Recuerdo perfectamente mi primer día de colegio. Yo tenía cuatro añitos, pero ya por aquel entonces, era más alto que los otros niños. No es que eso se me subiera a la cabeza pero… La verdad es que mis compañeros de clase me parecieron más infantiles que yo, que estaba interesado por las grandes corrientes culturales y sociales del siglo XX, partidas de poker y otras cosas así adecuadas para un párvulo. Sin embargo ellos querían jugar a indios y vaqueros. A mí eso, en principio me parecía bien. Pero claro, enseñaban el índice y el pulgar y eso ya decían que era una pistola. ¡Qué tontería! Y para disparar hacían un ruido con la boca ¡Y ya estaba! Si te disparaban, decían que te habían dado. Entonces te tenías que morir artísticamente. Por ejemplo, te llevabas las manos al corazón, cerrabas los ojos y decías: ¡¡¡Me muero!!!! Y te tirabas al suelo. Luego te veía llegar tu madre así de sucio y es cuando de verdad casi te mataban. Pero ¿Y si no te morías? Decías, «no me habías dado», o «me ha pasado rozando la bala por aquí debajo del brazo». Al final, siempre había un niño que se hartaba y decía: «se lo voy a decir ahora mismo a la señorita Querubina, que tú no te mueres nunca».

Así como ahora yo, lo reconozco, debería seguir en primero de carrera, porque no he madurado mucho más, en aquella época estaba «precoz». Me tenían que haber puesto con los de doce años, o no tenían que haber dejado a mis compañeros entrar en el cole tan críos. Porque, a ver. imagínate esto: «A la señorita vas: – y luego te acusaban -Señorita Querubina, «quesque» Enrique no se muere nunca». Vamos, no me fastidies. Tener que adaptarse a eso…