La casa junto al mar

Nada más terminar de desayunar el maldito tazón de leche con cacao que le obligaban a tomar cada mañana, el niño salió de su enfadado hacia la playa.

-¡Javi, los dientes! ¡Y esa cara con chocolate!

Pero él se negó a hacerle caso a su mamá. ¡Ya estaba bien! Seguro que si su hermana no se cepillaba los dientes no pasaba nada. ¡Era injusto! No aguantaba más a su familia. No soportaba ni a su papá, que nunca quería jugar con él, ni a su mamá, que le reñía cada vez que le veía.

Su madre le seguía llamando, todo el rato igual, Javi, Javi, Javi, que vengas, todo el día así. Y la boba de su hermana siempre metiéndose donde no le llamaban:

-Javi, que Mamá dice que vengas. ¿No la oyes?

-Ñeñe ñeñe. ¡Tú te callas!

Se aburría como una ostra en Portugal, en la maldita casa junto al mar que tan preciosa les parecía a los mayores. No había nunca nadie en aquella playa de aguas tan frías. Era una larga extensión de arena, completamente desierta la mayoría del tiempo, que le hacía soñar despierto que era un soldado inglés agonizando de sed en el Sahara. Miró a su alrededor y solo vio a una pareja a lo lejos. Nadie con quien jugar. Cerró un ojo e hizo con sus dedos como si pudiera cogerlos como a dos pequeños muñequitos. <<Son así de pequeños. Como una mosca>>, se dijo luego mirando sus dedos. Se adentró en la arena, que estaba caliente, pero en aquel septiembre templado, podía andar sin quemarse los pies. Aquello no era el Mediterráneo, donde estaban todos los amigos de su pandilla, y ni el sol parecía de verdad. Lo único que tenía de bueno ese asco de sitio solitario era que, si quería, podía lanzar las chanclas con los pies, sin temor a darle a algún señor en la cabeza, como le pasó una vez en Alicante. También podía dejar las cosas tiradas en cualquier sitio, porque como nadie pasaba por allí, ningún robo podría producirse. Y las olas, también eran bastante chulas en el Atlántico, pero daba igual, porque muchas veces ni siquiera le dejaban bañarse… A sus papás les daba miedo todo. La verdad es que le trataban como si fuera un crío. No se daban cuenta de que él estaba más maduro que otros niños de su edad.

Miró hacia atrás. Desde la puerta de la casita pudo distinguir a su mamá, que le hacía señas con la mano para que volviese a la casa, pero él decidió seguir sin hacerle caso. ¡Que le dejasen en paz! Ya no se le permitía ni aburrirse tranquilo. Su madre insistía en los mismos gestos. Parecía estar chillándole, pero el bramar de las olas seguramente apagaba su voz. Le diría que no le oía, que no sabía lo que le quería decir. De todas maneras, su madre enseguida se distrajo con su hermanita, que se había manchado el vestido. Siempre había que estar pendiente de aquella niña insoportable. En cambio, él no podía ni quejarse de algo, porque en seguida le decían, que qué mal se estaba portando, que qué mal ejemplo para la niña, que le estaba fastidiando todo el rato… ¡Jo! Algún día, se iría de allí, de esa maldita casa y dejaría a toda la familia. Se iría para siempre. Se sentía perfectamente capaz de subir a un tren sin que le vieran y empezar a viajar. Ir a otra ciudad; dormir en la estación, o en una iglesia, escondido en un confesionario donde se metería cuando no le vieran… Un confesionario para toda la noche podía ser algo incómodo, pero cuando la iglesia se quedase vacía, se tumbaría en un banco. Como se escaparía de la casa con una almohada y un abrigo… Con eso era bastante. Él se dormía de cualquier manera, se dijo orgulloso de sí mismo, porque atribuía a esa capacidad suya signos de fortaleza. Se dormía hasta en el palo de un gallinero, según los mayores, pero él no había visto nunca ni el gallinero, ni su palo ese. Tenía miles de ideas para sobrevivir por su cuenta Ya verían… Cuando le echasen de menos llorarían. ¡Pues que sufrieran ellos alguna vez también! El yoyó era suyo, y no de la tonta de su hermana. Pero a él nunca le daban la razón. Querían más a su hermana, que no era más que una cría llorica que, con echar cuatro lagrimitas, ya se le consentía todo ¿verdad? Como era la niña pequeña… Y a él solo le miraban para echarle la bronca por los deberes. ¡Pues vaya vacaciones!

