Un día vi a un niño robando el monedero a una señora. Me acerqué a reprenderle y extendi el dedo índice. Mientras le reñía moví amenazadoramente el dedo como si le fuera a golpear con él en la cabeza. Tanta fue la energía que puse en ello, que en una de mis advertencias, eleve el tono de voz, agité el dedo con fuerza y mi dedo se separó de la mano y se cayó al suelo.

El niño se fue corriendo y al escapar casi lo atropelló un coche. Yo me agaché y tome mi dedo y me lo quedé mirando sin entender nada. Casi no salía sangre. Daba una sensación especial tenerlo en la mano, como si fuera de otro. Me acaricié la frente con él, me lo metí un poco en la nariz y me rasqué la quijada. Finalmente lo metí en el bolsillo y me fui corriendo a casa, que estaba cerca, para llamar a urgencias.