En aquella época los atracos callejeros comenzaron a dispararse y nunca mejor dicho. Antes eran muy escasos, pero justo aquel año se habían convertido en un tópico. La gente tenía miedo. Pasear en España ya no era tan seguro. Normalmente eran chavales de quince años, en grupo, que no te enseñaban la navaja, y solo decían que o les dabas la cartera o te meterían el cuchillo en el estómago. Yo no era particularmente miedoso, porque me veía a mí mismo joven, grande… ¿Por qué atracarme a mí en vez de a un jubilado o a una señora mayor? Nada me pasaría.

Por aquellos días, yo tenía que acudir a un curso que empezaba a las 19:30. Desde mi residencia estudiantil hasta el centro de formación había unos veinte minutos en línea recta o bien, cuarenta minutos bordeando las explanadas y campos de fútbol de un polideportivo que había en la zona. ¿Por qué dar semejante rodeo? Porque la línea recta era una larga carretera que tenía a un lado un gran muro de piedra que marcaba los límites de un complejo hotelero. En la otra acera estrecha, te acompañaba una tapia alta y larga para parar los balones que podían escapar de los campos de fútbol de aquel polideportivo. Nadie se atrevía a pasar por ahí de noche, porque no había nada, ni una puerta, ni una tienda… absolutamente nada. Entrabas en ese callejón oscuro en invierno a aquellas horas, y llegabas a un punto en el que tenías siete minutos de andar hacia adelante o hacia atrás para salir de él. Se decía que era el lugar de encuentros turbios. Ni los más chulos de la residencia estudiantil se atrevían a transitar por allí.

-Tío, puede ser que no te pase nada, pero si te metes ahí… te la juegas -decían.

Digamos que la puntualidad no era por aquel entonces lo que más me caracterizaba. Salía tarde y no podía pensar en hacer el trayecto largo. Y me metía por ahí, porque, aun así, acabaría llegando después del inicio de la clase.

Empezaba a andar y cruzaba los dedos. Recuerdo el día sin luna en el que no me veía ni mis piernas, tal era la oscuridad. Las farolas estaban como a doscientos metros unas de otras, casi todas con las lámparas fundidas. ¿Fundidas? Las habrían ido rompiendo los delincuentes… Algunas mostraban una aureola de luminosidad muy leve, como si estuvieran exhaustas. Era difícil saber si daban luz o absorbían la poca que hubiera por la calle y causaban la oscuridad. Y de vez en cuando pasaba un automovil. Y era inevitable pensarlo.

<<Si ahora de ese coche salieran cuatro tíos, me robarían lo que quisieran y podrían pegarme o matarme porque yo estoy totalmente indefenso>>.

El auto se acercaba, parecía ir despacio, no acaba de llegar nunca, cada vez parecía reducir más la velocidad. <<Quieren ir despacio para poder verme y juzgar si les interesa matarme un poco o dejarme andar>>. Y efectivamente, era un Ford Escort, se veía viejo, de quinquis, y dos tíos con mala pinta parecía examinarme… No podía correr, era absurdo, estaba demasiado lejos del principio y del final de aquel tubo. Miré hacia atrás para ver si el Escort se iba. Y sí que se iba, pero muy despacio. Y sus faros alumbraron a un grupo de unos cuatro tipos que venían detrás de mí. Se paró al llegar a su altura. Intercambiaron algunas palabras. Demasiado rápido para preguntar una dirección o algo así. Seguramente se conocían. Pensé en correr, pero no me parecía una buena idea, porque eso sería dar a entender que me sentía vulnerable. Yo, que tenía diecisiete años, también había visto películas, como todo el mundo. Me di media vuelta de modo que, aunque todavía estaban lejos se diera cuenta de que los miraba descaradamente. Retándoles. Y metí mi mano derecha en el bolsillo del abrigo de un modo muy obvio, con la idea de que pensasen que llevaba un arma. Realmente con tan poca luz, quizás no veían nada concreto. Después de lo cual seguí andando. La mano izquierda colgando. La derecha oculta como mi pistola imaginaria. No quería volverme a mirar… Pero ¿Y si estuvieran ya corriendo hacia mí? Se oía ese murmullo que hace el tráfico cuando está lejos, pero apagado. Oía mis pasos y me esforzaba en oír los de mis supuestos perseguidores y… ¡Los oía! Era evidente que habían acelerado el paso para aproximarse a mí. Y quedaba muchísimo callejón por delante… Forcé la vista para ver el final y lo que encontré fue otro tipo que venía por delante. Si era una persona normal, podría convertirse en mi tabla de salvación. ¿Pero y si era otro amigo de ellos, como los del coche? Oí el motor. Estaba dando la vuelta. Aquello no me gustaba nada. En el mejor de los casos, tendría que darles el reloj y el dinero, pero eso no me importaba mucho. Iban a llegar a la vez los de atrás y el hombre que venía por delante. No, no, no valía la pena correr. Hice más ostensible que movía la mano derecha dentro de mi abrigo, pero no sé si lo podrían apreciar con tal oscuridad.