Mientras esto pensaba, se fijó en las huellas de sus pies sobre la arena mojada. <<Me iré de aquí y entonces llorarán. O a lo mejor les da igual. Ojalá me pudiese meter en el agua y ahogarme. Me moriría, pero así me dejarían en paz>> Y trató de caminar hacia atrás pisando sobre sus propias pisadas.

Luego volvió a caminar por la orilla, alejándose del chalé. La arena estaba limpia, lisa, inmaculada… “sin estrenar”. Eso sí que le gustaba. Como una sábana recién planchada. Los únicos rastros de seres vivos que por allí había eran una huellas en la arena: unas filas de abanicos de tres palitos: pasos de alguna gaviota, rebuscando algo comestible, inútilmente porque las conchitas que por allí había estaban todas vacías. Entonces le sobrevino un ataque de rabia tremendo al recordar cómo se había burlado de él toda su familia. Todo porque un día, paseando por la playa, él había descubierto una zona que estaba plagada de pequeñas valvas de almeja y dijo a sus papás que aquello estaba lleno de restos de paella. Todos se rieron de él porque aquello era lo que empujaba el mar y no restos de comida. Se pensaban que lo sabían todo siempre… Pero bien podía ser que las gaviotas se hubieran comido el arroz y todo lo demás excepto las conchas de las almejas, ¿no? Se creían tan listos…

Se volvió hacia atrás. Vaya, había estado andando bastante. La casa estaba lejos, ya no la veía muy bien. Una de las ventanas brillaba reflejando el sol. Forzando la vista le pareció divisar a su madre. Seguro que estaba rabiando porque él se había alejado sin lavarse los dientes. ¡Qué pesada! Ella no podía salir a buscarle y dejar sola a su hermanita y al otro llorón que estaba en la cuna. Sí… su mamá le estaba haciendo señales. Se dio media vuelta y siguió alejándose.

Cada poco, tomaba una concha, pero estaban normalmente rotas o desgastadas por los azotes de aquellas olas que tanto miedo les daban a sus papás. A él no. Él sabía nadar. Y si se cansaba de nadar, también sabía hacer la plancha. ¡De todos sus amigos de otros veranos era el que más tiempo podía resistir haciendo la plancha! Seguía buscando conchas que fueran chulas, alejándose cada vez más de su casa, y las volvía a tirar… Eran todas unas birrias.

De pronto empezó a tomar conciencia de que estaba solo. Lo notó en el ruido de las olas. Era como si de pronto alguien hubiera subido el volumen de un altavoz. El mar estaba algo agitado, claro, pero también lo estaba antes, y no había reparado en que el ruido fuese tan grande. Era por lo absorto que estaba en su enfado por las injusticias que sus papás le infligían. Miró a su alrededor. La pareja aquella que había visto antes así de pequeña, chico y chica, se habían tumbado y se estaban comiendo allí mismo. Hala, ahí estaban ellos, a lo suyo, como si no hubiera nadie. Todo el mundo le ignoraba… En ese momento una ola le alcanzó los pies. Caramba, luego le costaría un rato encontrar dónde habían caído sus chanclas. En el fondo había pensado en no volver más… pero irse descalzo… Aunque siempre podría robar un par nuevo en alguna tienda.

Se adentró en el agua hasta los tobillos. Estaba fría, pero tampoco tanto. Él era valiente. No era friolero. Había una fuerte corriente que parecía socavar la arena bajo sus pies y le hacía cosquillas. La corriente era muy fuerte, con tan solo un palmo de profundidad, las olas regresaban con fuerza. Caminó un poco más hacia adelante. Los dedos de los pies se le quedaban algo fríos, pero él se atrevía a ir más allá. Le dieron un punto por haber definido bien el horizonte en clase: es la rayita recta que separa el cielo y el mar. Muy bien, le habían dicho, un punto positivo. El horizonte era algo suyo, un tema en el que era experto. Miró hacia la pareja. Probablemente, ni le habían visto. Bastante ocupados estaban. Miró hacia la casita, a lo lejos. Le pareció ver un punto que podría ser su papá. Si era él, cuando llegase no le importaría que le viesen nadando. Miró hacia el horizonte, y le dio confianza para avanzar. Limpio, inmaculado, perfecto como la arena sin estrenar.