HORÓSCOPO DE LA SEMANA PARA HOMBRES TRANQUILOS

 

Durante esta semana tu oído seguirá tan agudo como siempre. Al tomarte el güisqui del domingo por la noche, cuando los tuyos ya duerman, escucharás las pisadas producidas dos plantas más arriba.Te encanta el silencio, pero detectas sonidos imperceptibles.

Tu semana será como todas, rica y doliente.

La actividad de los desenvueltos atrapa las miradas. Quizás, de modo análogo, la gente ignora activamente o sin darse cuenta, a la gente inhibida y amortiguada como tú. Serás siempre un solitario, por necesidad y por necedad. Por placer y por desgracia. Y porque así lo habrá querido Dios.

Sin hacer nada especial, tu vida será siempre admirable por su intensidad y profundidad. Admirable para ti y para ti Nadie desearía una vida como la tuya. Mejor. ¿Para qué más? Tan solo te falta algo de diversión y de risa. Por eso no vas a dejar pasar de largo ese sueño hecho realidad, de confesiones y risas. ¡Qué le vas a hacer!

Ya casi te daba pereza disfrutar, pero se te ha concedido una armisticio, y te gustará aunque ya estés acostumbrado a vivir agachado en la trinchera.

Trata de no ser zoquete. Dale alegrías a alguien a quien importas. Sal a flote. Rompe la corteza de hielo que está cubriendo las aguas que habitas; asómate y respira. Le alegrará verte respirar.

Las fuerzas que te puedan faltar, ruégaselas a Dios. Ella, esa mujer explosiva, te las traerá de su parte.

ESCRITOR Y SOCIEDAD: LOS BODORRIOS DE LAS LAURITAS

 

El grupo. Ay, el grupo. Me gusta relacionarme con las personas de una en una. También hablar en público, porque doscientos oyentes en una conferencia se comportan en realidad como uno solo. No soy aficionado a volar en bandada El grupo nos condiciona hasta la nausea. Nos vestimos en función del grupo, consumimos según nuestro colectivo referente, nuestra conducta es muy poco nuestra, mucho menos de lo que creemos.
Quisiera no ser previsible pero todos lo somos.

Conspiro respecto a la sociedad. No acabo de ser su enemigo, pero no ceso de murmurar en su contra. No me rebelo del todo, no doy mi golpe de estado, no corto las amarras. Lo malo es que a pesar de todo, mi desconfianza hacia lo colectivo me delata. Se me nota.

Yo comprendo que debo pagar peajes. No es que me guste, claro, pero sé que en el fondo soy un afortunado y eso debe ser compensado retribuyendo a la chusma de alguna manera para que no le escueza. Hay una especie de socialismo de las identidades que pretende no ya acabar con los ricos, sino con todo vestigio de diferencias. Y no por proteger a los desvalidos sino para atacar a quienes creen que descolla injustamente. Les parece provocador que otros sean mejores o peores en algo, o simplemente distintos, aunque sea por silbar, o cocinar croquetas cuadradas. Ni siquiera precisan ser mejores. Simplemente que no sean «100% grupo» es suficiente. Les joden los listos, porque no todos lo son. Las guapas, porque les parece injusto no serlo ellas o ellos también. Los fuertes les intimidan y quieren demostrar que se atreven a darles una patada donde más duela. Los ágiles, con su ritmo, que se alejen y les dejen en paz. Los graciosos siempre quitan brillo a los demás. ¿No podrían pensar un poco en los que somos grises y ser menos divertidos? Como los interesantes, los atractivos, los originales. Los pobres, que se jodan, oye, que los demás no somos millonarios. Los voluntariosos y laboriosos no tienen comprensión y creen que todos deberíamos ser iguales. Los enamorados se creen los primeros y únicos en vivir. ¡Qué decir de las decepcionadas, los extranjeros, los motivados… Todos merecen el rechazo del grupo. Todos: expertas, atentos, despistados, desdichados, educados, felices, buenos, profundas, creativos, deseados, torpes, queridos, odiados, brutos, suaves, simpáticos, sencillos, orgullosos, claros, oscuros, discretos, tontos, asequibles, tiernos, románticos, apasionados, idealistas, ilusionados, fieles, escépticos, orgullosos, pacíficos, modestos, amistosos, animosos, deprimidos, clarividentes, ofuscados, tranquilos, sinuosos, impulsivos, informados, realistas, descreídos, ocurrentes, solitarios, vulnerables, soñadores… Por todo y por su contrario te pueden odiar. Por cualquiera de estas facetas, sobre todo por la de soñador y por ser un ingenuo, y estar con las defensas bajas, y por tres mil motivos más así, nos merecemos un escrache no basado en insultos y pancartas sino en la hipocresía apestante que llega si puede hasta las puertas de tu casa. Es el colectivismo totalitario de la falta de personalidad, que intenta coaccionarte cada día en cada momento. Te requiere para que pagues un impuesto a su administración de la vulgaridad. Una ecotasa inventada al individualismo. Pretende diezmar tu alegría con la acción coordinada de su mala fe, y del linchamiento social. Es como convocar a los espíritus con la ouija. Entre todos la van moviendo un poco con el dedo, empujando y dejando de empujar. Luego dicen que nadie la ha movido, que entre todos la matamos pero ella sola se murió. Es la cobardía. la que manda protegerse en la manada y traicionar al individuo.

