Nada une tanto a dos desconocidos como la sala de espera de urgencias de pediatría de un hospital. Miras a otro padre y sabes exactamente lo que piensa él y él sabe cómo lo estás pasando tú. Nada que decir. Todo está dicho ya. Esperemos que no sea nada importante. Los dos estamos muy concentrados, como si pudiéramos cambiar los hechos con nuestros pensamientos. Quizás rezando. Enviando fuerza, cada uno a su hijo. Quizás tratando de sobornar al destino con promesas. «Si al final no pasa nada juro que haré por este crío… » ¡Lo que sea! Esos momentos en que no piensas en ti mismo, sino en otro, y si el otro es nada menos que tu hijo, deberían dejarnos suficiente huella como para, resuelto el problema, salir transformados. Como personas que han recordado qué era lo que de verdad les importaba: el amor de verdad. ¡Resulta que era eso! ImagenF4Ese momento de los padres y madres, o de hijos; ese silencio preocupado, lleno de significado, debería merecer el mayor respeto. Más aun que los fallecidos. Son seres humanos tropezándose, cara a cara, con las verdades de la vida.