Me llamo Luis Ramírez. La historia que voy a contar a continuación comenzó cuando tenía 28 años. Ocupaba un puesto importante en una multinacional española muy implantada en el Caribe. Mi mujer estaba siempre guapísima pero, por aquellos días mucho más. Embarazada de seis meses. La premamá más hermosa e ilusionada que haya habido nunca. Éramos muy felices. Las cosas nos iban bien.  Yo era joven. Mi trabajo consistía en recorrer algunos países supervisando la gestión de las sucursales de mi empresa en distintos mercados. Aquel día tomé un taxi con el que fui cruzando el amanecer de Madrid, desde mi casa hasta el aeropuerto. Allí, dos cafés solos más tarde, tomé un vuelo en dirección a Salvador de Bahía. Así solían empezar mis bien pagados periplos.

Ese era yo. Traje gris, corbata clásica, repeinado, maletín negro de Montblanc, mocasines negros perfectos, como si no se hubieran usado, poca experiencia, algo de soberbia…

No quiero que nunca los compañeros de trabajo de aquella empresa me relacionen con esta historia, así que, para no dar más pistas, solo diré que estuve realizando una labor muy satisfactoria en Salvador, donde conocí a mucha gente que me trataron de maravilla y me enseñaron el país, sin por eso dejar de trabajar con ahínco. Nueve días después, tras haber recorrido siete ciudades brasileñas, volví a Salvador para tomar otro avión y abandonar Bahía en dirección a cierto país centroamericano, con casitas bajas pintadas de colores. Y allí cometí la mayor bajeza en la que podía haber incurrido nunca.

Cené donde tenía reservada mi estancia, en el hotel más importante de aquella ciudad, que en algunos aspectos era lujoso y en otros, destartalado. Hasta ese día había mandado a mi mujer más de 20 postales, en solo nueve días. No me bastaba con mandarle un mensaje con mi teléfono o un email. Quería que viera que en todo momento pensaba en ella y me molestaba en ir buscando las postales, escribirlas y echarlas al correo. Por mucha que fuera la distancia, mi mujer y yo estábamos siempre juntos. Estaba cansado pero oí música en el lounge bar y me acerqué a mirar. Era muy grande aunque de ambiente íntimo, pero estaba medio vacío y triste, como todo el hotel. Un pianista tocaba con ese estilo característico a la vez melancólico e impersonal, adecuado en establecimientos de cinco estrellas. Me senté junto a la barra y a los pocos minutos se me acercó una mulata bien vestida, con el pelo teñido de rubio y con aire de mucho mundo. Me dijo que ella iba y venía con frecuencia a aquella ciudad pero desde Brasil. Su trabajo al parecer era en cierto modo parecido al mío, aunque yo sin saber por qué, la miraba con escepticismo. Hablaba como la típica ejecutiva, experta en vuelos y en clubs vip, que pide en la recepción del hotel la habitación que más le gusta y que le preparen el gimnasio y el SPA. Yo en principio estaba tan cansado… Sin embargo, aquella noche, la mulata me dejó unos minutos en la barra del bar y luego volvió con dos caipirinhas y dos cigarrillos. Y yo sucumbí al primer embate.

Ya en mi habitación, después del innecesario desahogo, me encontraba  muy nervioso e incómodo. Me sentía mal por haber cruzado esa raya estando mi mujer embarazada. Yo quería de verdad a mi mujer, pero en cinta aún la amaba más y si digo que la idolatraba hasta el extremo, pareceré probablemente cursi, pera será que lo soy o que lo era. Jamás debí haber traicionado a Natalia y al hijo que crecía en su vientre. No valía la pena estropear los sentimientos que compartíamos con aquella mujer que ni la conocía ni me importaba. Estaba rabioso. A punto estuve de echarle de mi cama. Por otro lado la mulata cada vez me provocaba mayor desconfianza, dado que estaba con una desconocida en un país con los mayores índices de criminalidad, y  yo era un español con apariencia de tener dinero aunque solo fuera por llevar traje y ataché.

-¿Puedo pasar toda la noche contigo, mi amor? -me preguntó.

-¿Cómo te llamas?

-María Aparecida.

Suspiré.

Si María Aparecida me hubiera pedido dinero me habría quedado más tranquilo. Actuaba como si yo le hubiera gustado, pero se daba cuenta de que yo desconfiaba de ella y sin embargo eso no parecía importarle ni ofenderle. Eso me preocupaba cada vez más. Ella quería algo concreto. Sonaban en el pasillo voces de borrachos que hablaban español pero no era posible entenderles la mitad de las palabras. Era como si estuviera en una mala pensión. Me sentía tan inseguro en aquel hotel de pasillos mal iluminados que pensé que era mejor seguir fingiendo  que estaba encantado con su compañía.

