Jazz

Yo tendría veintidós años o así. Los normales, si se me permite introducir un comentario ilógico. Pero sí, los veintidós años son eso: los normales. Siempre, porque no se entiende que luego adquiramos más con el tiempo y nos hagamos con edades realmente extrañas que nos llenan de perplejidad porque en realidad no nos pertenecen. Pero aquel día yo tenía una edad lógica y estaba en un empeño igualmente apropiado: quería quedar con una chica que también tenía un tiempo razonable como el mío, solo que un poco inferior. He dicho que mi empeño era apropiado, y debo reconocer que lo era o no en función de la importancia que queramos otorgar al hecho de que la muchacha en cuestión era la novia de uno de mis mejores amigos.

Éramos estudiantes los tres y mi amigo y yo íbamos a la misma clase. Albert era un buen chaval, de conversación interesante, cuya amistad ojalá hubiera sabido conservar y aumentar. Yo estudiaba en Barcelona, y de padre catalán como él, pero aun reconociendo que no era el aragonés típico, tampoco me abracé nunca al cien por cien a la mentalidad barcelonesa. Decidí que ante todo barcelonés yo sería de fuera, dado que precisamente… era de fuera. Algunas veces amigos de allí me decían cosas como “pero si tú podrías pasar por catalán”. Semejante comentario que ellos decían como algo positivo me parecían inaceptables, puesto que pretendían que no serlo era pertenecer a una especie de subcategoría. Ante esas apelaciones a mi catalanización opté por demostrar que podía sentirme yo superior a ellos no siéndolo, y no teniendo en realidad ninguna vocación de superioridad en ningún aspecto. Era solo por educarles. Albert era catalán, de madre de fuera, con las contradicciones internas que ya en aquella época provocaba el obsesivo problema de identidad de algunos catalanes.

Comenzamos a quedar para estudiar juntos. Yo lo favorecía, ya que mi carrera tenía unas asignaturas que me interesaban y otras que me aburrían hasta la depresión nerviosa. Se me hacía más fácil estudiar con alguien con quien comentar y charlar de vez en cuando. Pronto empezamos a salir también de copas, pocas veces solos, otras con una chica con la que estuve saliendo y su novia. Cuando la historia con mi chica se extinguió comenzó a ser normal que quedásemos para salir los tres.

Ella tenía unos ojos de color almendra con una trasparencia especial y melancólica.

Era una chica muy culta que podía recorrer la feria del libro y no dejar de encontrar algo que explicar de cada libro. Cínicamente, yo pensé que se sentiría adecuadamente cortejada si en vez meterla en una discoteca la llevaba a un ambiente algo más cool. La llevaría a un antro de jazz. Le encantaría contárselo a sus amigas y a su madre.

 

Yo no sabía demasiado de jazz. Cierto es que presumo de tener un oído musical espléndido y yo, como es sabido, presumo también de que presumo poco. Nos sentamos en el antiguo y legendario «La cova del drac» a disfrutar por primera vez de una jam session. La palabra jam significa en inglés mermelada, pero tiene otros muchos significados, como atasco, embotellamiento, apuro, tapón… y verbos como “hacer mermelada”, interferir e improvisar. Esa acepción es la buena en este caso. Una jam session es una ocasión en la que músicos, que en ciertos casos ni se conocen, empiezan a tocar juntos e improvisar dándose paso unos a otros, haciendo relevos de sucesivos solos y también tocando todos a la vez. Parece un milagro que funcione. Yo creo que no soy nada esnob. Diré más: soy de Zaragoza. A mí lo que realmente me gustaba era el rock sinfónico de mi época. Respecto al jazz… era todo mentira. Un cuento más del rey desnudo y su traje invisible. Eso del jazz era muy aburrido y en realidad no podría gustarle a nadie. Yo había entrado allí con otros objetivos. Por tanto, me centré en la chica de mi cita, en pedir una buena copa y en paladearla. La copa. Ella parecía muy excitada por la situación, pero a mí me pareció que el local era relativamente pequeño, para tanto como había oído hablar de él. Estaba situado en el sótano del Drugstore o Drug-drac-store. En mi época ochentera la calle Tuset de Barcelona ya no era el sumun de la modernidad que había sido en tiempos. Pero bueno, tanto el barrio como el local, que había sido fundado por un conocido escritor, todavía retenían el aroma de lo que tuvo durante el inquieto final de la década de los sesenta.

