Aquella lámpara decimonónica con lágrimas de cristal olía aún como la piel avinagrada de su difunta abuela, fallecida hacía décadas. La había traído de aquella vieja casa de la familia, pero realmente no le gustaba nada. De pronto pensó que le traería mala suerte y deseaba destruirla. Le recordaba que del polvo venimos y que en polvo nos convertiremos. Pero luego se dio cuenta de que no era esa la causa de su aprensión. No tenía nada que coleccionar de aquel piso. Ninguna herencia emocionalmente significativa. Si al menos pudiera lograr que esto no les pasase a sus hijos… Pero eso sería como dar un sentido a la vida.

A la mañana siguiente, metió la lamparita en una bolsa de plástico para abandonarla en algún cubo de basuras. Su valor económico o estético no le importaba. Si su mujer preguntase por ella, le diría que la había guardado en algún lugar,hasta que se olvidase.

Sintió miedo de tropezarse con algún vecino en el ascensor, como si cualquiera pudiera darse cuenta de que estaba a punto de tirar un recuerdo de su abuela y despreciarle por ello. Se sintió como un psicópata cometiendo su primer asesinato, y acaso iniciando una corta serie.

La metió en el coche y circuló hasta una solar en construcción, rodeado de contenedores de obra. La idea primera había sido la de abandonar allí la lámpara de la abuela. Depositarla delicadamente, sin que se estropease, de modo que alguien pudiera rescatarla. Pero junto al solar, había un terreno baldío, una profunda cuneta, y más abajo, las vías de un tren. Empezó a caminar hacia allí y al llegar al punto más alto de la cuneta, sacó la lámpara de su bolsa. Abrió la mano y la bolsa voló empujada por el viento en paralelo a las vías férreas. Después, tomó aquel artilugio de anticuario y chillando lo lanzó hacia el cielo tan alto como pudo para luego verlo chocar contra uno de los carriles de acero y desparramar sus lágrimas entre los guijarros y las traviesas.

Sintió que había matado a alguien. También que era un animal. Y un cierto mareo.

Después desanduvo torpemente hacia el coche, entre los matorrales de aquel repecho inculto. Abrió la puerta de su auto y lo puso en marcha. Pero antes de meter la primera, aquel individuo desesperado rompió a llorar inútilmente apoyando su cabeza engominada en el volante, sobre el que cayeron algunas gotas de angustia. Se sintió por un momento extrañado al escuchar sus propios sollozos, como el bebé que descubre su propia voz en la cuna, pero segundos más tarde oyó cómo se acercaba el traqueteo del tren