fragmento

Todo lo que estoy contando ocurría en aquel año que tanto llovió en Madrid. Porque en Madrid hay años de esterilidad y de sequía. Años de vientos que arrancan las ramas y años también de aguaceros tercermundistas. Nunca nada apocalíptico. Pero es una ciudad cuajada por la inconstancia. Pocas nieves atlánticas, por mucho que nos empeñemos: solamente una vez por lustro llegan aires del norte que cubren de blanco asombro las aceras durante pocas horas, pero se diluye y se ensucia en seguida, porque nada salvo lo errático persiste en este suelo.

Volvía a casa siempre por el mismo camino. Me tocó un semáforo junto a las fuentes de Colón, de espumas blancas que a mí me parece que me tienen que salvar o lavar de algo. Sin embargo, metí el coche por Génova, que tenía un tráfico espeso y grasiento bajo el sudor frío que goteaba de la frente azul oscuro de Dios, y que se escurría indolente y turbio, pendiente abajo hacia la Plaza del Descubrimiento. Anocheció deprisa sobre mi coche, casi de golpe, por distracción mía, porque estaba mirando rodar la grasa azul marino y a mi juventud desarrimándose por la Glorieta de Alonso Martínez, y no me di cuenta de nada más. Eso es, todo tiene su explicación, porque en aquella tarde de aguas no había chicas en la terraza de la Cervecería Santa Bárbara. Es que se acuerda uno de la cervecería Santa Bárbara cuando truena y ha llovido mucho ya, hasta demasiado. Quedaba eso sí, por la zona, un cierto olor a mojado, a metro y a tres pintas y a dos dobles de gambas y a mira a ver, que siempre te estás dejando el mechero en todas partes.

Pero nada más. Sin más gente que algún transeúnte, señora con paraguas, que sortea goterones, canaleras, regachas y canalones. Vacío.

“España huele a eso… “, decía la canción.

Es posible que tenga algo de fiebre, unas décimas.

Goterones, canaleras, y regachas.

Las palabras se repiten como un estribillo:

Canaleras

goterones,

regachas.

¿Qué son las regachas?

Está lloviendo mucho ahora y la lluvia hace mucho ruido sobre el coche. Hay algunos pilotos de color ocre brillante sobre el salpicadero y luces ámbar y rojas detrás de las gotas del Santo Sudor.  Me estorba el limpiaparabrisas. Advierto que una modorra gripal se está instalando en mis brazos y piernas. Cada vez que pasa el limpiaparabrisas se me lava una idea; cada vez una sensación menos. Si lo paro, las gotas de agua van cubriendo el cristal y me siento solo como en un túnel de lavado, o como un submarinista nocturno en altamar.

Nadie arreglará el tráfico de esta ciudad.

3098310237_8c46d14a99Vuelvo a encender el limpiaparabrisas y las escobillas arrojan a un lado un montón de ideas mojadas. Subsiste la nostalgia por Anabel, pegada al cristal como una octavilla lamida por el aguacero.

Ya no era la tarde cuando llegué a mi casa. Arrimé el coche a la acera y miré la lluvia caer, recordando la noche en que nos unió el milagro. La vi, no sé por qué, con una aureola blanquecina de Santa Anabel de la Malasaña, o quizás de Virgen de Maravillas. Aureola reverberando alrededor de su cabeza, al margen del aguaviento; completa su imagen de sacro icono con una de las dos bestias que dieron calor al Divino Portal cogida por una correa, pero sin José y sin Niño Jesús; paseando indiferente su perrazo y su misterio por entre los chuzos, atravesando la cortina, andando sobre las aguas; presta a santificar y dar su bendición a los drogodependientes de la Plaza del Dos de Mayo.

Por la otra ventanilla, a mi derecha, vi al ciego en nuestro portal abriendo su negra boca al agua de lluvia y parando las gotas con sus barbas corrompidas o podridas o putrefactas, no sé como lo decía la vieja, como un pirata pechando el temporal desde la proa, pero quebrado y esquelético, como él era. Le vi arremangándose y levantando los brazos. Tal vez lavándose las pobredumbres. Tal vez pidiendo justicia, maldiciendo o rezando. O riéndose. No sé.

En ese momento se me rompió la nariz en un estruendo y casi llegué tarde con el clínex para contener mi desbordante mucosidad. Quizás fueron cien los estornudos sucesivos y cuarenta o cincuenta los pañuelos de papel en los que los fui depositando y envolviendo, junto con briznas de cerebro escupidas ora por el conducto nasal izquierdo, ora sonándome el derecho. Me pican los ojos y el paladar, me faltan las fuerzas, y entre los sesos rotos bajo mi cráneo queda escrito mil veces y entero el nombre glorioso de Anabel.

Romántica es la cosa…

He subido a mi apartamento soñando el regreso de mi mestiza, pero no he llamado al piso de Anabel, no sea que otra vez tuviese compañía. Afuera, suenan las gotas, ya más despacio. Me metería a gusto en la bañera con agua muy caliente, pero  nunca logré eliminar mis reservas respecto a su asepsia. Me quité los calcetines y pensando en el ciego, en su boca negra y en su cartón, metí a remojar un pie en el bidet y lo noté reblandecerse como el pan en las sopas de ajo. Estuve tocándome el otro pie con los dedos de la mano, casi hasta que el goteo volvió a sonar regularmente, como el tictac del reloj. No sé cuantas horas darían, no tengo ni idea.