Y allí estábamos, esa chica y yo. Qué habrá sido de su vida, me pregunto yo y se preguntará ella también probablemente alguna vez, quién sabe. Tuvimos que esperar un buen rato sin que la música empezase. Entre tanto, la mirada de mi amiga brillaba en la penumbra como lo hacen los ojos de los gatos y los de los jóvenes cuando sienten que el mundo se está descubriendo ante ellos. A mí no se me impresionaba con facilidad. Adopté la pose más pedante, más tipo «que tío tan interesante y encantador que soy» mientras hablaba con ella gesticulando con mi cigarrillo entre bocanada y bocanada de humo, aquel pardillo disfrazado de muy hecho. Después apagaron las luces, quedaron confusas las formas de los vasos salvo por incompletos relieves tan solo resaltados en algunos bordes por reflejos y ribetes de luz, como le ocurría al rostro de aquella chica de piel blanca y mirada observadora. Los focos del escenario destacaron sin embargo un impresionante piano de cola bien pulimentado de un acharolado y brillante color negro, junto con un contrabajo, que parecía realmente muy alto e imponente, unas trompetas y saxos de un dorado impoluto y refulgente, una batería que espejeaba en sus bruñidas piezas metálicas los focos del escenario… Casi podíamos tocarlo todo, estábamos al pie del escenario. Por un momento, hasta yo empecé a sentirme algo intimidado y aún no habían salido los músicos.

 

De pronto comenzaron a aparecer por allí un variopinto grupo de señores barbados de unos cincuenta años que se trataban entre ellos con una mezcla de desenfado juvenil y elegancia, instándose los unos a los otros a comenzar y a llevar la «voz cantante» con sus respectivos instrumentos. Finalmente se pusieron de acuerdo.

Y la música estalló. Tuve que reconocer que aquello me encantó. Hacían magia. La boca se me abrió como la de un niño atento y perdí la más remota brizna de reticencia o escepticismo. Mi vocabulario romo de jovenzuelo solo me permitía decir: qué pasada, qué pasote, qué barbaridad y otras simplezas por el estilo. Había una comunicación impresionante entre ellos. Tras un pequeño estribillo, pronto la música comenzó a deformarse y retorcerse con los recursos de cada uno relevándose para alcanzar los aplausos cada vez más sonoros del público. Daban vueltas a la melodía de un modo obsesivo pero no monótono. Sería la copa, sería el perfil de mi impresionada amiga, pero fue también jazz. Mis ojos empezaron por fin a brillar como los suyos. Comprendí que ella ya sabía de jazz y por eso su mirada ya estaba así antes de empezar. Yo había reeditado un clásico. El del ignorante que, por serlo, se había sentido sobrecargado de autosuficiencia. La miré y la reconocí como culta y también sensible. Entonces la besé. La besé y yo ya lo tenía todo. No necesitaba nada más. Aquello era la cima del mundo. La copa, el cigarro, su primer beso y aquella música desparramandose por las columnas de la Cova del Drac. ¡Todo! Quise lanzarme y salir a cantar y a gritar con aquellos extranjeros, con los que de pronto me sentía tan unido. Soñé despierto que aquellos tipos, que sonreían como los chimpancés, acomodaban su música para realzar mejor mi voz, que era simplemente la idónea para soul and jazz, hasta que tomaba a mi chica de la mano y la sentaba al piano tras precipitar al pianista al suelo y juntos hacíamos una interpretación libre del tema a cuatro manos, mientras nos besábamos cada vez que podíamos, pero siempre sin dejar de cosquillear sobre el teclado. En realidad, aunque ella era efectivamente pianista y abogado de ventipocos, yo, diletante sempiterno, había colgado la carrera de piano a los catorce, no sé si en tercero de solfeo. Les escuchaba deformar las melodías de modo imprevisible y los otros lograban acomodarse. Entonces todos se mostraban muy alegres sus dentaduras de simio y se regalaban el gesto del pulgar hacia arriba si sus instrumentos musicales concedían un segundo de tregua a dichos dedos. Dios, cómo me habría gustado ser un viejo lobo del mar del jazz y morir sobre mi saxo o mi piano, con una mano muy fría por estar sujetando un whisky on the rocks. Aquella noche le hice el amor a aquella buena chica en una pensión barata situada en una bocacalle de las ramblas. Lo hice con toda la fuerza del saxo, el clarinete, los timbales y el piano de cola retumbando en mi cerebro, poseído por algo que era más que pasión, más que energía, más que percusión, más que fuerza. Más que certeza. Era un poder adquirido en un mundo nuevo, entonces desconocido para mí, y yo que mitifico muy poco, creo que allí, en aquella pensión sucia iluminada por una bombilla incandescente de aquellas de 40 watios, sucedió algo excepcional, continuación de lo que había sucedido en La cova del drac.

