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El niño empezó a correr y correr y correr… y desplegó los brazos tratando de planear. Agachó la cabeza para penetrar mejor contra el viento, y chilló, chilló, chilló como si fuera a arrancar a mordiscos las tripas de alguien, y seguía y seguía. Seguía corriendo con los brazos en alas, cada vez más veloz, con más rabia y mayor fuerza hasta que la garganta le falló, las zancadas se le agotaron. Siguió tratando de soltar unos gritos afónicos que se le ahogaban en el paladar, y su velocidad fue decayendo por el dolor de sus muslos, y su ánimo se hundió hasta precipitarse contra la tierra y poco a poco comprendió que nunca lograría echar a volar, porque Dios, caprichosamente, no le había querido conceder aquel don que tanto deseaba.

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