La palabra clave que distingue el cariño del verdadero amor, me gustaría creer que es la palabra «incondicional». Nosotros hemos querido a nuestro padre de modo incondicional, a pesar de sus extravagancias.

Mis hermanos y yo no nacimos en españa. Mis padres sí. Él era diplomático. Cambiábamos continuamente de país, de idioma, de niñera, de colegio, de amigos… Pero lo vimos como normal, porque era lo que habíamos vivido siempre. Por fin, a mi padre le hicieron embajador en España de un país que ni siquiera era el suyo. Es decir, que pasó de pertenecer al cuerpo diplomático español a servir de embajador en Madrid de un república extranjera que nadie sabía situar en el mapa, gobernada por un tirano de una tribu primitiva. Así de original era mi padre. Tan amigable, que todo el mundo contaba con él al poco de conocerle para cualquier cosa que se le ocurriese. Dejó de pertenecer al cuerpo diplomático español para representar al Gobierno que creó un amiguete suyo africano después de matar miles de personas en una guerra que duró varios meses. Nadie entendía semejante cambio. Pero el siempre respondía, que lo importante era vivir en España finalmente.

Su salario lo negoció con el Presidente de aquel país, un negro gordo y calvo al que le gustaba mucho todo aquello que fueran vicios.

-Presidente.
-Puedes seguir llamando Bimbo a mí.
-Viviré en la embajada en Madrid. ¿Te parece bien, Bimbo?
-Claro. No problemas.
-Sera un piso de techos muy altos.
-Así será. Te pondré embajada en tú dices y no problemas. ¿Por qué techos muy altos?
-Para que quepa una gran boiserie.

Mi padre encontró un edificio singular con una gran cúpula, y vio que podría tener una boiserie de tal envergadura que cabrían todos los libros recuperados que había tenido que ir abandonando paulatinamente en almacenes de trastos por no poderlos poner en su casa o embajada.

Cuando llegamos a Madrid le dijo a mi madre.

-Voy a trepar a la parte alta de las estanterías.

Desde entonces, pasó la mayor parte del tiempo leyendo sobre una escalera de mano que usaba para buscar en la estantería. Iba a buscar un libro o  ponerlo en su sitio y entonces descubría otro, y comenzaba a hojearlo y la lectura de éste quizás le llevaba  consultar un tercer o cuarto texto. Había mañanas  en las que subía a depositar un libro y tres horas más tarde todavía seguía con él en la mano. Esto le aportaba una gran cultura, pero le comía su tiempo. Afortunadamente, su amigo Bimbo no le llamaba nunca y solía tener poco que hacer en Madrid, salvo acudir a algún que otro cóctel. Otra desventaja era que sus músculos se contracturaban con facilidad de tanto estar leyendo colgado de una escalera en posturas absurdas.

Cuando cumplió cincuenta y dos años mi madre le regaló un casco con linterna que había conseguido gracias al novio minero de una sirvienta que teníamos, Xosefa, que era asturiana. Por si se cae de la biblioteca, mejor que lleve casco, decía mi madre, y además, que los cascos de minero tienen luz y le vendrá bien para leer. El caso es que mi padre empezó a ir a desayunar cada mañana con su libro y su casco para leer un poco también mientras se tomaba su café con leche. Mis hermanos y yo nos reíamos, pero nuestra madre empezaba a hartarse de su propia broma y se quejaba amargamente de que Aurelio, mi padre, había descubierto que era un complemento muy útil para leer en la cama, de modo que a la hora de acostarse, salía del cuarto de baño en pijama  y batín, e  iba a su biblioteca a tomar un libro y su casco de minero y con ambos volvía y se metía en la cama. Xosefa le guiñaba el ojo a mi madre:

-Señora, qué afortunada, no sabe usted lo que es un minero… Con todo respeto, otras querrían. Qué gran pareja hacen, tan guapos los dos: la embajadora y el minero.

-¡Xosefa!

Mi madre no sabía qué cara poner. Quería por un lado ser tolerante y moderna pero por otro ser precisamente eso, la embajadora, y no entrar al trapo en según qué tipo de bromas.

-¡Xosefa, qué lengua tenemos!

Cuando llegaba el embajador, Xosefa salía solícita a preguntarle si podía servirle una copa o si necesitaba alguna cosa, pero mi padre le contestaba siempre que no quería nada, le daba las gracias y le daba un beso a mi madre. Entonces Xosefa salía de la escena tarareando el «Soy minero», como Antonio Molina.

-Aurelio, debes devolver ese casco al novio de Xosefa. Aquí hay un cachondeo a costa del casquito que tienes que cortar de raíz.

-No te preocupes, cariño. Voy a poner unos focos estupendos para poder leer allí, que…

MI madre le cortó.

-¿Por qué tienes que poner luces de lectura ahí? ¿No puedes leer en un sillón, como todo el mundo hace? Eso de leer subido a un palo será normal en la «República de Bimbo», que es el eslabón perdido, pero aquí no leemos colgados de los árboles.

-Estás equivocada, cariño. En la tribu de Bimbo, es muy cierto que se suben mucho a los árboles, pero nunca leen allí ni en ninguna otra parte, ya que la mayoría no saben leer.

Mis hermanos, Xosefa  y yo nos moríamos de risa. Sin embargo, mi padre puso una iluminación magnífica «para poder ver bien y no para ponerme a leer», decía el embajador, pero Xosefa no aceptó que le devolvieran el casco de su novio.

Poco a poco, no. Muy rápidamente la asturiana les tomó  medida a mis padres. Xosefa le llevaba siempre algún tentenpié a mitad de mañana.

-Déjemelo sobre ese escritorio, por favor, Xosefa.

Pero se distraía con sus libros y al final todo se le quedaba frío. Hasta que Xosefa, con sus carcajadas, decidió inventar una bandeja para don Aurelio, que pudiera colgarse en lo alto de la boiserie. Esto lo hizo con uno colgadores de camisas, unas pinzas de tender la ropa y una bandeja de las medidas adecuadas que logró encajar en el triángulo de las perchas. El invento era bien antiestético, pero funcionó.

-Mire, don Aurelio, lo que se me ha ocurrido para que pueda almorzar sin bajar de su biblioteca.

Mi padre lo probó y… ¡Era muy cómodo!

-Xosefa, yo no miento nunca y menos a mi esposa. Pero  si no me pregunta si lo ha hecho usted no se lo diré, ya que no creo que le guste su idea. Sin embargo, yo la encuentro muy interesante. Gracias, Xosefa, siga usted con ese ingenio tan particular.