Nunca sé de antemano lo que voy a escribir. En parte se debe a una dejación de mi responsabilidad de cuando era más joven, si cabe, de lo que ahora soy. Y es que por aquella época yo me había matriculado en un curso de mecanografía. Hablo de la época en la que los estudiantes ni remotamente habían tocado un ordenador personal, y yo era uno de ellos. Estaba cursando mis estudios en una flamante universidad privada de negocios, aunque yo me sentía filósofo, y vivía en un colegio mayor universitario, en una habitación compartida, austera, de color indeterminado y olor a lejía, ya que cada mañana entraba una fregatriz loca que con su fregona encharcaba los suelos de todos los dormitorios con su “fórmula Trini”: echaba un poco de agua a la lejía y no al contrario. La Trini, cada mañana gritaba como si la despellejaran, con una voz aguda y estridente, urgiendo aterrada a que llamasen a la policía, que alguien venían a pegarles. Otras veces gritaba que no llamase nadie a la policía. “A la puta Trini ya le ha dado otra vez la paranoia”, decíamos cada mañana los residentes. Cada día estaba peor. El caso es que muchos estudiantes no nos levantábamos pronto, porque teníamos las clases por la tarde o porque no tuviéramos asignaturas a las primeras horas o por… Sí, efectivamente, también porque algunas veces nos habíamos ido de copas la noche anterior y nos hubiéramos acostado tarde. El caso es que algunas veces uno podía despertarse a las once de la mañana y la Trini entraba con su llave maestra, gritando: ¡Policía! ¡Policía! Y esto era compatible con que ella siguiese embadurnando los suelos como si tal cosa. Mientras pedía auxilio, daba un tirón a la correa de la persiana y la subía un poco, lo suficiente como para no tropezarse con las camas, ya que, aunque no paraba de gritar, no quería que la luz nos molestase para dormir. Y entonces comenzaba a esparcir el hipoclorito de sodio por las baldosas, siempre sucias pese al exceso de celo, y de cloro, de la Trini. Chillaba y fregaba. Decía, policía, que me están matando y luego añadía: buenos días, le subo un poco la persiana. Mostraban aquellos suelos una suciedad adherida durante años, que absorbía la agüilla del fregote, pero persistía entre las rendijas, aunque se disimulaba con el dibujo de negros y grises de las losetas. Uno, que podía estar con resaca de la noche anterior, abría un ojo y se encontraba con un olor apestoso a cloro, una señora loca lanzando alarmas a la policía en la habitación, con la cara pintarrajeada como si la hubiese maquillado un niño, y si miraba un poco más, podía ver unos calzoncillos o calcetines enganchados a la fregona de la Trini, casi flotando en el suelo, o convertidos en un suplemento de la fregona para esparcir el contenido de del cubo mezclado con la suciedad de otras habitaciones. Si en la habitación 41 habían derramado cubalibre en el suelo, en la 42 había lejía con cubalibre. Pero si en la 38 habían vomitado los cubalibres con la cena… Mejor no imaginemos todo lo que acababa arrastrando aquel líquido empapado en la fregona y en los calzoncillos o calcetines que los estudiantes más imprudentes que se atrevieran a abandonar la ropa sucia a su suerte en aquellos suelos llenos de claroscuros y naturaleza parda pese a la rápida labor desinfectante de la Trini.

