Lo primero que veo. La lámpara. Nada más abrir los ojos. ¡Zas! La lámpara. Ahí está, la lámpara esa. Sin piedad. El lamparón. Mira que me importa poco a mí lo que pueda colgar del techo. Como si son arañas, me da igual. Pero es que esta lámpara es como una enorme cucaracha colgando del techo. Ya sé que las que cuelgan son las arañas, no las cucarachas… Bueno, pues como una cucaracha araña. O una cucaracha gigante, como de veinte kilos, pendiendo de la telaraña de otra araña gigante. No sé qué puede parecer más raro, si un dormitorio con tanto bicho gigante o una sola cucaracha-araña… Es peor una cucaraña, suena muy repugnante… pero si son dos bichos son más. Es todo totalmente estúpido. No pienso más que estupideces.

¿Sabes? Cuando las cosas no van demasiado bien, pienso más tonterías de las corrientes, no sé por qué será. Así que motivos no me faltan para decir tonterías. Me despierto y pienso como un resacoso, como un borracho. En algún momento de mi vida tuve miedo de ser presa fácil de las drogas. No es que sea un estoico, pero ahora sé que eso no es en lo que yo voy a caer. No puedo. Como no tengo un euro… Pero si lo tuviera tampoco. Ese no es mi estilo.

Pero es que uno abre los ojos y se encuentra con esa lámpara y ya no puede salir nada bien. Luego miro los rincones donde se juntan el techo y las paredes. Dios, qué cuadros tan feos. Es mejor que cierre los ojos. Y los cierro apretando los párpados. Pero eso es una mentalidad de drogadicto. Querer dormir, querer estar atontado para no ver la cucaracha-araña que pende sobre tu cabeza.

Mi mujer compró esa lámpara en un anticuario. Mi mujer trajo la cucaraña, es la culpable de todo, la responsable de esta situación. La abeja reina llenó el panal de estos objetos retorcidos. Toda esta cantidad de cama, que parece un aeródromo vació, es por su culpa, por dejar la cama vacía. Estoy solo. Quedaré solo. Pero ahora debo ponerme de pie, sea como sea, debo levantar la cabeza. No es fácil. Una cabeza puede llegar a pesar mucho si está repleta de tonterías. Puedo asomarme al mundo. Acerco la nariz al precipicio, veamos… Desde la gran altura de mi cama, y sin separar mi maxilar de la sábana, diviso un suelo de parqué con zapatos, calcetines desperdigados… Bueno, todo es mío: mis calzoncillos están incrustados en mis pantalones y gracias a los agujeros por donde se meten las piernas, forman un ocho perfecto hecho de ropas usadas. O quizás sea el símbolo del infinito. Aunque la imagen no queda como muy edificante, lo del infinito si suena muy trascendente y espiritual o algo así, ¿no? Pues es lo que hay, y ahora sigo teniendo que levantarme. Pero… Oh, no. Oigo pisadas. Y una sombra alargada que se acerca. Lo que necesitaba. Un monstruo. Ojalá me devoré. Que me mate y ya está. La sombra se aproxima. Qué bien, voy a poder descansar en paz. La sombra está casi ya aquí, creo que veo algo oscuro asomarse a los pies de la cama. ¡Dios! Lo que me temía exactamente.

-¡Ven aquí, monstruo!

Es Rastas, mi perro. Un perro que no parece que vaya a matarme ahora mismo. Se parece al monstruo de las galletas. Va directo a olisquear mis calcetines y el símbolo del infinito.

-¡Quieto, Rastas! No me gusta que olisquees mi ropa sucia. ¡Quieto! Ven aquí.

Da media vuelta y me hace víctima de su saludo diario: tres lengüetazos en los dedos de cada pie. Un, dos, tres. Ahora el otro: uno, dos y tres. Hala. Ya ha acabado. Ahora viene hacia mí, iba a decir hacia mí, como si mi yo estuviera en mi cara en vez de en mis pies. Como si no pensase yo con ellos más que con la cabeza.

-¿Qué pasa, monstruo? ¿Quieres que te rasque?

Normalmente me muerde la manga para no hacerme daño. Pero ayer no tuve tiempo de ponerme el pijama, sufrí una crisis de sueño súbito. Me tumbé vestido y a las cinco un pie desnudó al otro hasta que cayeron al suelo mis calzados, que Rastas mira de reojo ahora. Luego me bajé el infinito completo y la camiseta la tiré por aquí… estará entre las sábanas. Tenía la boca muy seca. Hace calor seco estos días. Esta temperatura no me ayuda, no favorece que yo presente una respuesta decidida ante la lámpara que amenaza con lanzarse sobre mi cabeza.

-Qué lámpara tan fea.

Bueno, vamos al tema. Me pongo de pie.

-Rastas, no te quedes aquí comiéndote mis zapatos. Vamos, ven a la ducha.