Aquella noche casi no dormí. Tan solo algunas cabezadas, pero pude seguir alerta. Sin embargo me mantuve junto  a su cuerpo suave, caliente y desnudo, abrazándola mucho, no por ser cariñoso, sino para tener que despertarme ante cualquier movimiento suyo.

A la mañana siguiente, me preguntó si quería ir con ella a ver una isla muy bonita a la que siempre iban los turistas. Podríamos quedarnos a almorzar. Precisamente salía un barco desde nuestro mismo hotel, ya que estaba junto a una playa y un pequeño embarcadero. Reflexioné un momento y pensé que mientras estuviera con gente del hotel no tenía porqué pasarme nada. En realidad… en ningún caso tenía por qué ocurrirme algo especial. Me estaba comportando como un paranoico.

Desayunamos en la cama. Ella insistía con sus muchas carantoñas que me hacían sentir culpable. Fuimos al baño. Me metí en la ducha y ella salíó hacia el dormitorio. Oí que hablaba con alguien unos segundos, pero no lo entendí debido al ruido del agua. Entonces entró de nuevo al baño envuelta con una pequeña toalla y sonriente me dijo que había llamado al servicio de habitaciones y ya estaba encargado el viaje a la isla salvaje. Se desanudó la toalla y me mostró su cuerpo como quien te destapa un regalo y se metió en la ducha conmigo.

Al salir de la habitación me tomaba la mano o la cintura como una novia pero a mí me daba mucha pena no encontrar el momento de comprar otra postal y mandársela a mi mujer.

-¿Te pasa algo, mi amor? Pareces triste.

Al llegar al embarcadero vi un yate muy viejo con dos tripulantes.

-¿No hay más pasajeros que nosotros? -pregunté.

-Aun va a tardar en salir unos minutos. Supongo que vendrán más turistas -respondió María Aparecida.

El día era de un sol estupendo. Accedí a subir a allí esperando a que vinieran más viajeros pero de ninguna manera saldría si no hubiera otras personas. No me quedaría a solas con aquella Aparecida y ese par de tripulantes malcarados. Entré en el barco con verdadera aprensión. Ella al hablar jugaba con los botones de mi camisa, y metía sus uñas con las que acariciaba mi pecho. Me dijo que la costa estaba llena de decenas de islotes, algunos minúsculos, otros más grandes, donde generalmente no vivía nadie porque eran reservas naturales. El paisaje era precioso, pero yo soy muy desconfiado. Pusieron música del país, que salía fuerte por los altavoces. Me sirvieron una bebida y María Aparecida empezó a bailar de un modo muy sensual. De pronto me di cuenta de que el barco se movía. Estuve por saltar al agua pero no lo hice. Mi corazón empezó fuerte a latir. Desde que me había acostado con aquella mulata tenía una continua sensación de peligro. María Aparecida me miraba y sonreía con picardía. Yo seguramente disimulaba mal, correspondiendo con sonrisas heladas. Entonces María Aparecida se quitó la parte de arriba de su bikini. Yo miré a los tripulantes y me dí cuenta de que a uno de ellos se le ponía mala cara. Estaba subido al techo del yate y estaba paralizado mirando la escena. La brasileña se me acercó, empezó a besarme y de pronto oí un golpe seco en el suelo del barco. Era el patrón que había saltado hacia nosotros diciendo.

-Eres demasiado zorra.

-¿Cómo te atreves? -respondió María Aparecida.

Entonces él la cogió de un brazo, la separó de mí a tirones y le dio varias bofetadas. Fui a defenderla, convencido de que el momento de peligro intuido empezaba ya, pero el otro marino me golpeó la cabeza con un hierro y caí al suelo.

Uno me levantó la cabeza para que les pudiera mirar y el otro me dijo.

-¿Cómo te sientes, Don Juan? Esta puta es mía y si está contigo es porque yo se lo ordeno.

María Aparecida se me quedó mirando riendo mientras se tocaba donde había recibido las bofetadas y dijo.

-Lo siento españolito. Es un animal. Este bruto se ha puesto celoso. Pero no te preocupes. Ya llegamos a la isla.

-¡Eso es, españolito! ¡No te preocupes! -dijo el patrón.

A partir de ahí recibí un número de patadas difícil de calcular y más de soportar. Quizá por eso creo recordar que dejé de sentirlas. No sé cómo me bajaron del barco a la isla, quizás desmayado, pero sí que recuerdo que me dejaron tirado en la arena y me vaciaron los bolsillos antes de irse.

