Fuera de concurso, os paso este borrador.

 

A la muerte de sus padres, los dos hermanos pasaron a vivir con sus abuelos en un palacete enorme que tenían junto a la zona más bonita del parque, ornamentada con estanques y barandillas de piedra; cisnes y patos;  sauces y abetos; rocas y juncos. Para ellos esto supuso obtener una enorme herencia, tanto en patrimonio como en carencias emocionales, justo al atravesar una edad verdaderamente crítica.

En menos de un año, sus ancianos abuelos decidieron que dejarían aquella preciosa residencia para instalarse en un piso más adecuado para vivir con los chicos y más próximo al colegio. Lo mejor sería hacerlo cuando sus nietos  acabasen el curso, ya que el fallecimiento de sus padres ya les había afectado bastante como para someterlos  a un segundo cambio de residencia a mitad de curso.

Al llegar las vacaciones de verano empezaron el traslado. Una empresa les suministró todo tipo de contenedores para la mudanza. Algunos operarios iban y venían por la casa empaquetando todo mientras los hermanos se quitaban los uniformes del colegio y sacaban su ropa de verano, tal como dispuso su abuela. Ese día les habían dejado solos en casa. Los abuelos tenían que ir a la capital a ver la Jura de Bandera del hijo de un importante amigo militar. Aquella tarde tardaban en volver y los chicos estaban extrañados, hasta que llegó un funcionario amigo de sus abuelos y se lo contó. Sus abuelos habían muerto junto a otras personas a causa de un atentado terrorista vasco.

Los dos niños aumentaron así de repentinamente otra vez su fortuna y su desdicha.

Al llegar la noticia a la casa, los empleados de la mudanza salieron del caserón dejando todo tal como en aquel momento estaba. La mudanza se interrumpió quedando la mitad de la pinacoteca familiar en cajas y la otra mitad descolgada de las paredes y apoyados unos cuadros sobre otros. Las vajillas principales así como los trajes, joyas etc. en baúles.

El sistema social español en principio funcionó bien, alertado por la policía. Inmediatamente se responsabilizó de los huérfanos un asistente social, ya que no tenían más familiares en el país. Solo algunos tíos que vivían en México y en Estados Unidos. Dado que la niña estaba a punto de cumplir 17 años y le faltaba poco para convertirse en mayor de edad, les permitieron vivir en su palacete solos provisionalmente. El asistente les visitaba todos los días al principio, pero cada vez menos, dado que Laura, la chica, llevaba todo perfectamente organizado. Despidió provisionalmente al servicio y dejó solo a una de las encargadas de la limpieza. Pero como por problemas legales apenas podían disponer del abundante dinero familiar, Laura optó por cerrar casi todas las numerosas habitaciones del palacete y despedir a la última empleada doméstica para ocuparse ella misma de todo. Parecía que tantos fallecimientos la habían hecho madurar súbitamente, más de lo normal a su edad. Era educada, parecía perfeccionista y muy protectora con su hermano. Eso hizo que quizás el asistente social bajase la guardia. Pronto las visitas del funcionario fueron semanales, y después se convirtieron en llamadas de teléfono, ya que el asistente resultó estar pasando también su propia mala temporada, andaba estresado por un problema personal y diríase que necesitaba más apoyo que la niña, de modo que su atención se redujo más de lo aceptable..

Fue entonces cuando aquel caserón se convirtió en una jungla de misterios, lleno de cajas de madera y cartón, unas sobre otras, como barricadas, en mitad de los salones y la mudanza, de pronto detenida, pasó a constituirse en un estado de permanente provisionalidad.

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Javier, el pequeño, de casi 16 años, se hizo un día una torre de cajas de madera y baúles y en la cima colocó el sillón de su difunto abuelo, bajo el tragaluz de esa pequeña cúpula que había en la biblioteca (más de mil doscientos  libros antiguos, muchos de un gran valor).  Se hizo una gran herida en la frente ya que, en uno de los intentos, una caja vacía pero grande se le cayó encima y se le clavó una esquina cerca de la sien. Su hermana le lavó la sangre con una toalla y agua, ya que no encontraron ningún botiquín. Una cicatriz que jamás se borraría. No fueron a que le cerrasen la brecha con unos puntos, para que eso no desatase la llegada del asistente social y fuesen de ahí al orfanato. Al rato, mientras su hermana estaba en la ducha, el chico lo volvió a intentar, hasta que lo logró. Allí arriba se pasaba el tiempo, leyendo medio tumbado en su trono, sobre la cumbre de su monte particular.

