Para el hombre de la bolsa de galletas nada tenía tanta lógica como sentarse a mirar en vez de actuar. Hacerse a un lado antes que mostrar afanes, en aquel mundo sin sentido. Unos pajaros comenzaron a aproximarse tímidamente atraídos por la expectativa de poder hacerse con alguna migaja de sus pastas. Él los miró. Frágiles, graciosos, inocuos y vivos. Se fijó especialmente en uno que se acercaba dando pequeños saltitos muy cómicos. Estas cosas y el suave calor del sol en el parque durante un instante le generaron dudas y estuvo a punto de apostatar de su fe catastrofista. Pero tampoco. ¿Qué significado podría tener un gorrión en el contexto de la cruda realidad? Aquel pajarito era como una licencia poética, en una parodia infinita, un capricho más del absurdo existencial. El mundo es solo una mentira, un escenario en el que todos somos a la vez personaje y atrezo de un drama inacabable. Es la vida que se imita a sí misma.