Parece que hay un tiempo que se estanca cuando las últimas horas del día han pasado ya. Desde aquí veo la carretera que rodea la ciudad, separándola del campo como una frontera que marca el principio del territorio de los monstruos y de los lobos. Veo la gasolinera, por la mañana destino de filas de coches, ahora parece un escenario de ciudad fantasma. Miro las farolas, y bajo ellas, diviso la quietud absoluta y helada. Ningún transeúnte profana ese desierto, hasta que se oye un rodar de neumáticos que se acerca y se va en instantes. Y el silencio se recupera: espeso, profundo, imponente. La noche en la ciudad desaparece mientras te acercas a ella. Porque la llenas.Poblando la zona en la que transitas la quebrantas. La contaminas con presencia y con movimiento. La pureza inapelable de la noche se aprecia mejor desde la lejanía de mi ventana, porque las zonas por donde no voy se ven vacías, como son siempre en realidad. Atisbo donde no estoy. Compruebo mejor desde lejos, cómo la vida ocupa provisionalmente lo que de día no podemos ver, que es el vacío entre los átomos sobre los que pretendemos caminar ingenuamente hacia algún sitio. Es el cosmos. El cosmos siempre vacante. Es la vida un musgo nacido en una grieta de la no-vida. Se piensa estridente en su rendija pero desde la altura es mudo como un hormiguero, rebosante de afanes sin sentido, pero silente y sordo. El día es un espejismo provocado por el sol. La materia es un mundo siempre en la noche. Siempre es en el fondo la noche. La luz es una anécdota de la creación. El universo entero es una continua e infinita nocturnidad.

Taller de Enrique Brossa.
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