Hicieron cuevas, cabañas, pasadizos, rocas, montañas y toda una diversa orografía compuesta no solo de cajas y baúles, sino de muebles puestos bocabajo, sillones de medio lado, y tresillos volcados. Tan solo el recibidor era cuidado perfectamente por Laura, por si llegaba alguna visita. No comían sentados en sillas, sino sobre las grandes mesas, y cenaban bajo ellas, con las piernas en la postura del Buda sentado, iluminadas sus caras por el resplandor de candelabros y velas, que les ayudaban más que la luz eléctrica a vivir en esa fantasía de su paisaje inventado. Hasta dormían allí mismo, sobre las alfombras, cuando el sueño les cubría los ojos, agotados de hacerse cosquilas, muertos de risa, o de hablar sin parar de sus padres, ¿te acuerdas? y de hacerse confesiones, a las que Laura sabía poner el punto final en el momento más conveniente. Javier respetaba sus indicaciones, ya que ella era, ya no solo su hermana mayor, sino hasta su madre, y sentía  una admiración de hermano que parecía una especie de enamoramiento inconsciente, que sin duda pasaría a normalizarse al madurar. Siempre estuvieron muy unidos, ya que tan solo se llevaban un año y pocos días de diferencia.

Sin embargo, algunas costumbres se empezaron a degradar, apoderándose de ellos una sensación de Rovinson Crusoe en su isla desierta. Dejaron de usar cubiertos en la mesa, salvo cuchillos,  y terminaron por no cambiar las sábanas con la frecuencia conveniente.  Laura se mantenía siempre limpia, y lavaba y planchaba ropa, pero Javier se asilvestraba cada vez más, y aunque no le faltaba el agua de la piscina, prescindía totalmente del jabón.chateau-default

 

Un día llegó su hedor hasta el punto de  que su hermana le dio un ultimátum y lo arrastró literalmente hasta el cuarto de baño diciéndole lo apestante que estaba mientras el otro se partía de risa. Lo metió en la bañera a empujones, casi se mata,  con ropa y zapatos y abrió el grifo y después le echó champú por la camiseta mientras el otro le seguía el juego: el de resistirse pero dejarle ganar.  Laura le dijo que se quitase esa ropa, que la llevaba puesta desde hacía días y que se quedase al menos una hora a remojo,  o no le haría la comida.

Salió cerrando la puerta. Minutos después Laura entró tapándose la nariz y mirando solo de reojo vió que el muchacho estaba sumergido en el agua de la bañera, pero lo único que se había quitado eran los zapatos. Como era alto, sus pies sobresalían.

– Lo que más tienes que poner en remojo son tus pies. Mételos dentro del agua, hasta que se reblandezcan.

Y le dejó una bandeja con la novela que el chico estaba leyendo esos días, sus gafas, un bocadillo de jamón cocido y queso y un té con hielo.

– No salgas de ahí en una hora por lo menos y luego ponte este desodorante del abuelo y colonia. Pero desnúdate en cuanto yo salga de aquí. Abriré la ventana para que se ventile el cuarto de tus efluvios pestilentes.
– Muchas gracias hermanita.
– Otra cosa. He encontrado la llave de la caja fuerte de los abuelos. Hay mucho dinero. Muchísimo. He cogido unos billetes y voy a salir, a ver si me entero de dónde hay tiendas. Necesitamos comida. ¡Y aféitate esa barba lampiña tan fea de medio hombre  que llevas!

– No te hagas tanto la mayor, que todavía tienes 16 años.

13230187-retrato-de-una-dama-encantadora-joven-mirando-por-la-ventana-de-cristal-en-interiores-en-un-dia-nub1Laura salió a explorar la zona y a buscar provisiones con unas bermudas, una camiseta y una coleta saliendo por detrás de su visera . Dio una buena caminata entre los abetos del parque. Cruzó el estanque por el punte chino y llegó hasta el puesto de alquiler de bicicletas. Pensó en alquilar una que tenía una cesta que le iría bien para hacer la compra. Pero lo pensó mejor y ante la sorpresa del encargado se empeñó en comprarla y la compró por el primer precio disparatado que le pidió, mostrando su montón de billetes en el momento de pagar. Pedaleó hacia el centro de la ciudad, satisfecha por su iniciativa y resolución y pensando sobre lo fácil que era vivir en realidad.

Laura volvió con pan, huevos, aceite, embutidos y fruta, asomando todo en la cesta de su vieja bicicleta nueva. Aparcó la bici, sacó las bolsas y se le ocurrió mirar por la ventana del baño que estaba usando Javier, desde lejos. Se acercó despacio, con cuidado de no ver desnudo a su hermano. Se fue acercando a la ventana y allí vio su ropa mojada tirada en el suelo. Menos mal que por fin se la había quitado. Se acercó más y vio primero sus pies brillantes, con aspecto de limpios y acercándose más a la ventana ya vio la bañera completa, la cabeza de su hermano, y una gruesa capa de espuma que cubría su cuerpo.