Por razones que no quiero comentar aquí, aquel año yo me levantaba tarde. Estaba triste. No tenía claro cuál quería que fuera mi rumbo profesional, porque ya me gustaba mucho escribir, cosa que hacía verdaderamente mal, casi peor que ahora. Tomé dos decisiones. Una fue hacerme con una Olivetti, pequeña y moderna y otra hacer un curso de mecanografía. Pero tenía un profundo mal de amores, dudas respecto a la elección de mi carrera y una extraña sensación de soledad pese a estar muerto de risa la mayor parte del tiempo, rodeado de otros estudiantes, por llamarlos de algún modo, ya que en general no se esforzaban mucho. Melancolía, cachondeo, farras, dudas… En consecuencia, no tenía mucha energía. La máquina de escribir sí que la conseguí, pero lo de ir a mecanografía… nunca acabé aquel curso ultramoderno en su día: Meca-rapid. Me duermen las tareas repetitivas, supongo que como a todo el mundo. Lo acabé abandonado. Ahora realmente cuando lanzo un dedo hacia el teclado de ordenador hay una probabilidad relativamente elevada de que acierte en la letra adecuada, pero ni remotamente alcanza al 70%. Por este motivo, al hecho de que al empezar a escribir no sé de qué va a tratar lo que escribo, hay que añadir que si, por ejemplo, quiero escribir peso y por error escribo beso… pues quizás la historia se modifique en ese momento. Modificaciones mucho menos poéticas se han dado también cambiando el curso de mis historias. Al final, aunque disfruto escribiendo, reconozco que soy casi un mero espectador de lo que va apareciendo en el PC. Por aquella época yo era un joven pelilargo, no porque me gustase especialmente mostrarme así, sino porque el pelo no dejaba nunca de crecer, qué tío, el tiempo pasaba deprisa y yo no cuidaba demasiado mi imagen. Era un joven alargado, y meditabundo, un poco cargado de espaldas, y aunque ahora soy un soñador impenitente, entonces lo era mucho más. Alcanzaba verdaderos climax intelectuales tan solo pensando. Pensar, pensar, pensar… Yo no cavilaba desde que me levantaba, sino desde que abría los ojos asustado por el griterío de la Trini. Pensaba en que si yo era tan filosófico, como era posible que me trajese loco cierta chica que no sabía ni hablar correctamente. Una auténtica catetilla, pero que tenía facilidad para vestírse con gracia y, ya sé que caigo en una retórica fácil, pero diré que con superior facilidad para desnudarse con mayor gracia aún. Puede creerse que eso se piensa deprisa, y que no daba el tema para tantas horas de especulación filosófica. A mí sí que me daba. Se trataba de valorar el papel de la filosofía y el pensamiento frente a la realidad de los morros de vicio de mi amiga y su mirada coqueta. Discernir entre los distintos tipos de inteligencia: la mía, intelectualoide, teórica, especulativa, me parecía inoperante, contra la suya, paleta pero instintiva y muy intuitiva. Yo conocía  otras chicas que valían mil veces más que ella pero finalmente tenía que admitir que el atractivo sexual de ésta era la bomba atómica, algo superior a mí. Era lo que se solía llamar un encoñamiento, pero de primera magnitud. Muy fuerte. Yo estaba atrapado. Un día, al poco de salir la Trini de mi habitación, mientras respiraba los efluvios de la lejía enriquecida de su mopa, llegue a una conclusión interesante. Las chicas tontas eran mucho más peligrosas que las inteligentes. Esto es así porque las diferencias entre las personas son menores de lo que parece. Al final, descubres que la inteligente no es tan inteligente y te decepcionas, mientras que un día reconoces que la tonta no es tan tonta, en general demasiado tarde, y entonces te sorprende. Y te duele. Esta frase la he leído muy poco adulterada en internet y me reivindico como autor de la misma, aunque circule por las redes sociales. Al levantarme, encendía mi radio, subía la persiana y una luz mediterránea solía entrar de un modo casi veraniego la mayoría de los días en aquella ratonera compartida orientada hacia la mañana. Me asomaba a un gran césped verde del campus de la facultad más cercana, donde algunos estudiantes se sentaban a estudiar o al charlar. Algunos quizás se escandalizarían al verme desperezarme en mi ventana medio desnudo, cuando ellos ya llevaban horas trabajando. Sin embargo, yo acabé mi carrera, cosa que muchos no lograron, y durante el curso tenía una fuerte sensación de haber aprovechado mucho más mis estudios que otros, incluso que aquellos que obtenían mejores calificaciones, porque yo provechaba los conocimiento de otro modo. En eso estaba pensando muchas mañanas cuando la radio emitía uno de los éxitos del momento: Feels so good, de Chuck Mangione, que significa “Se siente tan bien”. Traté de acompasar mis sentimientos a la música… ¿Me sentía yo tan bien? Aún hoy no sé si responder con sí pero no o con un no pero sí.