Yo tenía unos once años. Las maletas estaban listas para dejar la playa y ya solo faltaban unos minutos para salir. Pero ella era muy rubita, de ojos muy azules y una sonrisa de pastel. Aquel verano me había resultado muy difícil pensar en algo que no fuese aquella niña, un poco más mayor que yo. Era… perfecta ¡Mejor  que perfecta! Estaba continuamente en mi cabeza. Así que, no podía volver a la ciudad sin despedirme de ella. En realidad no era por decir adiós. Sabía que a ella le daba igual, parecía no pensar en chicos de esa manera todavía. Era solo por verla unos segundos más.

Llevaba mi bañador, camiseta y mis chanclas. Al llegar a la arena húmeda me quité las chanclas de goma. Había una importante cuestión que arreglar. ¿Cómo926715chanclas-de-playa_src_1 me quedarían las chanclas en la mano que me hicieran parecer más interesante y más «niño mundano» y más mayor ante la rubita? No quería parecer pequeño. ¿Cómo podría sujetarlas con la mano como si fueran otra cosa? Un periódico, un maletín, una pistola láser, Algo que me diese más edad.

El tiempo ya anticipaba el otoño, Uno de esos días con poca gente en la playa, con solo algunos valientes en el agua. Yo lo tenía claro. El cielo estaba triste por mi partida y separación de la rubita hasta el año siguiente. Si mi corazón se ponía melancólico el día lo acusaba también. Lógico.

Probé a llevar una chancla en cada mano,y no quedaba bien. Luego las puse suela contra suela y las tomé por la mitad. Luego las sujeté por los talones. Luego por la parte de los dedos. Me estaba acercando ya al toldo de la rubita y aún no tenía un criterio claro que aplicar respecto a cómo presentarme y con qué posición de las chanclas. Ojalá tuviera un cigarro y llegaría fumando, como un chico malo.

La vi de pronto, la vi, la vi. Sentí un golpe de adrenalina, que yo entonces no sabía lo que era. Ella estaba jugando, a cámara lenta, a las palas con su hermana mayor. Bueno, a mí me pareció verla a cámara lenta. Desde muy pequeño he sabido tomar una decisión en un momento crítico, así que sin pensarlo dos veces, opté por sujetar las chanclas por los talones. Dije hola. Me respondieron lo mismo, hola. Dije: » Ya me voy». Pararon de inmediato de jugar y me dieron un par de besos cada una, muy sonrientes y agradables, como siempre, y con sus labios de pastel. Hasta el año que viene. Adiós. Adiós, adiós. Y ya está. Eso fue todo. La cosa debió de durar tres segundos.

Y me fui hacia casa convencido de que la posición de mis chanclas, el modo elegante, la prestancia con la que las llevaba en la mano izquierda, era algo en lo que no se habían fijado con el detenimiento que merecía la cosa, ni lo habían sabido valorar. ¡Qué mala suerte!

Comenzó a llover suavemente. Pasé por las rocas del final de la playa más larga.
Me quedé mirando a las dos hermanas… Realmente no se las veía ya. Miré la gran nube gris y el oleaje oscuro y de pronto, sentí la necesidad de hacer algo impulsivo y loco y decidí lanzar mis chanclas al mar para ver cómo el Mediterráneo las columpiaba y olvidaba, igual que las emociones que aquella niña me provocaba. Era como la canción aquella de «tiré tu pañuelo al río para mirarlo cómo se hundía», pero con mis chanclas.

Al llegar a casa mi madre me vio mojado, con los pies sucios y doloridos y me preguntó porqué había tardado tanto y cómo era que venía descalzo. Le dije que había tratado de encontrar las chanclas pero que me las habían robado. Mi madre se me quedó mirando intuyendo que algo de aquello no era cierto y ni me preguntó quién me las había robado. Mi primo estaba por allí. Había venido a ayudar, decía él. Cuando mi madre se fue a la cocina me interrogó el primo mientras yo me calzaba unas zapatillas deportivas.

-¿Te has declarado y te ha dado calabazas?
-No, hombre, no me he declarado.
-¿Y entonces?
-Entonces nada.
-¿Quién te ha quitado las chanclas?
-Nadie.
-¿Cómo que nadie?
-¡Que me dejes en paz!
-¡Eres capaz de regalarle unas chanclas usadas!
-¡Que no! ¡Déjame en paz! ¡Vete a tu casa!
-Qué mal carácter.
Me sentí en ridículo y le dije:
-Ya verás al año que viene.
-Al año que viene ¡qué!
-Ya verás.
-¿Qué veré? ¡Dímelo!
– Olvídate, tío, piérdete, lárgate ya, que eres un plasta.
-Ya sé lo que harás al año que viene- dijo mi primo riendo malvadamente.
-¿Qué haré?
-Te tendrás que comprar unas chanclas nuevas.

Los dos nos echamos a reír, aunque yo le metí una buena patada y mi primo se piró a su casa, cojeando y riéndose como yo.

Playa gris