 

(4)

Advirtió un cierto movimiento de sus manos por la mitad de su cuerpo, bajo la espuma, y retiró enseguida su vista. Se volvió a asomar para cerciorarse y de nuevo retiro su mirada. El corazón le latió con más fuerza de lo normal. Corriendo fue a entrar en la casa, hizo sonar el timbre varias veces y gritó para alertar a su hermano.

– ¡Ya estoy aquí! ¡Javier! ¡Que ya he venido!

Fue hasta la puerta del baño y le dijo con autoridad.

-Acaba ya. Inmediatamente. Vístete que me vas a ayudar a hacer la comida.
– ¡Ni hablar. Estoy aquí tan a gusto! Me acabas de dar un bocadillo, no tengo ningún hambre. ¿No podemos comer más tarde?
– Da igual. Sal. Ya deberías estar limpio hasta tú. Vístete.
– Vale. Pues tráeme la ropa.

Juego de toallas (200) (1405299989)Al cabo de un rato la niña dejó la muda de su hermano junto a la puerta, advirtiéndole que ella no era su chacha.

– Abre y pasa, Laura. No se me ve nada.

La chica entró sabiendo que efectivamente la espuma cubría al muchacho.

– ¿Te has limpiado bien? -dijo sentándose al borde de la bañera.
– Ya me ves, estoy envuelto en espuma.
– Eso no basta. A ver ese pie.
El chico levantó su pierna peluda y la chica acercó con desconfianza su respingona nariz a los dedos del enorme y pesado pie de su hermano que ella trató de sostener tocándolo lo menos posible.
-Regular -sentenció. Aunque en realidad solo olían a jabón.

-Laura, ¿qué va a ser de nosotros?

-No lo sé. Tenemos que esperar poco más de un año y yo seré mayor de edad. Creo que me permitirán cuidarte.

El chico apoyó sus pies en la bañera cerca de las piernas de su hermana y ésta empezó a fregárselos meticulosamente entre los dedos con una esponja bien llena de espuma.

– ¿Crees que nos llevarán a un orfanato?
– No lo sé. Ya nos dirán. Pero solo sería un año.
– ¿Y si tú te haces mayor de edad pero yo tuviera que seguir en el orfanato?
– Espero que no. Yo te cuidaré. Si eres menos cochino, claro. Si no, te mandaré a perfumar el hospicio.

Javier sonrió. Agrupó la espuma que flotaba en la bañera hacia su vientre para que nada delatase lo que estaba sintiendo: un enorme amor hacia su hermana, que le tenía en sus manos. Algo recorrió su espalda como una ola eléctrica de felicidad, al mirar los ojos, sonrientes también, de su hermana mayor. Nunca antes le había pasado eso.

– ¿Me lavas la cabeza?

– Eso háztelo tú.

– Si me lavas los pies, ¿por qué no?

-Vale. ¡Qué pesado!

Y allí pasaron un rato hablando de sus padres mientras la hermana le lavó la cabeza, la espalda y sobre todo, restregando bien las axilas al bebé, que se sintió casi como en brazos.

Por fin, su hermana cortó la conversación y le dijo.

– Venga. Termina de lavarte tú -y se levantó de un salto caminando con garbo hacia la cocina.

Cuando salió su hermana del baño, Javier estiró brazos y piernas y llenó los pulmones del aire que entraba veraniego desde los abetos.

Y así fue como en el mayor de los desamparos aquellos dos hermanos encontraron la felicidad en una mezcla perfecta de caos y desorden, doméstico y emocional. Allí se reían, se perseguían, se tropezaban, se curaban, se cocinaban, se bañaban en la piscina, tocaban el piano de la abuela, cantaban, leían mucho, escuchaban música clásica bajo el toldillo que se hicieron en la sala de billar con el cuadro de Anselmo Gascón de Gotor, apoyado en plan casita con otra pintura de Domingos Vieira, que sufrió ciertos desperfectos, que enoja tener que contar, por culpa de los candelabros que tanto solían utilizar. En pocos días tuvieron la maravillosa sensación de llevar un año viviendo así. Pero no había pasado tanto tiempo.

Hasta que por fin, la desdicha que parecía haberse encelado con ellos, fue de nuevo a visitarles y sonó el timbre de la casa. Los dos se asustaron sin motivo, como si intuyeran la llegada de otro importante giro en sus, ya de por sí, trágicas adolescencias. Solo el sonido del timbre bastó para que percibieran que otra presencia acechaba su seguridad en aquella isla desierta. Javier y Laura acudieron juntos a la puerta y en cuanto la abrieron,  ella vio un hombre atractivo de unos  treinta años , pero su hermano experimentó su  peor primera impresión.  No lo había visto antes pero enseguida lo reconoció: tenía ante sí a un tipo desagradable, un intruso, un verdadero aventurero, quizá algún  peligroso tahúr, un comerciante de esclavos tal vez,  un vendedor de alfombras usadas, dispuesto a invadir su fantástico nuevo mundo, sus Américas recién descubiertas.

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