Hay un estado que podemos llamar serenidad. Suena muy bien. Se asocia a un tipo de plenitud espiritual y sabiduría. Es eso que hay que mantener en momento de peligro. Lo que nos previene de los cambios de estado de ánimo que pueden provocarnos otras personas o factores externos. Existe otro estado parecido llamado tranquilidad, que sin embargo tiene mala prensa. Cuando lo referimos a una persona, frecuentemente lo asociamos a una cierta falta de interés, o de capacidad de reacción, como si estuviera cerca de la abulia o de la apatía. Hay un estado de alerta, que puede ser interesante, ya que implica un grado alto de atención. No obstante las personas que viven en permanente estado de alerta bordean el estrés y lo transmiten otros. En el lado opuesto están el temor y el miedo. El miedo es imprescindible para la supervivencia. No me refiero para reaccionar ante el enemigo, no. El miedo es imprescindible para la supervivencia de todos los cantamañanas que dan consejos a los demás sobre el miedo por un módico precio. Esos que te dicen, que debes vencer el miedo, que el miedo es tu enemigo, tienes que vivir sin miedo… Esos rollos baratos son toda una industria, porque aproximadamente el 50% de la población actual de los países desarrollados pretende vivir de dar consejos al otro 50% y solo se saben lo de los miedos y lo de la zona de confort. LLevan con eso unos veinte años y ya nos lo sabemos todos, pero por lo visto sigue funcionando. Por lo demás, el miedo es una sensación de peligro que te hace generar estados de alarma necesarios o útiles para superar los peligros, cuando los peligros son reales y concretos. De alarma, no de alerta. Si estos estados de alarma no son respecto a peligros concretos como un león, o una reunión de copropietarios, sino sobre algo inconcreto y continuo, como el futuro, se califica como algo patológico: estrés y ansiedad. A todos los tipos de miedo que superen un alto nivel de alarma tenemos que llamarles pánico. El pánico está al extremo de este gradiente o escala que hemos descrito. No tiene sentido hablar redundantemente de enorme pánico, en general, aunque lo digamos con frecuencia, porque si es pánico, es ya enorme. En principio, tampoco tiene sentido hablar de pánico pequeño, por el mismo motivo. Si es pánico,no es pequeño. El terror es algo que está presente en realidades y relatos presididos por expectativas inmediatas de muerte no producidas por la enfermedad sino en circunstancias difíciles de aceptar como normales, ya sea por la acción de un monstruo o de un aserradero.
Bueno. ¿Y qué? ¿A dónde quiero llegar con todo esto?
He vuelto a sentirlo. Estoy tranquilo. Estoy sereno. Pero he vuelto a oír tambores de guerra muy distantes. Siento como un pánico ligero, casi nimio, remoto. Sí, ya sé que estoy contradiciendo lo que acabo de explicar pero es lo que siento. Un pánico alejado y leve… Como el anuncio de una guerra en un territorio vecino, distante, pero que parece querer traspasar la frontera y dirigirse hacia mí. Lo presiento. El mal me acecha. El infortunio me está rastreando y sus tropas de infantería vienen despacio, a pie. Andan buscándome para cercarme antes de hacerme preso o hasta eliminarme. Creo que no es miedo, sino pánico… pero muy pequeño. Amortiguado. Un pánico más pequeño aún que el propio miedo leve. Yo estoy tan pancho, porque realmente no me pasa nada. Están perfectas mis funciones gástricas e intestinales. Acaso mi corazón ande agitado por eso, pero no lo creo: será por mis cuatro cafés diarios. Estoy muy bien. Pero lo que sí que tengo es un pánico chiquitín, de nada. Un terror del tamaño de una anchoa o menor. Como media anchoilla, o un tercio de anchoilla esmirriada. Eso no es miedo ni es nada. Pero lo oigo… Ese redoble de tambores que lleva años persiguiéndome. Creí haberme acostumbrado a él y puedo ignorarlo, ningunearlo, seguir siendo feliz no haciéndole caso, pero yo diría que ahora lo acuso más que otras veces… Precisamente ahora. Y hoy, domingo, ¿dónde encuentro yo algún charlatán de guardia que me explique cómo superar un pánico leve? Antes de que la lombriz se convierta en tiburón o en boa constrictor gigante, necesito un rearme mental y eso solo se consigue remunerando con cien euros a algún gilipollas.
Y lo trágico es saber que en el fondo, mi peculiar acúfeno de tambores y arcabuceros lejanos desaparecería si pudiera darte ese abrazo que quizás tú necesites más que yo. Si cabe.