El año pasado por estas fechas escribí la siguiente frase:

“Este año, os deseo sentido común. Es lo que voy a pedir para mí. Con eso podremos tener todo. Paz, amor, justicia y hasta crear riqueza”.

Para mí el sentido común es lo que evita problemas y encuentra soluciones, y facilita la ecuanimidad.

Este año no sé si volver a desear lo mismo o mejor pedir algo que no sea tan difícil, como que me toque la lotería. Ha sido el año en el que más claro he visto que la falta de sentido común es galopante y que tiene una incidencia tremenda en la paz interior de las personas, en su felicidad, e incluso en sus proyectos. Nos ha faltado sabiduría, equilibrio, humildad, sensibilidad, sensatez, autenticidad, compasión, indulgencia, mano izquierda, saber contemporizar… Yo todo eso me lo perdono a mi y a los demás. Son errores y limitaciones importantes, sí. Pero somos todos tan limitados… No pasa nada.

Luego está la falta de lealtad, que es algo que llevo peor porque mancha mucho todo. Y, por último, lo peor de lo peor, para mí es la vulgaridad. La vulgaridad que a mí me preocupa no tiene relación con una mala elección de calcetines, ni con ninguna norma de comportamiento social o manual de buenas maneras. Yo no me muevo por esas memeces. Me refiero a la vulgaridad de pensar en corto. Con miopía, trivializando lo importante y exaltando lo anecdótico. Vulgar es entrar al trapo con las miserias. Retirar confianzas. Vulgar es devaluarse. Venderse barato o regalarse a la primera conveniencia sin caer en que entregamos así un mundo peor a nuestros hijos.

Yo soy el último idiota que queda. El último ingenuo que piensa que todavía puede encontrarse con gente que se mueve por criterios de honor, ética, lealtad y moralidad. Soy el Quijote, en versión humilde, sin pretensiones caballerescas. Eso no quiere decir que yo piense que soy mejor que los demás, porque luego a la hora de la verdad, soy también humano. Pero soy el último que se plantea que deberíamos ser de otra manera, cuando creo que a los demás estas ideas del Bien les produce una mezcla de condescendencia y risa floja con mirada maternal.

Sinceramente, yo soy así porque por un lado no me parece imprescindible, ni necesario, ni conveniente ser de otro modo. Creo que es generalmente torpe ser así. Es estropear cosas. La falta de continuidad nos debilita, y esa continuidad necesita confianza. Nos condenamos al paripé, a la hipocresía, al sostenimiento de relaciones falsas, meramente formales. En segundo lugar, porque hay muchas ocasiones en las que no es tan difícil hacer lo que se debe. Uno no está sometido a gravísimos dilemas morales por tener un mínimo sentido del honor personal y de la lealtad. No es para tanto. Da bien por bien, paga lo que debes, no decepciones a quien te aprecia… ¿Tan difícil es? No, no lo es. Hay algo para mí de tipo estético. Ser miserable, aunque sea un poco, es de mal gusto. Sin duda, es vulgar, como decía antes. Mucho más que los calcetines blancos, que tanto denigran algunas personas que creen que la educación tiene que ver con conjuntar colores de ropa. Fallar es de mala educación. Es de gente que queda mal, que no es solvente, porque no son de confiar. Es gente que va dejando al andar por la vida un rastro de suciedad evitable, innecesario. Yo veo suciedad en provocar en otros la desilusión, el desencanto, la burla, el chasco, el engaño, el descontento, la contrariedad, el fallo, la frustración… Al final, es gente que quita alegría al mundo y la cambia por tristeza en aquellos con los que se relacionan, como quien va a una piscina climatizada y echa agua fría y sucia, que finalmente baña a todos. Es simple falta de civilización, de educación. Es una animalidad. Nada tan primitivo y atávico como el egoísmo, esa versión chata y taruga de la ambición.

Así que, heme aquí que, aunque ando muy escaso de fe, me encuentro con que estoy por la difusión de ciertos valores cristianos, que muy pocos -cristianos y no cristianos- poseen.

Este año deseo no fallar tanto. No fallar yo. No ser patoso. Respecto a los demás… No. No pediré nada respecto a los demás. Soy una micropartícula en un océano de humanos, transitado por corrientes que me superan como la ola a la cáscara de nuez. Algunas veces, ni siquiera me importa mucho flotar o no. No voy a predicar. Mi deseo para esos otros es que lo disfruten juntos y alejados de la gente de calidad. Trataré de disfrutar yo solo de mi propio sentido de la vida, con las muy escasas personas que yo conozco que parecen poseer esa famosa madera del árbol que nunca existió.