Por fin llegó Carmen. Fui a recibirla a la estación de Chamartín el viernes por la noche y la invité a cenar a un restaurante de moda. Ella estaba más guapa de lo que recordaba. ¿Te gusto con mi jersey rosa palo?, me preguntó.

Estaba guapísima, así que no hacía falta responder, sé que se reflejaban en mí su alegrón y sus latidos y que su jersey rosa palo, como ella decía, resplandecía en mi cara. Con tales estímulos, me mostré ameno y brillante. Sí, recuerdo que estuve inspirado. Me porté como un hombre de mundo seduciendo a la niña que viene a la ciudad. Parecía que siempre hubiese vivido allí, perfectamente adaptado, y no que los vecinos me estuviesen volviendo loco.

Cuando volvíamos de la cena me dijo en el coche:

– Estás más hablador pero más tranquilo. Se te ve

más maduro -e hizo un gesto suave con la mano que expresaba tranquilidad.

– Deben de ser los antibióticos que estoy tomando por lo de mi catarro. O el insomnio, yo qué sé. Todo el mundo me dice que me encuentra más maduro últimamente y hace así con la mano como tú, y en realidad estoy baldado por culpa de los medicamentos.

A ella le hizo mucho gracia que a mí los antibióticos me produjeran madurez. Dijo que le parecía genial.

– ¿Sabes lo que significa eso? -le pregunté.

Ella hizo como si se burlase de que me iba a poner filosófico, aunque en realidad yo sabía que esa era una de mis facetas que más le gustaban.

– A ver si lo adivino. Has llegado a la conclusión de que la inmadurez es como un bacilo -dijo.

– Muy graciosa. Lista -ella no dejaba de sonreír-. Bueno pues por ahí ibas bien. Creo que la inmadurez es un exceso de energías. Lo que llamamos madurez es simplemente esa pérdida de facultades.

– ¿Sexuales?

– Quizás también -sentencié.

Me acuerdo que salíamos del semáforo que está enfrente del Palacio de Oriente, cuando ella se colgó de mi cuello y chupándome la oreja me dijo:

– Bueno, pues no madures más, ¿eh? que ahora estás en tu punto…