Un paseo por Marrakech me hizo cambiar mi opinión sobre el país. Marruecos no lleva años de atraso respecto a Europa.Más bien está completamente detenida en los años 40.

Los gatos están famélicos. Están tumbados a la sombra y andan lo justo. Será una raza especial de gatos esqueléticos, pero como siempre digo, existe una realidad literaria, y he encontrado que todos los gatos parecían hambrientos. Yo no sé de caballos y no distingo los galgos de los podencos, pero creo que aquí los caballos llevan de jinete a La Muerte. Solo tienen huesos y una piel raída y polvorienta, nada que ver con la imagen de los carruajes que con turistas recorren ciudades como Sevilla u otras ciudades. En Marrakech dan verdadera pena los caballos. Se ven pocos perros. Me pregunto qué les pasará. Pero yo no soy animalista por culpa de los animalistas, y en cualquier caso, la sociedad formada por los humanos me parece un poco más importante.

He visto nubes de motocicletas, sonando como nubes de moscas, conducidas como si no hubiera normas de tráfico. Se meten por la medina y atraviesan los mercadillos callejeros por zonas donde puedes extender los brazos y tocar a la vez las tiendas que hay a un lado y al otro. Todo el zoco atestado de gente y entre medias, topas con motocicletas que van tocando sin piedad el pito tanto por delante como por detrás, dicho sea sin segundas interpretaciones, tanto en una dirección como en la contraria.

Tomar un taxi es como vivir uno de esos juegos en los que vas sorteando montones de vehículos que salen de todos los lados. Generas mucha adrenalina, y es uno de los mejores pasatiempos que he vivido en Marrakech. Es como realidad virtual, pero no, no: es realidad a secas. Mientras yo he estado dentro de un taxi, milagrosamente, nadie ha sido atropellado y creo que en ese sentido probablemente haya regalado buena suerte y habré podido salvar a varias personas de magulladuras y otros daños de distinta gravedad, ya que lo lógico es que hubieran ido quedando tumbadas bajo las ruedas recalentadas y mil veces recauchutadas.. La mayoría de esos cacharros, iba a llamarles máquinas, como hacen los comentaristas de fórmula uno, tenían 50 años o más. Coches viejísimos, destartalados, cerrados algunas veces con cadenas y candados en las manivelas; padres con casco que llevan a los hijos sin ninguna protección; niños incluso de meses, llevados en moto por sus padres, una mano al manillar, otra sujetando el pecho del bebé; ancianos escuálidos llevando cargas en bicicleta que les superaban en peso y tamaño; . He visto gente sonándose en la mano; balanzas de pesar el cordero poniendo y quitando pesos. De carnes expuestas en calles que están a 40 grados, ni hablamos, porque ese tópico ya lo sabíamos; también pescado, recogido al final del día con una pinta terrible… Hemos visto unos talleres de arreglos infames. Pasteles de miel rodeados de avispas, seis o siete avispas con las patas puestas en él y el vendedor de pasteles mirándolas impasible, aquiescente, ecuánime. ¿Será la influencia zen de Oriente?

Hay que regatear para todo. «¿Que cuánto vale? ¿Cuánto quieres pagar?» «¡Con eso no gano nada!» «Vamos, señores, lleve babuchas, estas son blancas, blancas como el Madrid.» «No poder bajar precio. Esto más barato que la Mercadona en Andorra.» «Señores ¿a dónde quiere acompañar yo? Yo, guía.»

Yo guía, yo guía, yo guía… Casi todos guías.

Las mujeres que he visto son finas, algunas muy guapas.
Pero de pronto descubres que han limpiado un plato en tu presencia con un papel usado, como me ocurrió a mí en el moderno y vistoso aeropuerto, en una boulagerie muy bonita que parecía de París. Pero no.

Se percibe cierto desdén mal reprimido hacia el turista en algunas personas. Justo es decir que he encontrado gente encantadora también. Los camareros delgadillos. Algunos marroquíes son habladores, tal vez un poco cínicos, y pese a lo lejos que estamos de la costa, Marrakech «la puerta del desierto», y lo cerca de la cordillera del Atlas, hay en el ambiente ese aire del mediterráneo, esa cultura de saber entender las ironías de la vida, especialmente en esos comerciantes cincuentones.

Los policías son los más chulos. Miran con desprecio y jamás responden, ni con amabilidad ni sin ella. Tú les dices gracias y por favor y ellos no reaccionan. Te toman los papeles y cuando te los devuelven no te miran a la cara. Es como si te perdonasen algo pero estuvieran a punto de arrepentirse. Parece ser su forma de mostrar autoridad.

Hay un exceso de personal inactivo, disponible pero ocioso, en todas las tiendas, hoteles, cafés… Siempre. Eso no evita ver un bar con las mesas sin atender y los turistas marchándose por no querer esperar más para tomarse una cerveza. Las mujeres que trabajan cara al público son más educadas que muchas europeas. Menos charlatanas también que los vendedores de los zocos. Algunos tipos son un poco «maromos», pero poco en comparación con lo que podrían ser ante un entorno que a nuestros ojos es terriblemente duro. Pero los que son preguntados por una dirección y saben poco francés se muestran muy cohibidos, casi avergonzados. Tímidos y humildes, esa es la impresión que dan aquellos Marroquíes que no viven de regatear con los turistas.

