BORRADOR FRAGMENTO

Un día de septiembre en que deambulaba muy triste,el cuarentón resolvió ir al trabajo dando un rodeo con el coche por calles que no solía cruzar. El final del verano le ponía melancólico y la tarde tenía una tonalidad otoñal. No era época todavía de que las hojas de los árboles alfombras en las aceras, pero un fuerte vendaval lo había anticipado. El día era desagradable y aquellas calles estaban casi desiertas a las cinco.
Muchas cosas no iban demasiado bien. Estaba preocupado. Pensó en su padre. Vivía en otra ciudad y hacía mucho que no le veía. Le habían dicho la noche anterior que el anciano estaba ya muy mal. Se iba. Dejando algunas cosas a medias, pensó. En algún momento pensó que siempre estaría allí, sano y claro de mente, haciendo que las cosas marchasen bien. Pero se fue ya al enfermar, sin morirse, y muchas cosas se estaban desmoronando. Empezando por su propia familia.
Aquella noche, al oír las malas noticias, puso la imagen de su padre en la pantalla de su teléfono móvil. Le gustaba verlo, como si fuera la estampita de un santo. Cada cierto tiempo apretaba el botón del dispositivo y miraba a su padre sin acabar de creerse que fuese a acabar así. Se apartó de su camino al trabajo cada vez más. El cielo empezó a derramar pequeñas gotas, pero con la fuerza del viento, se estrellaban en el parabrisas haciendo sonar de un modo un poco intimidante las lunas del coche.

Nada. La vida era… Nada. Algo sin demasiada importancia.

La lluvia y el viento arreciaron. La poca gente que había se agarraba a sus solapas y hundía la cabeza como si tratasen de penetrar mejor en el aire para poder avanzar. Pronto se vio conduciendo en una autovía, saliendo de la ciudad sin darse cuenta. El pavimento estaba ya encharcado y vio por el retrovisor un amenazante camión de gran tonelaje pulverizando agua hacia los lados con sus enormes ruedas. ¿Cómo podía ser tan irresponsable de ponerse tan cerca de su coche a esa velocidad y con esta lluvia? Se negó a acelerar porque la lluvia era ya tan fuerte que no veía bien. El camión acortaba las distancias de un modo amenazante.

Siguió pensando en su padre. Le quería mucho. Por eso todo era tan decepcionante.Tomó el móvil y fue a llamar a la casa de sus padres. Redujo la velocidad y el camión comenzó a protestar haciéndole señales con las luces largas. Adelántame y deja de molestar, imbécil, pensó.

Tomó su teléfono y apareció la foto de su padre. En ese momento se olvidó de que estaba conduciendo… De pronto, la foto de su padre desapareció gradualmente en tres segundos. ¡Nunca antes había desaparecido así la foto en el móvil! Lo tomó como una señal de que la vida de su padre se extinguía en ese momento y frenó el coche bruscamente. Un bocinazo prolongado del camión se oyó como si proviniera del asiento de al lado. Se dio cuenta de que el camión no podría frenar todas aquellas toneladas a cien kilómetros por hora en tan poco espacio sobre un pavimento encharcado y trató de echarse a un lado, pero no había más de un metro de arcén. El camión intentó torcer hacia la izquierda pero el volante casi no controlaba la dirección. De pronto apareció la entrada de un almacén y el hombre del teléfono móvil se metió allí como último recurso. El claxon del camión seguía bramando, como informándole de que estaba a punto de arroyarle. El coche empezó a girar al margen de su conductor, que de pronto empezó a chillar viendo que se empotraba con la columna de la entrada del almacén y que tenía el camión a medio metro detrás. Chilló hasta desgañitarse una sola palabra. Papá.

El auto patinó fuera de control, y se dio a un lado contra la entrada de aquella tienda de muebles baratos, y luego siguió hasta golpearse con la garita del vigilante del almacén. Pudo ver como se caían todos los cristales y la caseta de aluminio se caía con un ocupante dentro. El camión finalmente torció a la izquierda y tras corregir con varios volantazos el camionero recuperó el control y continuó su marcha sin parar de insultarle a base de largos toques de claxon.

El conductor del coche siniestrado miró su móvil y la cara de su padre no reaparecía. Le quitó la batería al móvil y la volvió a poner. La lluvia seguía ruidosa y espesa sobre el capó arrugado del auto. Con la cara totalmente blanca, el vigilante del almacén salió a gatas y como pudo, pero indemne, de su maltrecha caseta, a ver cómo estaba el automovilista y se lo encontró manipulando su teléfono, lo que le sorprendió todavía más que el propio asalto a su garita.
-¿Está bien?
El conductor se le quedó mirando de un modo raro y solo acertó a decir.
– Sí. Lo que pasa es que se ha quedado sin batería.
Enchufó el cargador y volvió a encender el coche.
-¡No lo haga, podría explotar el depósito de combustible!
La gente del almacén de muebles empezó a salir a mirar el espectáculo y el vigilante les explicaba: tiene pinta de ser un loco.
Pero él hizo una llamada con su móvil.
-Hola, que soy yo. ¿qué tal está Papá?
Le contaron que había pasado una gran crisis, pero que de momento parecía haberla vuelto a superar. Gracias a mí, pensó él. Le habría despertado su chillido.