Enrique Brossa

Estoy de jornada de reflexión. Con un poco de suerte mañana habré terminado, y lo dejaré todo completamente reflexionado y ya no habrá quien pueda reflexionarlo más.

Tengo un lamento callado. Como un fandanguillo mudo. Es un sentir dolor como quien quiere tomar carrerilla, para luego correr con renovado entusiasmo. Un apenarse para rectificar. Es una meditación con luto oficial y protocolo con señales de duelo. Pero yo no tengo banderas que mostrar a media asta.

He dejado a media nariz mis gafas, la persiana a la mitad de su altura, la toalla de mi lavabo descolgada, y así también mi tupé. Hasta los calcetines los pensaba arriar como dos pendones derrotados, hasta dejarlos muy por debajo de la media caña, enrollados en mis tobillos, pero he rectificado a tiempo, ya que leí hace años que los calcetines lo dicen todo de un hombre, y que si alguien los lleva medio caídos y arrugados la gente, tienden a pensar que todo en él andará de igual manera, medio caído y arrugado, así que le los he estirado hacia las pantorrillas todo lo que dan de sí.

Calcetines aparte, algunas veces, esta vez y otras, vivo una suerte de Jueves Santo particular, como cuando la Semana de Pascua no era para irse a la playa y en la radio solo ponían música sacra. Yo la paso en mi Madrid y en mi casa.

Salgo de procesión en una cofradía a la que solo pertenezco yo, y voy por el pasillo de mi casa hacia la cocina echando incienso y tocando el tambor con el ritmo de una campana que tañe a difuntos. Con eso ya tengo bastante y, claro, no puedo aguantar la vela si tengo que estar redoblando. Tendrá que ser otro palo el que la aguante. También me doy golpes de pecho, yo pecador, al mismo tiempo que machaco el parche con mi baqueta. O rasgo el cuero o parto la bellota.

Mi joven amigo y perro, T.O., me mira extrañado con una mirada de genio loco escondida entre greñas, o me sigue por el corredor, como si hiciese de cofrade también, o me observa cual si fuera la gente de la calle, o ladra y aúlla, como reclamando a Dios que le diga por qué no le concede el don de comprender mejor a los humanos. No pides tú nada…

Debo penar. Pensar y penar. Lo siento así. Pero no hay derecho a que para que yo cumpla con mi penitencia y liturgia de exaltación de mi particular crucifixión fuera de temporada, tú tengas que vivir un silencio de Viernes Santo y verte en un Via Crucis que no te corresponde. La mortificada resultas ser tú. Te estoy infligiendo un daño colateral e inmerecido.

Ruego a Dios que mañana sea otro día y que cambie el tiempo claramente. Por ti, que no tienes culpa por la que te debas mortificar. Mereces celebrar la Epifanía y recibir los regalos, y vivir otra pasión conmigo, que no sea según San Marcos.