Algunos diálogos suenan a absurdo:

-¿Qué es aquello de allí?
-Un terreno.
-Um. ¿Y eso otro tan vallado?
-También. Terreno.

Aman su país, como todo el mundo. Y están convencidos de la gran fortuna que es vivir allí, porque gracias a las nieves del Atlas, no les falta agua. Eso el turista no lo percibe, porque la ciudad no está precisamente llena de puntos donde adquirirla. ¡Estábamos a 41 grados! Cuántos podrían vivir solo de vender agua a los turistas. Están muy orgullosos de Marrakech también porque el aeropuerto es pequeño, pero bonito. Hay hoteles del máximo lujo, como el Mamounia, a los que van personas muy importantes, aunque mi taxista no sabe sus nombres. Allí nos tomamos un cóctel una noche perfecta y en unos jardines preciosos, con un grupo de jazz como fondo musical.

Nuestro taxista parece tener la cara prematuramente envejecida, quizás por el sol. Se le ve joven, pero está lleno de arrugas, gruesas como surcos, como aquellos viejos labradores españoles de antes. Es un chofer muy intelectual. Le pregunto por qué, si estamos en pleno Ramadán, unos negocios tienen que cerrar y otros no y se queda pensativo unos segundos y me contesta en francés sintetizando mucho la idea: «La sociedad es compleja».

-¡Coño!

Aún estaba impresionado por las palabras de este conductor tan reflexivo, cuando nos hemos metido de noche en callejuelas y vericuetos que intimidan. No ha sido por mi espíritu de explorador esta vez, sino porque te engañan y te llevan por allí. Sales del taxi y se te acerca el niño de sonrisa angelical que te dice que te lleva a tu restaurante. Crees que le harás feliz con un euro. Pronto te ves en un inframundo de callejones vacíos o llenos de personajes que dan miedo. Y el niño te pide 100 dirhams delante de un amigo suyo adulto que llega en moto justo en ese instante. Temes que vas a acabar teniendo que pagar más al niño que al taxista. Al final, con serenidad y regateando se puede salir bien y con dignidad, porque el regateo les encanta. Son buena gente. Pero es violento estar continuamente así. A la salida del restaurante, pides un taxi y descubres que a la vuelta de la esquina estaba la parada. El niño de sonrisa angelical era un tunante prometedor que de mayor bien podría hacer carrera política en España.

He notado que la gente de Marrakech, de tanto abordar turistas, saben lo que sientes y piensas. Te leen el cerebro, Conocen tus dudas y tus desconfianzas por mucho que trates de disimular. Son psicólogos de sutil olfato.

Los monumentos… Bueno… No es Europa. Nada está muy bien conservado. Mucho quiere recordar el paraíso perdido en España, pero Marrakech no tiene ni el palacio de la Aljafería de Zaragoza, ni por supuesto La Alhambra de Granada.

Con esta descripción que estoy haciendo, que puede parecer negativa, mis hijos no comprenden por qué estamos deseando volver. Yo tampoco.

Es imposible no recordar la novela de Paul Bowles, El cielo protector. Va sobre cómo acaban unos niños bonitos snobs norteamericanos, que no saben dónde se meten, quieren explorar el Marruecos profundo. La novela pasó al cine gracias a Bertolucci. Con Debra Winger y John Malkovich. Gran novela y estupenda película también.

Marruecos es así, y sigue siendo así, como un abismo al que todos se quieren asomar. Te atrae aunque sabes que podrías dar un mal paso y caer. Quizás te atraiga por eso. Es el vértigo que produce un grupo de amigos inconvenientes o una amante peligrosa.

Sí, definitivamente, Marrakech tiene algo. Yo no sabría decir qué es. Pero sí, desde luego, quiero volver a Marrakech cuanto antes y voy a hacerlo. A descifrar la mirada de los viejos y la belleza de las jóvenes. A recorrer su zoco, a tomar una cerveza mirando el atardecer en la ciudad desde los áticos de la plaza Jemaa el Fna. Quiero conocer todos los puestos, recorrer exhaustivamente los tenderetes, como si estuviera censándolos, porque cada uno parece prometer un misterio distinto, una nueva artesanía, un libro secreto, la puerta a una aventura, el acceso a una sabiduría diferente, la apertura de un periodo vital inesperado. Excita tu imaginación. La siguiente vez iré definitivamente a hacer fotos. Fotos y más fotos. Compraré a mis hijas pulseras de Fátima, y cerámica para mi mujer. Y me gustaría conocer más a las personas de allí, y superar reticencias. Quiero saber qué piensan. Si son o no tan distintos o tan parecidos a nosotros. Beber agua helada y té dulce mientras me sofoca el sol. Y recuperarme en la piscina del hotel, tampoco estará nada mal.

Marrakech atrapa. Como esa tontería que ponen los nuevos escritores sobre sus libros en Amazon. «Una novela que te enganchará desde la primera página». Eso nos ha pasado a nosotros, nada más tomar la primera bocanada de aire en llamas de Marruecos. Marrakech nos ha atrapado.

Desde aquí, pese a mi punto de vista, seguramente torpe, de clásico ciudadano occidental, mando mi total respeto y mi aprecio a la gente de Marrakech.

Hasta pronto.