No salí a cantar, evidentemente, y a gritar tampoco, en aquel antro, pequeña catedral catalana del esnobismo del jazz. Hablo de esnobismo todo el tiempo porque creo que el jazz no es para cualquiera y entonces tenía un predicamento falso, pero yo alcancé con todas aquellas impresiones un mareíllo lúcido, y pude comprobar algo que me valió de mucho. Comprendí que una nota no es equivocada nunca dependiendo de sí misma. Solo lo es si la siguiente no la integra. Del mismo modo una línea en un dibujo no es equivocada si las siguientes la asumen como base. Si no la cuestionan. De pronto el contrabajo no tañe lo que en su día era la melodía, pero si ese mismo músico y todos los demás tienen la intuición para seguir interpretando, no disimulando, sino desviándose por donde va esa tecla, o cuerda o lo que sea, surge algo distinto que tiene un valor especial, por ser nuevo, irrepetible, extraordinario y ejecutado entre varios que han mantenido una conversación de relatos individuales que guardan algún sentido juntos. Y precisamente eso es Desafíos Literarios. Un montón de artistas normales y extraordinarios a la vez. Cuando uno tal explora los demás siguen tocando, porque saben reconocer en cada gesto la potencialidad de un nuevo camino, acaso el descubrimiento fortuito o no de una nueva penicilina, de otra genialidad individual y colectiva. Es inevitable que de vez en cuando alguien toque de modo imprevisto, y no siempre lograremos rápidamente convertir nuestras limitaciones en excelencias, pero, por Dios, mientras aprendemos a descubrir nuevos acordes, hay que ver la corriente de comunicación y energía que nos electriza y nos une. Hay más vida en un rato de nuestras jam session de escribidores que en meses enteros de existencia. Es vida concentrada; es sentir, sentir fuerte. Ese seguir integrando, improvisando sobre los trazos caprichosos de los otros. Esto me recuerda una hermosa palabra: incondicional.

No importan las equivocaciones ni los baches, porque vamos a seguir disfrutando y tocando; no importan ni los desencuentros y además no los vamos a corregir. Al contrario, los vamos a integrar, con esa simpatía franca y ese respeto y admiración mutua con que se obsequian entre sí los que tenemos corazón de escribidores o los que alegremente se muestran las dentaduras, desarmados y simples de tanta felicidad, desbordantes de música, porque sienten en sus cuerpos la magia del jazz.

¿No?

Ah, vale.