Hace falta respirar de vez en cuando. Dejar pasar el aire que va corriendo de aquí para allá dando la vuelta al mundo en rachas, que son como bandadas de aves migratorias invisibles. Podemos morder la corriente con la boca, y arrancar un trozo de atmósfera para después procesarla y mezclarla con combustible para nuestras viscosas células y escupir el resto. La naturaleza tiene un nombre inapropiado, no debería llamarse naturaleza. Decimos que algo es natural cuando nos parece puro, sencillo y como debe ser. Sin embargo, la naturaleza es extraña. Es muy extraña.

Por ejemplo, los batracios. La primera vez que siendo un niño vi un sapo me sorprendió lo mucho que se parecía a un ser humano. Sus dedos, sus patas, sus ancas, su tripa… Era una versión reducida del portero de mi casa. Ese anfibio recordaba más a nuestro conserje que ningún simio. Un hombre obeso, de ojos saltones y una gran papada. Solía permanecer largas horas sentado sobre una silla negra de madera. De vez en cuando movía la cabeza en algo que pudiera parecerse a un saludo gestual y entonces temblaba todo su pellejo colgante que le unificaba la barbilla, el cuello, el pecho y la tripa. Era un solo saco fofo de vísceras con camisa rozada y corbata de luto; como un enorme escroto vacío con gafas, cuya continuidad se adivinaba por debajo del cinturón, hasta derramarse sobre los muslos. Respiraba con dificultad y con muchos silbidos, debido a que su sistema respiratorio había sido sacrificado con tesón por fidelidad religiosa al tabaco con el que mantenía continuas citas.

Don Sapo daba miedo. El aire no le nutría lo suficiente y dejaba el tragadero abierto, como si emitiera un grito mudo. Pero él seguía suministrado humo a su enfisema pulmonar. Siempre con la boca abierta, los ojos fuera de sus orbitas, no detrás de las gafas, sino asomados por encima de estas, casi desbordando sus lentes que resbalaban por su nariz, siempre brillante como de hozar en chuletas grasientas.

Hoy me duele la cabeza.  Tengo asma. Soy grupo de riesgo para el coronavirus y he recordado a don Sapo, que ya nos dejó cuando yo era un niño todavía. Fue un día raro, como la naturaleza misma. Extraño, como es natural. Salí del ascensor y vi que su silla negra estaba vacía en la conserjería. La minúscula cabina del conserje, en aquel momento deshabitada, parecía una vitrina robada. Sobre la silla, un pequeño cojín muy aplastado, de color y antigüedad imprecisa, fue descubierto por los vecinos. Un cojín casi adherido a la silla por el mero efecto de la fuerte presión ejercida y soportada, del sudor de las posaderas y del tiempo casi infinito de una vida sin sentido. Aquel cojín, modesto, abrumado, fiel y digno como las viudas de antes, deseoso de acompañar al finado hasta el otro barrio. El presidente de la comunidad de vecinos estuvo a punto de mandar incinerar el cojín pues seguramente lo imaginó, superpoblado de microbios y miasmas, rodeado por una nube biológica de bacterias, efluvios malsanos y partículas fragantes orbitando alrededor, pero finalmente solo dio una instrucción escueta al suplente. ¡Tírelo!  No habiendo un palo cerca ni unos guantes, el presidente no habría podido tocar aquel cojín casi adherido a la silla por el mero efecto de la apabullante presión soportada, el sudor y el calor de unas posaderas y de los infinitos instantes del tiempo de otra vida sin sentido.

Don Sapo no se fue del todo hasta que su almohadilla, desproporcionadamente pequeña en comparación con el abdomen del muerto, no se mezcló en el camión de las basuras con otros desperdicios.

No sé por qué lo he recordado hoy. Quizá porque creo que me iré de este mundo como don Sapo. Con la boca abierta, con ese gesto de grito ahogado de quien no puede respirar. Pero sin la admiración ni la entrega de aquel abnegado cojín, diminuto pero heroico, que siempre soportó su carga sin rechistar.

Yo también habría deseado que alguien atenuase un poco mi contacto con la dura realidad. Nada ha amortiguado nunca mi sufrimiento. Quien ha sabido calarme, sabe que mi existencia ha sido menos mullida de lo normal. No me han faltado momentos de felicidad, ni placeres, ni éxitos, ni satisfacciones, pero en general, he atravesado tormentos que la mayoría de la gente tiene la suerte de no poderse imaginar.

Pero don Sapo, a quien Dios mantenga en su gloria, no era mi modelo a imitar. El mundo está infestado de sapos vestidos, en todos los estratos sociales y profesiones. Casi todos tus vecinos lo son. Gente que come y espera; come y espera. Y saluda con la cabeza.

Yo acepté permanecer mal sentado, porque siempre he sido un dibujante, aunque no dibuje nunca, y quien así se siente, nunca va a empastar su trasero sobre una superficie acolchada, ya que, sea cual sea el asiento, todo artista afronta con orgullo su inadaptación.

No he sabido, ni sé vivir. No sabré nunca, ni quiero, ni querré saber vivir. La naturaleza es muy extraña, está demasiado poblada de invisibles aves migratorias y de batracios con la camisa rozada. No quiero amistad con este mundo.

Yo me ahogaré también, como cualquiera: respiraré sin respirar suficiente y agonizaré hasta desaparecer. Y si la tirana realidad tuviese conciencia de sí misma, debería reconocer que, pese a mi insignificante y pasajera existencia, fui rebelde a mi modo, y que mantuve mi gesto reticente y hostil.

Y que nunca me acomodé.