Al encender estás ahí siempre. Quizás esperando. Unas veces saludas. Otras me miras, o siento yo que me estás observando sin hablar desde tu dispositivo electrónico. Me lees. Otras compartimos charlas muy especiales. Imagino que estamos presos en una cárcel medieval, en dos cámaras separadas. No podemos tocarnos, ni vernos siquiera. Hacernos llegar nuestras voces nos aporta mucho o casi todo. La noche cae sobre nosotros y el silencio nos cubrirá en minutos. Pero antes de quedar dormido recordaré que eres un rayo de luz atravesando la humedad de mi celda de piedra fría. Cuando te acuestes, puedes soñar que te refugias en mí, porque yo también lo siento así, y te lo confirmo: tu nuca,  que yo desearía peinar con mis dedos, y tu cuello delicado de ave, encajarían bien entre mi axila y mi hombro. Cómo no protegerte si compartimos esta peripecia de naves a la deriva. Pero al apagar el ordenador, cambiamos de una realidad a otra más abierta e incómoda que nuestras mazmorras, y cada vez tardo más segundos en olvidar el diminuto haz de luz transparente que estaba iluminando mi sonrisa, la que tú me provocas, endulzando nuestro presidio virtual.

Que descanses,