Un día asistí en una sala de Barcelona, creo que fue en el mítico pub Ibiza, a un repertorio de chistes del no menos célebre humorista Eugeni, que por aquel entonces todavía no lo era tanto. Yo era un estudiante de primero de carrera y acudí allí con otros tres amiguetes. Yo siempre he tenido dificultad para encontrarle la gracia a los chistes. Siempre me parece que realmente la risa en los chistes se debe a algún fenómeno de autosugestión, al apoyo del alcohol, o quizás a una tendencia a seguir a aquel que primero se ríe, porque la mayoría de los chistes que he oído en mi vida son muy malos, absurdos, zafios y aptos solo para cabezas por debajo de la normalidad. Soy partidario de la sonrisa, partidario entusiasta de la sonrisa, en tanto que la carcajada, cuando se da, me parece una bendición, pero tanto tratar de provocarla continuamente me parece patético. Veo gente, como decimos en España, muerta de risa, o partida de risa, etc. Y lo que creo es que es gente que ríe tan ampulosamente porque quizá estaban a punto de llorar.

Aquel día, Eugeni no me pareció mucho mejor, y que me perdone el hombre, que ya se fue al cielo, pero vi que su personaje era un personaje que hablaba como quien va borracho, siempre con una copa y siempre fumando, continuamente fumando, dando unas caladas largas, profundas… Me parecía triste que tubiese que encontrar una imagen tan suicida. Eugeni murió joven. Mejor habría sido un bombín y un bastón, como Charlot o unas gafas redondas o algo así, menos tóxico y cancerígeno que la copa y el cigarro. Sin embargo, hubo un chiste que se me quedo grabado. Fue el chiste del hombre que disfrutaba perdiendo al póker.

—Pero ¿y ganando?

—¿Ganando? ¡Eso debe de ser la ostia!

La gente prorrumpió en una carcajada unánime, o casi, porque yo me quedé especulando respecto a qué era tan gracioso. Estaba claro, a allí la gente iba a reírse y se reían con lo que les pusieran, por eso, porque para eso habían venido. Y se iban a casa con la tarea hecha y el objetivo logrado.

Al acabar, si no recuerdo mal salimos a tomar copas acompañados de uno de los humoristas, que no podía ser más serio fuera del espectáculo, y tras haber injerido una cantidad de copas notable, me fui a casa. Estuvo bien aquella noche. No había encontrado a la estudiante de mis sueños en ninguno de los pubs visitados y, por lo tanto, no había terminado la noche con ella. Ni con la de mis sueños, ni con ninguna otra. Y al pensar sobre esto, delante de mi cama vacía, tiré de mi jersey de lana para sacármelo por la cabeza y pensé en voz alta:

—Como en el póker: ganando debe de ser tremendo —soy menos rotundo que Eugeni.

Entonces comprendí el sentido de este gran chiste de aquel gran humorista. Porque, quizás la gente que se moría de risa en la sala no lo supiera, pero en esta vida hay muchas cosas así. Qué bien lo pasamos perdiendo, o no logrando lo que deseamos. Si ganásemos… ya sería una cosa tremenda. Por ejemplo, escribir. Estoy convencido de que todos los escribidores comprenden la profundidad de este chiste tan aparentemente simple. Y es porque escribiendo lo pasamos muy bien. Disfrutamos como niños con nuestra imaginación con en el acto de masajear solitariamente una y otra vez nuestras emociones, recuerdos, deseos, sentimientos, frustraciones, pensamientos… todo lo conjuramos repetidamente hasta que la tinta brota a borbotones. Cuánto placer obtenemos en eses instantes de éxtasis, para que no paremos de repetirlo y recrearlo, durante casi toda nuestra vida, pese a que, en realidad, todo esto en general no nos lleve a nadie a ningún lado.

Generalmente no ganamos dinero. Ganado debe de ser la ostia, como diría Eugeni