Buenas tardes, escritores.
Como estamos en estas fechas de «Todos los Santos» os voy a relatar una historia de epitafios que me contaron hace más de 20 años.

Hace muchas décadas, cerca de un viejo cementerio de París, vivía un matrimonio compuesto por dos buenas personas. El matrimonio Martin, estaba muy unido. Se querían mucho y eso les ayudaba a soportar mejor su enorme frustración. Esta era que no lograban traer hijos al mundo que frucificasen el enorme amor que mutuamente se profesaban.

Se habían casado muy jóvenes y derrocharon todo su amor diariamente para engendrar un varón que prolongase aquella rama de los Martin. Pero por mucha semilla que juntos sembraban, nada lograba germinar. Pronto empezaron a visitar médicos pero ni ella ni él mostraban ningún problema o disfunción que justificase su infertilidad. Llegaron ambos a cumplir más de cincuenta años de edad, treinta de ellos suspirando, y decidieron por fin resignarse y vivir el uno para el otro lo que les quedaba de vida.

Un día, Virginia, la esposa, se levantó de la cama y notó un hueco en su estómago. Tomó un orinal que tenían bajo el lecho y pronto comenzó a vomitar. Los Martin, siempre silenciosos, solo se miraron a los ojos unos instantes y corrieron a contárselo al médico. Y siete meses después los Martin no cabían en sí de alegría. Cuando ya no esperaban cumplir su deseo, Dios les premiaba con un pequeño varón guapísimo, aunque de poco peso, pero eso no parecía importante. Tan eufóricos estaban, tan agradecidos a Dios por aquella bendición, que el día del bautizo sorprendieron al sacerdote.

-¿Como le ponemos?
-Magnífico -dijeron a la vez.
-¿A qué se refieren?

Llamaron al niño Magnifico Martin. Después de todo era la mejor noticia de su vida.
Creció quizás demasiado contemplado. Muchos mimos. Excesivos cuidados. Y heredó de sus padres aquel profundo romanticismo. Algunas veces el niño iba al cementerio que había cerca de la casa de sus padres y robaba una florecilla y la guardaba en un libro de poemas. Era todo emoción, todo sentimiento.

Igual que sus padres, se enamoró en seguida de una mujer buena y desmesuradamente flaca que sentía por él la mayor devoción posible en una esposa.

Aparte de su mala salud, su vida fue muy feliz. Consiguió un trabajo de administrador que le permitía pensar en su esposa mientras rellenaba los asientos contables de una hospedería cercana al cementerio.Todos los días, antes de cenar, los amantes esposos paseaban de la manita junto a las lápidas de aquel cementerio que se ponía muy bonito con el tenue sol parisiense, y esa afición les llevó cierta mañana a comprar un panteón con los pocos francos que habían logrado ahorrar.

2052488525_64ee193c5aEn adelante, igual que otros iban a ver su casa rural los domingos, los Martin iban a misa y luego pasaban orgullosos por su panteón, donde algún día descansarían juntos para siempre.

Una tarde muy primaveral, fueron a visitar su panteón vacío y Magnifique tosió. Con la pulcritud característica de los buenos contables, extrajo un pañuelito de su americana y se lo llevó a la boca antes de toser más. Al notar cierto sabor salado en su paladar, miró el pañuelo y sin decir nada, allí junto al panteón, se lo mostró con gesto grave a su flaca esposa. Había esputado sangre. Nunca más dejaría de hacerlo.

Días después, el doctor Balmain-Roissire, el buen médico de la familia de toda la vida, metía su fonendoscopio en su raído maletín de cuero y, muy serio, salía de la casa de los Martin acompañado hasta la puerta por la escuálida esposa de Magnifique Martin, que lloraba de un modo caudaloso y sin embargo, silente.

Volvió la mujer al dormitorio a acompañar al moribundo y se sentó distante en una silla como si fuera ya el velatorio. Magnifique, febril y congestionado, dio a sus toses la entonación precisa para que ella, tras veloz interpretación, se acercase, le humedeciera la frente y le tomase la mano. Fue entonces cuando él le expresó su último deseo.

Magnifique le comunicó entre carraspeos y gárgaras su eterno agradecimiento por la vida feliz que había disfrutado junto a ella y a sus sacrificados padres. Tan sólo había acusado el dolor provocado por una cosa que a él le hubiera gustado mucho poder cambiar en su existencia: su nombre. Llamarse Magnifique, siendo él tan enclenque y enfermizo, había supuesto una pesada cruz. En el colegio todos los niños se burlaban de él y en la adolescencia no se atrevía jamas a acercarse a las chicas por no pasar el mal rato de presentarse. Hasta que la conoció a ella… Y mientras su mujer lloraba intentando convencerle de que callase y ahorrase sus fuerzas para resistir las puñaladas de la enfermedad, Magnifique seguía narrando en su lecho de muerte el dolor que le había ocasionado aquel nombre tan peculiar. Y asi fue como Magnifique Martin, alentado por una fiebre altísima, le hizo prometer a su mujer que jamás perpetuaría su inoportuno nombre en una lápida. Viéndolo tan acomplejado, la escuálida mujer accedió y se lo juró llorando y lo besó apasionadamente, aunque desafiando la infección.

Magnifique falleció muy poco después.

La viuda más desconsolada de París se puso de riguroso luto y comenzó solitaria los preparativos para el entierro. No sabiendo qué poner en el epitafio si no podía grabar el nombre del fallecido, se le ocurrió hacer que tallasen la siguiente inscripción:

«Yace aquí un hombre que sólo amó a una mujer a la que fue completamente fiel durante toda su vida».

Pero el destino es inapelable por definición. Tras el entierro, la mujer se separó del finado y pudo comprobar que su marido parecía ser reconocido por todas las mujeres de París, ya que al leer que sólo había amado a una mujer y siempre le había sido fiel, sonriendo exclamaban todas entre sorprendidas e incrédulas

-Ohlalá! Cest magnifique! (¡es magnífico! )

Y la viuda comenzó una nueva llorera silenciosa, quizá por creer infiel a su santo marido o tal vez al darse cuenta de que no había podido cumplir con el último deseo de su difunto esposo de que su nombre no fuera nunca más evocado después de su muerte.