de risa, pero de un modo que no resultaba ofensivo.

—Es que tu simpatía me desconcierta hasta ese punto, querida María.

Un minuto después los dos se reían, y él sentía una irrefrenable propensión a tratar de gustarle. Pero no era preciso: ella había tomado la iniciativa.

—Quizás me debas tu puesto de trabajo. Si un día voy a Madrid, a ver cómo te portas.

—Haré todo lo posible por dejarte contenta, no lo dudes.

Cuando Carlos colgó el teléfono le dolían un poco las mejillas de tanto sonreír sin parar, ya que la charla se había prolongado bastante. Pero le fastidiaba que su llegada no tuviera fecha.

A partir de ahí, se acabaron los “de acuerdo con el correo anterior” y empezaron los “Buenos días, María”. Al día siguiente, “hola, María”. Y al tercero, Carlos ya no hizo más progresos. Fue ella la que instauró el chat como medio de comunicación.

A partir de ahí comenzó la relación de trabajo más divertida que Carlos había tenido nunca. Las bromas de ella le sorprendían continuamente y era frecuente que Carlos, acabada la conversación, se observase a sí mismo riéndose solo, como aquel día en el que un compañero entró en su despacho y lo pilló casi llorando de risa con la mirada puesta en algún punto indeterminado de la pared. Llegó a sentir tal grado de confianza con ella que los chateos pasaron entonces del horario laboral al nocturno y a los fines de semana. Empezaron a darse informaciones personales. Ambos casados. Ambos cansados. Ambos con hijos.

Ella le halagaba constantemente. Le recordaba el día en que leyó su primer email en el que él le decía que estaba seguro de que con la participación de ambos generarían “el sistema de colaboración más eficaz posible, en beneficio de ambas empresas” ella ya había notado algo especial en él.

—Te leía y notaba un «tiquitiqui» —decía—. Este tío me va a gustar.

Él arqueaba las primeras arrugas de la frente. ¿Era el tiquitiqui lo que él se imaginaba? ¿Tan elegante y sensual era la prosa empresarial que utilizaban a base de cortar y pegar las fórmulas que todos en su profesión empleaban como para que ella sintiera el tiquitiqui? En realidad, era el equivalente a lo que le pasó a él durante su primera conversación telefónica. Aquel “confírmamelo, papito”, que ya no sabía si el papito lo había dicho ella realmente o no. Él creía que no, pero ya no estaba seguro. Un caso misterioso casi.

Y ahora tenía ante él aquella propuesta:

—Mañana voy a pasar por Tu ciudad. ¿Nos vemos?

Mientras le preguntaba a qué hora se pasaría por su oficina, él se preguntaba si era conveniente tener esas confianzas porque… ¿y si era fea como un avestruz?

—Déjate de oficinas. He ahorrado a tu empresa unos cuantos millones y a ti te salvé de un despiste. ¿No me vas a invitar a un café? ¡Quedemos fuera! Ya hemos superado nuestra época “corporativa”, ¿no? Busca un café chulo de tu ciudad y llévame a allí. Pero necesito que esté lo más cerca posible de unos grandes almacenes.

«Esta va lanzada con su tiquitiqui», se dijo. Bueno, pues si era fea le daría igual. Nadie es perfecto. Realmente era muy simpática y, sobre todo, era una mujer especial, que desbordaba gracia e inteligencia, además de mucho… tiquitiqui.

Cuando llegó, se reconocieron en seguida. Y, vaya, no encontró en ella parecido con un avestruz. Se dieron dos besos en la mejilla, después de la cual ella le miró sonriente, parecía satisfecha, y tomando su cabeza entre las manos, de pronto le dio un beso en la boca. Él estaba sorprendido ante tan pocos preámbulos. Después se sucedieron otro y otro, y luego ya fue uno solo de duración indeterminada

Cuando por fin se tomaron algo de tiempo para respirar, recordaron que estaban en plena calle y repararon en que de hecho deberían tener frío. Ella miró a su alrededor y cuando vio los grandes almacenes, le tomó de la mano y tiró de él, casi corriendo, como una niña que tiene prisa por enseñarle a papá un dibujo que le ha hecho.

