Cuando se es como yo, la hipocresía es un tema de preocupación importante. ¿Y cómo soy yo? Claro y conciso: tengo una tara. Lo digo así de claro porque no soy hipócrita. ¿Y cuál es la tara? Pues esa. No ser hipócrita. En mi caso, no es cosa de presumir. Es que no podría serlo, aunque quisiera. Es como el que nace autista. Es diferente. No es peor, pero es diferente y tiene muchas y evidentes desventajas. Algo así es lo que me pasa a mí. Juro que no presumo de ello. Al contrario.

Cuando alguien me dice eso de: “yo es que soy muy directo”, digo, mira, me anuncia que es un cabrón, que no hay que fiarse de él, que va a ser directo para molestar si puede, y no molestará si no le interesa hacerlo. Será traidor y falso hasta rozar la delincuencia. Los que dicen ser directos no son francos, sino agresivos en la acepción peligrosa del término. Cuidado con esos que se jactan de su claridad, porque son los más tramposos. Esta frase me ha salido como una bienaventuranza al revés, pero es verdad. En cambio, yo no puedo presumir , y nunca he presumido de ser directo. Soy discreto, comedido, educado…  Nadie diría de mí que soy especialmente claro en mis manifestaciones. ¡Pero no soy hipócrita!

El otro día, entré en conversación con un grupo de gente y se pusieron a criticar a un ausente. Lo motejaban, se burlan de él y hasta de sus hijos. No es la primera vez. Le hacen el vacío. Se estaban refiriendo a un tipo que verdaderamente es un plasta de libro, de los que salen en las fotos de los libros de plastas. Este es como para salir en la tapa. Con lo buena que estaba la cena, unos pulpos riquísimos, unos chopitos… En fin, lo típico en nuestro país. Estábamos en una sala reservada, en un sótano. A puerta cerrada. Muy tranquilos y muy bien. Pero me molestó que se pusieran a criticar. Reconozco que no me relaciono con él si puedo evitarlo. Pero la conversación respecto al plasta se iba convirtiendo ya en un monográfico multiautor. Los minutos pasaban y ya estaban ridiculizando a su hija de once años, a su mujer, al chavalín… ¿Quiénes eran ellos? ¿Tan estupendos eran los que tanto criticaban como para realizar aquel linchamiento moral? Empecé a quedarme callado. Las piernas las sentía como si padeciera agujetas. También los brazos y los hombros se me pusieron rígidos. Tenía miedo de ponerme verde. Un reproche pugnaba por salir de mi garganta como una vomitina agazapada, como una náusea, que amaga, pero no se termina de arrojar. No digas nada, no digas nada, Eduardo, no digas nada ¿por qué vas a dar la nota por culpa del plasta ese? Él no haría nada por ti. Realmente es un tipo bien baboso. ¿Eres tú el Justicia o el Llanero Solitario? ¡Cállate! Pero es que no podía aguantar eso. Hay que ver la seguridad que sienten los miembros de un grupo una vez que ya se ha señalado una víctima, cuando ya hay alguien que es oficialmente el “peor”, el eslabón más débil. Pero ellos, seguían, seguían y yo los miraba callado, seguramente con ojos saltones… Se me ponen los ojos así, como pegados a la piel de los párpados, como demasiado abiertos, cuando me entra ese tipo de rabia. Tan distraído estaba que se me cayó el cuchillo al suelo. En aquella sala, como solo estaba nuestra mesa, no podía verse ningún camarero al que llamar para cambiarlo. Pero junto a la puerta había una alacena rústica, de pino, con vinajeras, servilletas de papel, cubiertos, vasos… Lo típico. Me levanté y me dirigí al mueble para reemplazar mis cubiertos por unos limpios. Pero mientras tanto, las carcajadas aumentaban burlándose de aquel hombre tan aburrido y de su familia, y de cómo le habían dado esquinazo un día en el que estaban a punto de salir todos juntos con su mujer, y las risas fueron tan grandes que una de las chicas se echó hacia atrás, como quien toma impulso para lanzar una carcajada mayor aún, y tanto era así que me impedía el paso. Yo intentaba decirle que se apartase, pero ella tenía un verdadero ataque de risa cruel y estúpida. Estas cosas, como digo, me ponen muy tenso. Ya casi podía tocar la alacena cuando vi allí un jamonero vacío, sin su jamón. Pero vi el cuchillo jamonero, largo, delgado, recto, afilado como el arco de  un violín y sin pensármelo, tomé el cuchillo y se lo puse en el cuello a la que tanto se reía.

-¡Pero qué haces, tío!

-Chicos, como lo estamos pasando tan bien lapidando a un amigo, he pensado en tocar el violín. Rosa será el violín.

-¡Eh, déjala, no seas desagradable!

