Cuando tenía siete años o así,  me tocó leer en clase uno de los cuentos del libro de lecturas de mi colegio. Se llamaba algo como «El Rey de la Selva» y trataba de un león en sus horas bajas. El pobre estaba viejo, se le habían caido los dientes, y muchos e los animales que antes le temían y respetaban le molestaban ahora que no podía ni correr. No sé por qué insertaron una historia tan triste en un libro de lecturas para niños. El caso es que me tocó leerlo a mí.

Yo leía muy bien, no debería decirlo pero no leía como los otros niños de la clase que silabeaban como bebés tontos. ¿Algunos todavía lo harán? Yo había aprendido a leer bien. Y creo que por eso ahora me gusta escribir. Sigo usando lo que me enseñaron. A entender las palabras, y entonar los puntos, las comas, las interrogaciones y las exclamaciones o admiraciones. A usarlos como las notas musicales, porque para mi escribir es una cuestión de oído y de musicalidad. Los signos suenan, es evidente que están para representar sonidos. Pero las ideas también guardan una secreta correspondencia con ese lenguaje natural a todos los seres vivos, singularmente a los mamíferos, que alcanza los signos, los colores, los ruidos, los pensamientos, los sentimientos… todo es una misma cosa, y esa es la razón de ser de que todos entendamos y sintamos la música sin que nos la expliquen y  que sepamos cuando un animal de otra especie llora, o amenaza.

Pero me estoy desviando. Lo que quería contar es que me tocó esa historia tan aciaga. Subí a la tarima del aula y comencé a leer. Lo hice lo mejor que pude.

Normalmente, cuando un niño acababa de leer la señorita pedía para él el aplauso de sus compañeros pero cuando yo acabé nadie aplaudió.

Levanté los ojos para ver si recibía mi merecida ración de gloria, pero todos estaban muy serios. Miré a la seño, y ella me dijo con cara de circunstancias, muy bien, siéntate. Bajé de la tarima decepcionado y al llegar a mi asiento vi que mi compañero  de pupitre y amigo (muy bajito él), Pedrito, tenía los ojos enrojecidos.

Nunca he conseguido recuperar esa relato tan desdichado,y tan inapropiado para esas páginas párvulas. Si alguien lo encontrase un día, me daría una gran sorpresa si me lo hiciera llegar.

Cada vez me doy más cuenta de que la importancia de lo que leemos en enorme. A veces creo que esa lectura me influyó en algunos aspectos durante todo el resto de mi vida. Quizás ese día aprendí compasión, lo que sería bueno, pero también algo de pesimismo. Para poder cambiar nuestro destino necesitaríamos recuperar nuestras lecturas, pero como no podemos pasar nuestra vida releyendo lo  ya leído (hay tanto por leer), nos hace falta reescribir cada día nuestros pensamientos y emociones. Porque la lectura más importante es la que hacemos de nuestra propia vida. Tengo que reescribir esa historia del león. Decirle a la gente que estuvo realmente feo que el chimpancé le tirase un coco a la cabeza cuando él se estaba muriendo y que el hurón le mordisquease los codos. Qué mal hizo el elefante de remojarle con su trompa. Todos trataron cobardemente  de humillarle. Tengo que dar altavoz a ese león indefenso, o quizás debo escribir una historia con un final mejor para los reyes agonizantes, con los que deberíamos identificarnos todos.

Escribir ordena las ideas y las emociones. Convierte nuestro bagaje inmaterial en algo tangible, organizado, concreto y te ayuda a dar a cada cosa su justa dimensión al compartirlo con otros. Escribir nos ayuda a superar historias leídas y vividas. Nos emancipamos de argumentos ya abordados cuando ponemos un punto final. Eso nos hace crecer.

Te invito a que vengas conmigo a un viaje muy especial, leyendo y escribiendo conmigo. Iremos juntos cada uno a un sitio distinto. Parece paradójico, pero  no lo es. Como si fuera una aventura de Julio Verne, yo le llamo «Viaje al centro de ti mismo»

¿Te apuntas?