–¡Vamos, corre! Tengo poco tiempo, pero quiero hacerte un regalo.

–¿Un regalo?

Subieron por las escaleras mecánicas, riendo a carcajadas, sin saber por qué. Al llegar a la sección de caballero, ella atravesó la planta tomando distintos modelos de pantalones. Nos jeans, unos marrones, otros verdes…

–¿Quieres regalarme unos pantalones?

Un dependiente se acercó a nosotros y ella dijo.

-Quiere probarse estos pantalones. ¿Tiene de su talla?

Mientras el dependiente buscaba ella comenzó de nuevo a besarle. Y le dijo al oído:

–No quiero regalarte ningún pantalón. Solo quiero que te los pruebes…

A los pocos instantes llegó el dependiente con los pantalones de la talla de Carlos. Ella casi se los quitó de las manos mientras le preguntaba por el probador y hacia allí se dirigieron de inmediato mientras el empleado se les quedaba mirando.

Ella cerró la puerta del probador, le volvió a besar en los labios y se sentó en el taburete.

–Vamos, pruébatelos.

Carlos se sintió un poco cohibido, pero ella, aprovechando que estaba sentada, le desabrochó el cinturón y en el tiempo en que se dice uno, dos y tres, Carlos se vio en el espejo con los pantalones en los tobillos.

–¡Qué piernas tan peludas! -dijo siempre con su sonrisa cogiendo uno de sus muslos con las dos manos.

–Bien… Esto… Esta situación, como dicen en las películas, es un tanto inusual… —sonrió él nerviosamente.

–Bueno, si te da corte que te vea en calzoncillos sin apenas conocernos, no te preocupes.

Y de un tirón bajó sus calzoncillos hasta donde estaban sus pantalones, dejando al descubierto toda su dotación, que ella no tardó mucho en sopesar, examinar y en darle todo tipo de muestras de cariño y delectación morosa, hasta que por fin decidió hacer lo que sin duda tenía previsto desde que le anuncio su visita.

El desenlace se hizo esperar y, por este motivo, cuando el dependiente los vio salir del probador les miró con una expresión de sorpresa. Ella le dejo los pantalones, que no llegaron a desplegar, sobre un mostrador y le dijo:

–Gracias, no nos gusta cómo le quedan.

Cuando llegaron a las escaleras mecánicas se volvieron a ver a mirar a aquel hombre, que seguía de pie con los cuatro pantalones colgados del brazo mirándolos descender hacia la planta inferior, como siempre, muertos de risa.

–Ay, María, María… Y a mí que no me gustaba nada ir de compras…

–¿No crees que esto va a “favorecer la cooperación mutua entre nuestras respectivas compañías”?

–¡Sin duda! Esto marcará un antes y un después –dijo Carlos con el mayor entusiasmo–. De hecho, creo que debemos ocuparnos ahora mismo de desarrollar más aún las relaciones, que parecen que van a ser extraordinariamente provechosas.

Fueron a tomar un café y a los pocos minutos, se despidieron. Al parecer, ella había convencido a su marido para que fuese a la ciudad a ver a un colega y se volverían inmediatamente, cuando él terminase.

—Mi marido es como un moro, siempre pensando en que le voy a poner los cuernos.

—Mujer, pues en este caso parece claro que no le faltan motivos al hombre…

—Bueno, estoooo… ¿Tú de parte de quién estás?

Con estas cosas Carlos no paraba de reírse. Era una suerte que con aquella mujer tan encantadora pero tan… resuelta… no pudiera existir nada serio, dado que tantas circunstancias lo hacían imposible. Dos ciudades alejadas, dos familias…