-¿Sabéis que los violines tienen esas aperturas tan bonitas en la caja, a los lados de las cuerdas? Se llaman oídos en efe. Le voy a hacer las efes a Rosa en el cuello.

Todos me dijeron que dejase el cuchillo de inmediato. Pero yo sujeté la cabeza de Rosa y puse el cuchillo con el filo esta vez ya tocando sobre su delicada piel bien hidratada con pringues de mamá criticona.

-¡Deja eso, Eduardo, no tiene ninguna gracia! ¿Estás loco?

-¡Eduardo, qué desagradable! Le puedes hacer daño.

Las risas se habían cortado. Las caras estaban de pronto muy serías. Y yo empecé a notar algo raro. Latidos fuertes, un gran zumbido… Algo cosquilleaba en mis genitales. Y empecé a hablar.

-Lo que hacéis está mal. ¿Por qué os metéis tanto con esa familia de pelmazos a la que luego saludáis tan amablemente? Aunque sean pelmazos, no está bien que habléis a sus espaldas.

Todos me miraban con la boca abierta, como si estuviera loco.

-A lo mejor nosotros también somos unos aburridos, no somos perfectos nadie. Todos somos iguales.

-¡Me estás haciendo daño! -decía Rosa llorando.

-Es mejor que te estés quieta. No miréis hacia la puerta. ¡Que nadie mire a la puerta! Si alguien va hacia la puerta le cortaré el cuello.

Se lo estaban creyendo. Más que eso: ya estaban todos convencidos de que yo hablaba en serio…

-Os voy a decir algo sobre lo que no habéis pensado. Los hipócritas mueren tan fácilmente como los demás humanos. Tan fácilmente o más.

Alberto, el hermano de Rosa decía:

-Tienes razón, Eduardo. Déjala, por favor, te lo ruego.

Qué gracioso. Quería tranquilizarme. Pero yo ya estaba tranquilo y seguí con mi tema:

-Fijaos qué fácil es matar a un hipócrita.

Al rebanar aquel delicado cuello sangró desde el principio de modo abundante, sí, salió bastante, pero resbalando por el cuello. Pero de pronto, cuando el cuchillo jamonero inició su viaje de vuelta profundizando en la raja abierta, perfeccionado la  efe, era como si la sangre estuviera a gran presión y me manchó a mí, al resto de los mal llamados amigos y lo que es peor, mi plato de pulpo, los chopitos, los vasos, manteles… ¡Qué cerda, cómo ensucian los hipócritas al morir! ¡Casi más que en vida! Todo se había salpicado y no quedaba ni un rostro sin sangre. No paraban de chillar. Alberto se levantó y trató de levantar una silla, quizás para tirármela a la cabeza, pero había poco espacio entre la mesa y la pared, y no lograba sacarla de su  sitio por mucho que la zarandeaba nerviosamente, qué ridículo. Y yo dejando caer a Rosa como a un despojo que ya ahogaba sus chillidos de cochino en el día de la matanza, le di un botellazo a Alberto en la cabeza que lo dejó KO, dormidito sobre su silla que tanto le gustaba al hombre. Pese que tuve que darle con la mano izquierda, el golpe había sido uno solo pero bien eficaz. Aparte de mí, ya no quedaban en pie más que chicas en la sala. Las otras dos lloraban juntas en el otro rincón. Fuera de la sala, el bar tenía la música alta y la gente cantaba, creo que había una despedida de soltero. Me subí a la mesa y… Ya os podéis imaginar cómo acabaron aquellas, y no me tengan en cuenta que me jacte y disfrute presumiendo y me ría a carcajadas al recordarlo, pero es que les di una buena lección que, si hubieran sobrevivido, no la habrían olvidado.

Bueno, lo cierto es que éste fue un pensamiento oscuro que tuve mientras escuchaba como despellejaban con críticas a los Plómez, y no, no, tranquilos, no asesiné a mis amigos hipócritas. Sin embargo, sí que me sirvió para tomar una decisión. La de realizar un curso de relatos de psicópatas y thrillers en general en el Taller de Escritura de Enrique Brossa. Los lunes precisamente, que de por sí es un día bastante siniestro.

Solo 5 plazas disponibles:
Nuevo taller online, por videoconferencia:
“De psicópatas y otras pesadillas”.
Taller de escritura guiado por Enrique Brossa con algunos invitados.

Lunes, de 19:15 a 20:45 horas de Madrid.
Empezamos el 10 de septiembre.
85 €/mes. Primer nivel, 8 sesiones.

Además, una sesión individual GRATIS.
Pago por transferencia bancaria o PayPal.
Apúntate y solicita el número de cuenta contactando con Enrique Brossa
• por Messenger de Facebook
• o info@desafiosliterarios.com

NOTA: los de Madrid, avísenme si prefieren el taller presencial en vez de por videoconferencia. Prometo que no los mataré, aunque me critiquen un poco.  Al menos en la primera sesión. 😉