Mi suegro y yo formábamos una gran pareja. No me refiero a ningún deporte, ni para jugar al mus, ni ninguna cosa así. Ni hablar de eso. Para tales actividades seríamos claramente discordantes. En realidad había una incompatibilidad, nada latente, sino bien patente y clara, aunque atenuada por la pertenencia a la familia y por el trato aceptablemente correcto que siempre ha de haber entre suegro y yerno. Pero precisamente, gracias a esta incompatibilidad, éramos una pareja perfecta… pero para la comedia. Él era un hombre enérgico, de modales recios y orientado a los detalles, empeñado siempre en marcar su territorio e imponer su criterio. Desde siempre, todo el mundo lo había visto como una persona extraordinariamente organizada, hasta para las cosas más simples. Su sentido del orden le venía tanto de su propia naturaleza mental, como de las tradiciones heredadas de sus muchos antecesores militares. Con la edad, había añadido la meticulosidad de los mayores, que por sus dificultades e inseguridades, se esfuerzan especialmente en que se observen las reglas, los horarios y en que las cosas ocupen el lugar que les corresponda.
En contrapartida, yo era un hombre alargado e inhibido, un poco cargado de espaldas. Mi timidez, a veces, me hacía parecer un bobo grande. Y otras veces me hacían parecer un bobo grande otras cosas, y no solo mi timidez. Mi manera de ser, abierto a escuchar, generaba una situación de protagonismo total por su parte en las conversaciones, ya que él era todo lo contrario. Me llamaba cariñosamente «niño», más a mí que a mis hijos, y yo me imaginaba que en realidad, pese al aprecio mutuo, despreciaba mi modo de ser despistado y que mi descuido le irritaba por dentro y que tenía que hacer esfuerzos en determinadas ocasiones para no hacérmelo notar. Él creía que sólo podía existir una única manera correcta de hacer cada cosa. Y yo pensaba que si ya se había demostrado que algo se hacía bien de un modo … ¿Qué interés podría haber en repetirlo?

Curiosamente, solíamos estar de acuerdo en todo, pero era como si llegásemos a las mismas conclusiones desde itinerarios opuestos. Por muy agradable que quisiera ser mi suegro, yo jamás me encontraba totalmente cómodo en su casa. Y es que más tarde o más temprano, mi atención se descuidaba, e infringía algún horario o norma no escrita, o algún cuidado que a él pudiera parecerle fundamental.

Aquel día, al llegar a su apartamento de la playa con toda mi familia, mis suegros me saludaron cordialmente.

-¡Hola, Marquitos! ¿Qué tal ha ido el viaje?

A los dos minutos yo fui al cuarto de baño, después del largo viaje en coche. Eché el pestillo, y pude observar que no funcionaba y que la puerta se quedaba abierta. No le di importancia ya que el baño estaba dentro de nuestro dormitorio, en realidad el de mis suegros, que siempre nos lo cedían amablemente cuando íbamos por allí. A los pocos minutos salí después de lavarme, y toda la familia, mi suegra incluida, estaban en animada charla con mi mujer de pié, al lado de la cama de matrimonio y toda la «maletada» bloqueaba el paso. Entonces mi hijo pequeño fue a meterse en aquel cuarto de baño, y no sé por qué todavía, pero vio que no se podía abrir.hqdefault
-¿Quién ha cerrado esta puerta por dentro?
Todas las miradas, incluidas las de mi mujer y mi suegro, se dirigieron hacia mí.
-¡Qué raro!- dije yo -Precisamente no pude cerrar la puerta. No entiendo lo que ha pasado. ¿Ahora no se puede abrir?
A los pocos segundos mi suegro apareció con un destornillador, en actitud de «ya que lo has hecho tú, ahora a ver cómo lo arreglas».

Tomé el destornillador y en uno instantes había desmontado la cerradura y abierto la puerta.
-Bueno, pues ya está solucionado el problema- dije.
-¡Muy bien, niño! -dijo él, ya mucho más contento.
-Pero no entiendo! Yo había entrado y no se podía cerrar…
Como tratando de reconstruir los hechos me metí en el cuarto de baño, mientras le iba diciendo a mi suegro:
-Simplemente entré, cerré la puerta -mi suegro quedó al otro lado- y luego al salir..
Y entonces di a la manivela para abrir la puerta. Pero como yo mismo la había desmontado, la puerta no se abrió. ¡Dios!
-¡Vaya!
-Niño, ¿qué pasa?. ¿No se abre la puerta?
-¡Pues no!
El silencio de mi suegro me pareció largo, pero seguramente duró solo un instante.
Noté que mi mujer se acercaba nerviosamente a la puerta del baño.
-¿Qué ha pasado?- muy alarmada llamó nerviosamente a la puerta con los nudillos, como si fuera yo que no quisiera salir -. ¡Marcos! ¡Marcos!
-Que se ha quedado encerrado- dijo mi suegro.
-¡Pues desmonta la cerradura! -le dijo a su padre.
-¡Es que ya está desmontada! ¿No lo ves? ¡Si la ha desmontado él!
Mi suegra se acercó también:
-Habrá que llamar a un cerrajero. ¡No lo vamos a dejar ahí,al pobre, en un cuarto de baño! ¡Con el hambre que tendrá!
-Pues hoy es fiesta. Uno de urgencias tendrá que ser…
-Anda, que casi no cobran…
-Papi. ¿No puedes salir?
Mis hijas mayores también se acercaron.
-Papá, ¿por qué te pones a hacer cosas con las cerraduras cuando vamos a comer?
-Va a haber que romper la puerta, porque si no, imposible.
De pronto, la puerta se abrió, gracias a que mi suegro había hurgado con sus alicates en las tripas de la cerradura.
Al abrir la puerta, allí estaba él, con una expresión en la cara, mitad de cabreo y mitad de alivio. Yo, sin poderlo evitar, rompí a reír a carcajada limpia y él solo suspiró y dijo:
-¡Menos mal!
-¿Podemos poner aquí alguna cinta adhesiva para que nadie más toque esta cerradura hasta que se arregle? – propuse entre risas

En centésimas de segundo, mi organizado suegro me dio un trozo de cinta aislante con la que fijar ese «pestillo trampa», y salió del dormitorio con la barbilla hincada en el pecho, como si fuera a embestir al primero que viera. Mi mujer me fulminó con la mirada mientras yo seguía riéndome hasta que me dijo:
-Desde luego. Acabas de llegar y ya la has montado. ¡Estarás contento! No has tardado ni cinco minutos. Eres un desastre. ¡No sé cómo te las arreglas!

-¡Ni yo!

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