Tiene que llegar, tiene que llegar. Hace falta que suceda ya. Mi estado de ánimo era mezcla de insensata indolencia y nerviosismo. No lograba centrarme en una única emoción que me sirviera para encarar el periodo que se me estaba abriendo. Pensó que eso vendría poco a poco, pero ¿por qué poco a poco? Necesitaba reaccionar ya.
Pensé en golpearme para empezar a sentir algo agudo que me inclinase a la acción. Quizá pincharme, pellizcarme. La idea era bien tonta y pensar en ella me producía mayor indolencia. No tenía ganas, ni de sufrir, ni de llorar, ni lograba alterarme. Quizá fumando, pensé, me concentre mejor y me encuentre ante la verdadera dimensión del peligro que se avecina. Lo cierto es que acabado el cigarrillo, me encontraba igual, solo que algo mareado. Pasear sería peor. Debería salir de ese estado de ánimo. ¿Cómo podría yo… ? Saqué un segundo cigarro y me lo llevé a la boca sin encenderlo. Miré por el ventanal. ¿Y si bebiera? Entonces fue cuando sonó el teléfono. Me volví escéptico a cogerlo sin demasiadas prisas, pero en seguida colgaron. Sabía que esa llamada no me iba a rescatar.
¡Rescatar! Acababa de hacer un gran descubrimiento. Lo que estaba haciendo era esperar un rescate. Algo que me sirviese de estímulo o de punto de partida. ¿Qué será lo que estoy esperando que no se encuentra dentro sino fuera de mí?
¿Sentir más miedo para combatir la apatía? Bastante era ya la situación que poco a poco se me acercaba. ¿Para qué necesitaba tener más miedo? Me encendí por fin el cigarrillo, algo deteriorado de mantenerlo en los labios. Y tras la primera bocanada de humo patinando sobre el cristal de la ventana recordé la relación entre los fluidos y las superficies lisas, que en vez de rebotar resbalan, cosa que no venía a cuento, me dije: ¿Y si todo esto me diera igual, qué pasaría? ¿Si, aunque sé que me debería importar, sucede que no me importa, por mucho que me empeñe, no me importa… qué puedo hacer? ¿Qué debo hacer?
Pero sí que me importaba.
Centrarme en una única emoción. Debo experimentar una sola emoción.
Allí abajo estaba mi hijo, jugando con su patinete en la calle. Al verle jugar, arrugué la nariz, me froté la frente y las cejas, cerré los párpados con fuerza. Probaré a rezar, aunque no pueda tampoco, pero trataré de rezar. Abrí la ventana para tirar el cigarrillo. Nuevos cigarrillos se encendieron y se agotarón. El alfeizar le quedaba por debajo de la altura de mi cinturón. Noté que estaba mareado por fumar tanto y tan rápido. Sentí vértigo. Y así me quedé un buen rato, hasta que mi hijo dobló la esquina. Entonces me sujeté a la puerta de la ventana y después me senté en el suelo. Me quedé de nuevo impasible mirando las rayas del parquet.
Al cabo de unos minutos suspiré, me puse en pie, tomé el abrigo y salí hacia la iglesia, tratando de que no me viera mi hijo. Al llegar a la parroquia me sentí expuesto al juicio de los vecinos. ¿Qué hará este hombre allí un día como hoy, a estas horas, entrando solo a la iglesia? Si casi nunca acompaña a su familia a la misa dominical.
Primero atravesé el atrio hasta alcanzar el vestíbulo, con sus carteles junto a la entrada. “Dios está contigo”, decía uno. En otro leí: “Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias.”—Filipenses 4:6 (RVR 60)
La luz se terminó de atenuar hasta un grado de mayor recogimiento cuando atravesé la puerta abierta y alcancé la pila de agua bendita. Me hacía ilusión desde pequeño mojarme los dedos y santiguarme con ella, pero en estos tiempos de gripe aviar, quién sabe qué enfermedades podría contraer. Con pena me quedé mirando la pila y su agua decidido a no tocarla, dada la cantidad de dedos y uñas sucias que sin duda se abrían mojado allí. Acababa de entrar y ya surgían las primeras reticencias… En el fondo, la cuestión era otra. Yo era un cristiano ateo. Y todo lo que tuviera algo que ver con mi religión, cualquier pensamiento o elección, sería necesariamente contradictorio y objeto de dudas y reflexiones. Frente a mí, que permanecía retraído y de pié, se divisaban las espaldas encorvadas de media docena escasa de ancianos esparcidos por el conjunto de los bancos del templo. Dudé si parar o irme, si apoyarme en la pared o buscar un lugar en el que sentarme. Si hacer como si tuviera fe, o como si en realidad no necesitase rezar. Y mientras esto hacía, el Señor, Nuestro Señor, en una estatua fruto de la modernidad de los años sesenta, ay, ay, aquella modernidad de los años sesenta, vió claro que muchas de mis contradicciones eran fruto de aquellos años de cambio ideológico. Los sesenta impulsaron la inmadurez de varias generaciones, las que vivieron la década y las posteriores. Ese Cristo raro… tiene en realidad el mismo problema que yo, me dije. Está influenciado por los sesenta. Allí estaba Él: de color bronce, miraba como diciendo, vienes aquí a que te oiga pensar en todas las tonterías que se te vienen ocurriendo. En todas menos en mí. ¿Para esto sufrí yo la Pasión? Haz que te crucifiquen… para esto. ¿Qué puedo hacer contigo, si es que eres una pena?
Acepté como un mensaje divino ese pensamiento que había atribuido al Hombre de la Cruz y me senté dócilmente en un banco, apoyando los codos sobre las rodillas y uniendo las manos, en una postura en la que uno puede estar rezando o viendo los toros, indistintamente. Si hiciera un gran esfuerzo por ponerme a pedir por mis problemas con mucha intensidad, acaso Dios, ese Dios en el que no creía, pudiera concederme la merced de simplificar mis dificultades. Pero sabía que no, que eso no iba a pasar, por mucha fuerza interior que quisiese imprimir a mis oraciones. Ya había probado otras veces. Por ejemplo con el billete de lotería. Allí sentado hablé en realidad conmigo mismo, de las enormes bolsas de frustración que existían en la sociedad. Un mar al que durante años había resistido como un acantilado alto y orgulloso. Luego con los años, conocí a muchos vendedores de las más variopintos bienes y servicios que le hablaban del secreto del universo, que conspira a tu favor, para cumplir con tus deseos. Toda una filosofía para vivir instalado en el fracaso. Eso es lo que nunca funcionó con la Lotería Primitiva ni con el Bonoloto. Quizá probando con otro sorteo… Le encontró la gracia a todo aquello y sonrió. Espero si existes que me comprendas, le dije al Jesús medio cubista que llenaba la pared del altar. Y seguí pensando en el mar de frustración, y en la marea alta, y en que los acantilados también se desgastan con los lametones continuos del mar. En que ya estaba temiendo porque la lucha era desigual, y que quizás acabaría frustrado, como tantos otros. Y en que no me lo podía consentir.