Se oyen los pájaros adornando el silencio de la mañana. Mas de diez tipos de trinos, píos y gorjeos transmiten una sensación de amanecer exuberante. Sueño despierto con un recuerdo recurrente una y mil veces transitado y recreado de un vergel desbocado. Estiro mi espalda y mis brazos, desnudo, como quien exhibe un despertar en el paraíso a la derecha de una cascada. La puerta de la terraza está entreabierta. Corre un aire leve, un levante suave que se despereza indeciso entre el calor y el frío. Hay una balaustrada blanca y al fondo un bosque con los olivos más altos y grandes que haya visto nunca. También pinos, eucaliptos y palmeras. Quizás por eso algunas aves insisten en un ulular tropical y colorido. Al fondo, el mar, muy cerca. No se ve, pero contagia un brillo de olas a las hojas de los árboles, y flota en el aire el pronóstico de un descubrimiento azulado, especial y profundo. Cerca del mar algo importante puede ocurrir. La yerba junto a la casa refresca la zona. Mi perro me sonríe con la lengua fuera desde un rincón más umbrío, entre el murete y el seto. Una mujer descubre un asiento perfecto para tomar el sol, deposita besos en sus manos y los lleva con los dedos al borde de su tumbona sonriendo como una niña.
 
Aún estoy contaminado por la ansiedad de Madrid, lo sé. Lo noto al sentir que ante tanta paz, querría poder leer y escribir a la vez. Las ramas de los olivos se bandean. El café me incita a ponerme en marcha. Un eco de juventud y de irrealidad va conmigo. Le doy las gracias por acompañarme. Soy el primer hombre que pisa un continente nuevo. La vida debería ser siempre asi.