Se cómo te sientes. Como el día.

Hace mucho calor y notas la corriente fría del aire acondicionado en las piernas, y el sofoco del día continúa aferrado a tu cara, como si vinieras exhausta de un duro camino o de un romance histórico. Frescas las pantorrillas, pero el sudor aferrado a los pómulos y a las ingles, como un molusco.

Hay una mezcla de temperaturas en ti, como una mezcla de sabores. En realidad, tú eres una experta catadora de sinsabores. y por eso localizas distintos amargores en distintas áreas de la lengua y del paladar.

Amarguras. Amargores, es un plural raro que suena mal, pero tú mantienes los regustos separados, sin formar un único amargor, ni una única amargura.

Últimamente detecto tus sensaciones así, simultaneas, pero no unificadas: separadas. No se integran. No promedian. Nada se acaba de disolver ni de resolver. No eres capaz ni de diluir ni de eludir. Avivas recuerdos que no se derriten. Esperaba que fueran como el hielo y fluidificasen rápidamente, pero no. Décadas más tarde te escudas en que un iceberg no se licua tan pronto como un cubito para el gintonic. Cada cual sabe si ha colaborado en la fabricación de los hielos de su vida. Sabes que algunos malos recuerdos no se difuminarán jamás. Tú los cultivas. Corre en tu pecho un líquido espeso que no logras aclarar. Lágrimas que no emulsionan con las risas y andan revueltas en el mismo bolsillo , al alcance de tu mano derecha, como un heterogéneo manojo de llaves para entrar y salir  de tu pasado. Rencores que no logras o no quieres desleír. Miedos corren, como grumos en tu sangre, que no acabas de disgregar. Odios reconcentrados que deberías aguar. Recuerdos que liquidar. Enormes pesos mal distribuidos cuelgan con dolor como enormes senos cuyas cargas no puedes nivelar. Emociones que otro dosificaría, te las tomas de un trago, como un bebedor de aguardiente, una y otra vez. Las piedras que guardas no son para rasar tu camino sino para volver a tropezar. Quieres volver a tropezar. Como no lo puedes reconocer, luego buscas un culpable. Pronto sueñas con clavarle dagas. Tus afrentas imaginarias son para ti más reales que la realidad. Quieres creer que las cosas son como tú te las cuentas. Pero en realidad te odias a ti y no a tus culpables. Algunos lo son. Otros inculpados sabemos que no. Que son inocentes.

Triste y contenta, feliz y desdichada, buena y mala a la vez. Disociada. Por un lado, te comprendes y te consuelas, te perdonas y te engañas y haces bien. Por otro… sospechas de ti. Unas veces lejanamente, como oyendo a tu pesar un eco interior, pero a la vez lejano, Otras veces de un modo consciente y claro. Sé que sospechas de ti.

No deberías sospechar. Porque sabes, es un hecho cierto. Llevas siempre contigo tu daga y tu veneno. Emponzoñas las aguas de tu propio rancho. Siento verte tan confundida.

Ahora quizás tú y yo sintamos lo mismo por ti.

Sentimos parecido
al acabar la cena
pena y miedo,
miedo y pena,
por tu daga
y tu veneno.

 

A veces, cuando cae la tarde cerca del mar, y la luz ya no te permite seguir con tus lecturas, te queda en el alma una caricia suave del aire. En ese momento eres para mí la que podría valer la pena. Pero es solo un instante. Ahí estás tú, mirando la orilla cuando empieza el anochecer. Sensitiva y sola. Sensitiva. Sola.

Y es entonces cuando lo adviertes y te serenas: hay paz allí, donde nada importa.

Pero pronto te olvidas precisamente de esa idea: la paz está donde nada importa.