He perdido unas gafas. Las de lejos. Las que menos necesitaba. Por eso las usaba poco y no he notado en qué momento han dejado de ser mías. Pero ahora las echo de menos. Tengo la vista cansada. Mi presbicia me está afectando ya a todas las distancias. En todos los sitios. Con cualquier luz. Siempre había mirado de lejos. El cielo, el mar, las montañas, el porvenir… Ahora llevo quince días mirando el mundo de cerca. Con las gafas de cerca sigo teniendo los ojos fatigados como casi todo lo demás. Tengo que forzar la mirada y apretar las cejas para ver mejor. Una profunda arruga separa los lados de mi frente como la grieta en un melón roto. Es de tanto marcar el gesto para poder ver lo que anda próximo a mi cara. Parezco enfadado. Y un gesto amargado va desde los lados de mi nariz a las comisuras de mis labios. Es por el asco de mirar lo que suelo encontrar forzando la vista. Letras de pulga. Números mezquinos. Pequeños insectos con diminutas patas delgadas y estilizadas en su minúscula proporción, como los zancos con los que desfilarían las estrellas del circo de las arañas. Patitas picudas y repulsivas. No son una amenaza si no sueñas pesadillas con ellas. De lejos todo parece limpio y azul. Pero si te fijas, descubrirás que el mundo es mucho más ocre y viscoso de lo que se aprecia a simple vista.

Dios ha empezado conmigo. Me ha quitado las antiparras de lejos. Sé que mis lentes valen para cualquier distancia. Pero te digo que no, que ya solo puedo mirar de cerca.

Querría un café con hielo y un cigarrillo y, recuperados mis primeros anteojos, mirar hacia las montañas, o al horizonte, o al mar, o al cielo. Hacia enclaves remotos; puntos indeterminados. Pero no puedo. Ahora estoy ensuciándome los dedos en una inmediatez más pringosa y adhesiva. Me convertiré en un ser de ínfimo tamaño y allí quedaré atrapado sin llegar nunca a poder separar todos mis pares de patas de esa untosa realidad por la que últimamente transito.imagen_de_un_perro_con_lentes-800x600