El perro me mira y tuerce la cabeza como si quisiera enterarse mejor y traducir lo que le digo. Me habrá entendido, porque me sigue a la ducha.

Me miro en el espejo. Parezco un náufrago. Perdón. ¿Qué digo? Lo soy. Soy un náufrago.

-Lo ves, ¿no, Rastas?

El hocico de Rastas se pasea por mi pierna con ese tacto de terciopelo mojado.

Me siento en la bañera como el Pensador y Rastas apoya sus patas delanteras en mis muslos y empieza a chuparme la barba. Yo me protejo la cabeza entre los brazos.

-Rastas, me voy a convertir en uno de los personajes favoritos de mis relatos. Y lo peor es que en cierto modo me parece divertido. Pero sé que no lo es, Rastas. No he madurado,

Rastas empieza a chupar y mordisquear amistosamente mis cabellos y yo envuelvo la cabeza entre las rodillas y manos para defenderme.

-No he madurado. Es por la magia negra de los relatos. Cada historia que imagino se hace real en mí.  Debería concentrarme en escribir sobre un millonario.

Tomo a Rastas en brazos. Se resiste un poco, porque sabe lo que va después. Nos metemos juntos en la bañera y cierro la mampara para que no se escape. No le gusta nada bañarse.

-Ven, deja que te despelote.

Le quito el collar y una vez desnudos los dos abro el grifo y el comienza a aullar en cuanto le toca el agua. Gasto en él medio bote de gel. Le froto bien toda su piel de borrego oscuro. Está tiritando, no de frío, sino de terror. Cuando acabo de bañarlo, abro la mampara y salta huyendo del rincón de la tortura y empieza a frotarse contra el suelo y los muebles. Y entonces me ducho yo.

Todos los veranos paso unos días solo. Es una tradición que ya va teniendo algunos años. Dejo de afeitarme y permito que el náufrago renazca, a medida que la organización familiar desaparece. Supongo que debería parecerme dura y aburrida tanta soledad, pero ni lejanamente es así. Rastas y yo vamos a la cocina a preparar el café, la fruta y las tostadas. Ponemos algo de música o noticias mientras tanto. Después organizó una interesante reunión en mi cama. Asisten conmigo, Rastas, el recién bañado, que se tumba en la cama y comparte mi desayuno. También asiste mi pc portátil y con él un montón de personajes que van apareciendo cada uno a su hora y se instalan en el ordenador y en el aire espeso del dormitorio. Y Rastas y yo solo nos levantamos a por más café.

Recuerdo cuando te conocí. A decir verdad no recuerdo cuándo te conocí, sino más bien, cuando te reconocí. Tuvimos unas conversaciones interminables que me impidieron finalmente escribir todo lo que hubiera querido. Pero no me quejo. Valió la pena avanzar en nuestro conocimiento mutuo. Yo había escrito ya mi mejor novela, esa que solo tiene una frase:

-Es difícil luchar desde la realidad contra un huracán imaginario.

No es un microrrelato. Es una micronovela. Condensa con tremenda economía la mayor de las peripecias humanas. Mientras Rastas me chupa  los pies recién lavados, yo siento el huracán que da vueltas sobre mí, agitando al arácnido gigante sin lograr soltarlo del techo. Rastas parece entenderme, y me mira con cara de pena.

-Rastas, explícamelo tú, que todo lo sabes.

Pero entonces llegaste tú, que no tratas de ser correcta ni de dejar de serlo. Llegaste tú, y me pillaste desprevenido, con enormes ganas de hablar, ya que Rastas a veces es muy callado. Tras varios días de soledad y de sueños despierto, llegaste tú, desde el PC, con tu sonrisa de actriz de los años 50, y yo ya no paré de hablar ni de reír contigo

He tenido miedo a ser feliz y a matar al náufrago. Demasiados años tratando de sobrevivir a mi huracán. ¿Qué sería de mí si tu calmases los vientos?

Hoy sé, lo recuerdo muy bien, que por aquellos días recé por una tregua y me fue concedida. Y fue eso exactamente, solo eso. Una tregua. El náufrago vuelve con sus harapos más rotos, y su barba más desaliñada; sus pantorrillas manchadas de lodo y zozobra; su isla cada día más escasa y desierta, sacudida por más tifones; los tiburones saltan hacia la playa para dar dentelladas, no necesitan respirar, solo amenazar y mantenerme en vilo, sumido en la inquietud; y mi huracán imaginario sigue agitando las palmeras y arrasando mi endeble vivac.

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Y tú eres la única que trata de hacerme salir del barro. Sin juzgar cómo soy ni cómo debería ser. Eres el personaje imaginario más benéfico que jamás haya existido.

Rastas apoya el morro en mis pies.

-Vamos por tu collar. Daremos un paseo.