Llegó primero el hombre que venía por delante. Recuerdo que era un calvo prematuro, de unos treinta años. ¡Dios, la pinta no podía ser más turbia! A dos metros de mí, me dijo:

-¿Tiene fuego?
-No, no fumo -contuve la respiración.
-Da un poco de miedo esa gente que viene. Me vuelvo con usted si le parece, porque yo no quiero pasar por al lado de esos tíos solo. Vuelvo por donde he venido y nos acompañaremos mutuamente. ¿De acuerdo?
-Estupendo.
Comenzamos a caminar uno al lado del otro sin hacernos preguntas ni tratar de mantener una conversación convencional. Los dos estábamos pendientes de lo que sucedía a nuestras espaldas.
Pero el Ford Escort matrícula de Barcelona, rebasó a los que nos seguían a pie y pasó lentamente de nuevo por al lado de nosotros, fijándose mucho y nos adelantó. Mi recién conocido compañero miraba con los ojos fuera de las órbitas sin atreverse a decir nada. Y a unos diez metros, subieron las ruedas derechas a la acera que era muy estrecha. Nunca he tenido tanto frío como en ese momento. Tampoco estaba seguro de poderme fiar del hombre que tenía a mi lado, que por fin empezó a decir todo el rato:
-Ostia, ostia, ostia…
-¿Llevas algún tipo de arma? -le pregunté con la voz temblorosa.
-Ojalá llevase una. Una metralleta. Dios, pobres de nosotros.
-Somos dos. ¿Para que se van a complicar? -decía yo tratando de disimular el temblor.
-¡Ellos son siete, no sé cuántos! Yo les doy la pasta antes de que me la pidan -respondía el desconocido.

El conductor y el acompañante salieron del trasto con ruedas a esperarnos. Los que venían de atrás ya casi estaban allí.
-Hola -dijo el conductor-. ¿A dónde vais tan deprisa?
-Yo voy a un taller literario. ¿Os parece bien?
-¿Has oído, Paco? ¡Van a un taller literario!
-¡Oh! ¡Qué bonito debe de ser eso! ¡Un auténtico taller literario! ¿Vais a allí para escribir una poesía?
-No, yo voy a allí para pegarles un tiro en los huevos a todos los del taller -dije yo y en mi bolsillo del abrigo, puse mi dedo estirado como si fuera una pistola de modo que pudieran ver hacia dónde apuntaba. Se quedaron mirando en silencio hasta que el copiloto rompió a reír y le dijo al conductor:

-Solo es un fantasmilla. ¡Vamos! ¿Qué pasa? Estos dos caben juntos en el maletero.
Pero el conductor se me quedó mirando con expresión confusa. Por fin dijo.

-No es eso… ¡Ey, tíos! ¡No son estos, jodidos!
-¿Cómo que jodidos? Si lo has dicho tú.
-Pues sí, es que me he equivocado. ¿Pasa algo?
-Si te has equivocado no digas jodidos, que te has equivocado tú.
-Bueno, pues estos no son. No les hagáis nada.
-Y encima pregunta que si pasa algo. ¿De qué va este capullo?

Y a partir de ese momento los seis tipos siniestros que allí estaban empezaron una discusión en bucle, sobre quién se había equivocado y quienes podían o no llamar «jodíos» a los demás.

-¡Oye, que se van esos dos!
-Claro, claro, que se vayan. ¿No te digo que no son?
-Anda, que…. Anda, que… ¡Ya te vale!
-¡Menos mal que al final te has dado cuenta! -se iba oyendo la discusión cada vez más lejana mientras el desconocido y yo caminábamos cada vez más deprisa.
-Y encima nos llama jodidos, el tío.
-La habríamos cagao.
-No, tío, la habrías cagao tú. Y el jodío eres tú.
-¡Eso!
-¡Sí señor!
-¡Qué va, qué va! Que no, que habría mirado bien antes de disparar.
-¡Anda ya, tío, yo no puedo trabajar con éste! Acabaremos disparando a su puta madre, porque se confunde el cabrón. ¡Se confunde!

Al oír esto último me quedé helado.
-¿Has oído? Nos habían confundido con alguien a quien iban a disparar.
-¡Sí! ¡Vámonos, vámonos! ¡Más deprisa!

Seguimos andando a la velocidad de Meco en pleno maratón.
-¿Tú llevas pistola de verdad? -me preguntó.
-¿Quién yo? Esteee… Sí… Sí, sí.
-Dime la verdad, que no te voy a atracar.
-Llevo, llevo.
-¿Y vas a ir a un sitio literario o no sé qué a matarlos?
-No, voy a aprender a escribir relatos. No voy a matar a nadie, en principio, salvo que escriban «con todo mi ser» y «por todos los poros de su piel», que entonces no podré contenerme.
-Tú no llevas pistola.
-Que sí, que llevo.
-A ver, enséñamela. O dime qué tipo de pistola es.
-Como te pongas pesado te meto un tiro y se la cargan esa panda de idiotas.
-No llevas.
-Vale, ya está bien. Aléjate de mí. No somos amigos.
-¡Coño, si casi nos matan! ¡Eso une mucho! Pero está bien, si no somos amigos, dame el reloj y la pasta.
-¡Vamos, no me fastidies!
-¡La pasta!
-No veo tu arma.
-Ni yo tu pistola.
-¡Qué pesado! Llego tarde al taller de narrativa.
-¿El de Enrique Brossa?
-No, a otro. Pero me han dicho que ese está muy bien. ¿Lo conoces?
-Sí. Es por videoconferencia, desde tu casa. El jueves entraré gratis a una sesión a las 19:30 horas de Madrid. Es lo que deberías hacer tú en vez de atravesar andando este “pasadizo” de la muerte.
-Joder, pues dime cómo me apunto, venga, que sí que somos un poco amigos.
-Contacta con Enrique Brossa, por ejemplo, desde Facebook y le dices que quieres asistir gratis a una sesión. Y ya está.
-¡Qué fácil! ¡Vale tío! ¡Amigos, pues!
-Sí, sí, amigos. Y ahora dame la pasta.
-¡Dámela tú! ¡Que yo llevo pistola!
-¡Venga ya, tío! ¡Tú no llevas ni el boli!
-¡Andá, es verdad! Perdona, oye. ¿Tú me podrías dejar uno?

Taller de Escritura Enrique Brossa
Sesión gratis los jueves a las 19:30
Contáctame primero.

actividades@desafiosliterarios.com