Después dormí. Cuando me desperté dolorido y hambriento miré a mi alrededor. No había nadie. Ni María Aparecida, ni el barco, ni nada. La isla aparentemente era bastante plana. Solo se veía playa. La arena denotaba que nadie la pisaba. El sol era insoportable. Y donde acababa la arena, empezaba una frondosa selva. Me acerqué a ella hasta encontrar sombra. Allí encontré una planta de hojas gruesas que exprimí para beber y luego acabé comiéndolas. Y mientras pensaba: todo había estado preparado desde el principio. Pero yo no traía objetos de valor conmigo, salvo mis tarjetas de crédito, pero no me habían pedido las claves. Solo podía ser un secuestro. Pero por otro lado no me habían abandonado con comida. Entonces llegué a una importante conclusión: Mi muerte forma parte del plan.

Me dolía la cabeza. Y solo pensaba en Natalia. Pobre Natalia. Y mi hijo. ¿Me dejarán morir aquí?

Tuve mucho tiempo para pensar en ella, una vez que asumí que podría sobrevivir en la isla al menos unas semanas más. Había encontrado agua en las plantas, algunas hojas que aunque eran muy amargas no me sentaban mal, veía animales a los que tratar de cazar…Y sobre todo, fruta. La fruta era lo mejor y lo peor. Había una especie de aguacates con forma de melón que supuse eran especie endémica de la isla. Había muchos y pensé que podría sobrevivir bastante tiempo con agua y esas frutas. Era también lo que atraía a los pequeños roedores con los que yo aspiraba a recuperar proteinas. Pero lo malo era que también los visitaban los grupos de monos que tanto miedo me daban. Unas veces cuatro, otras cinco o siete de aquellas bestias. Eran parecidos a mandriles, perrunos, pero con la cara más grande y roja y parecían muy feroces. Cuando los veía llegar me iba corriendo al mar. Una de esas veces me persiguieron dentro del agua hasta donde las olas les cubrían. Eran cazadores en grupo. Mi mayor amenaza. Pensé que si arrancaba toda la fruta dejarían de venir hacia ese punto de la costa donde había implantado la mísera vivienda de ramajes en la que vivaqueaba por las noches. Pero quizá, si les quitase la fruta tendrían que comerme a mí. Sus colmillos eran largos, propios de un carnívoro, y su agresividad también. No podía relajarme. Antes de dormir me embadurnaba de arena mojada pensando que así sería más difícil para ellos olfatearme. Eso era algo absurdo, porque mi dieta intensiva en aquellas frutas originaba en mis tripas incómodas sorpresas. Trataba de llegar corriendo al mar para defecar allí, pero muchas veces no había tiempo. Hasta el punto de que, dado que no había humanos en aquel solitario paraje, opté por ir siempre desnudo pero limpio. Y así fue como noté pronto que la falta de hábito dificulta mucho sentirse monje y que pronto me convertiría en un ser salvaje más, como aquellos monos tan amenazantes, para poder sobrevivir allí.

No tenía nada cortante, no podía hacer fuego, nada para defenderme. Mi único refugio era el mar y no podía estar todo el tiempo allí. No encontraba nada con lo que hacer una soga. ¡Nada!

Decidí dar la vuelta a la isla. No tardaría ni tres horas, supuse, ya que naturalmente me habían quitado el reloj. Toda ella era exactamente igual. Cuando terminé de dar la vuelta completa, tenía un hambre tremendo. Vi que quedaban muy pocas frutas en la zona a la que solía acudir y decidí que tenía que buscar más árboles como aquel. Para eso debería alejarme del mar y eso me pondría en las garras de los monos. Empecé a imaginar trampas con hoyos enormes de los que no pudieran salir los monos, pero eso no era realista. Buscar grandes rocas que cayeran sobre sus cabezas, lanzas en las quedasen ensartados… Pero nada de aquello parecía factible. A lo lejos se veía otra isla. ¿Sería más fácil sobrevivir allí? No podía saber cómo de lejos estaba, si yo sería capaz de recorrer esa distancia y si encontraría tiburones por el camino.

De pronto, como a unos mil metros divisé una especie de peñón junto a la playa que no recordaba haber visto. Entonces recordé que en casi cualquier costa caribeña había ofertas de avistamiento de cetáceos. Sin dudarlo, fui hacia allí, soñando que fuera una ballena muerta o varada y que eso representase comida para mí, al menos hasta que llegasen otros animales.