Qué palabra tan interesante: individuo. En español parece algo malo. Lo usan los policías, los juristas, las autoridades y los periodistas de sucesos. «A las 23:48 del día de ayer tres individuos abrieron fuego en plena calle contra los empleados de un supermercado… » El individuo es alguien sospechoso y desprovisto de la protección que otorga una mínima descripción. De las víctimas sabemos tan poco como de los asesinos, pero los primeros son empleaados, los asesinos ni son nada, no tienen catalogación. Solo son individuos, expoliados de cualquier otro ropaje, referencia, o clasificación, hasta ser más minuciosamente estudiados y fiscalizados. Los delincuentes son siempre individuos y casi se podría decir que los individuos son delincuentes. . . Desnudos de toda cualificación subjetiva. El individuo es como un espécimen atrapado en la platina del microscopio, bajo la mirada fría del entomólogo. Se le ve pequeño, insignificante, pero al mismo tiempo capta toda la atención del gran ojo escrutador que todo lo mira de modo invasivo, al otro lado del tubo del microscopio, detrás de la lente. El grupo quiere gobernarte y que tú seas su escudero. Debes delatar al individuo. ¿Por qué deberíamos tolerar que alguien sea distinto? Yo le llamo socialismo ya que pretende repartir la riqueza humana individual y arrebatar, no el oro, sino el aura de los que la tienen. Acabar con las distintas clases de personas, que no haya humanos de distintos estilos. Pero no tiene nada que ver con ser socialista, sino con ser rastrero. No es el estado el opresor, sino la mentalidad pobre, cobarde, servil, falsa e hipócrita de cada persona. El grupo es por definición anti filantrópico, aunque se proponga remediar a los marginados, porque el propio concepto de marginación necesariamente hace referencia al grupo, igual que palabras como suburbio o extrarradio no tienen sentido sin la idea de ciudad . Se cimenta en el cálculo de conveniencias personales, el interés disimulado, cobarde e innoble de sus miembros. Resistir al grupo hace que los hombres fracasen o que se conviertan en grandes. Debes medir tus fuerzas, como el escalador ante la montaña, o te vas a autodestruir. El poder es siempre el poder del grupo o el poder de quien maneja el grupo. En cuanto queremos dañar a alguien, tratamos de enfrentarlo al grupo, lo denigramos ante los miembros del grupo. El cotilleo es una actividad neurótica de adoración al grupo y de desprecio a los individuos. La sociedad fomenta la mediocridad y disuade de la veleidad de cualquier posición alternativa personal. Hay un nazismo solapado en las mamás que van a buscar al niño al colegio; en los compañeros de oficina; está soterrado en el resentimiento del conserje, la frustración del peluquero y en la soberbia de la esposa del banquero; en el empresario, el sindicalista, y en el redactor jefe. La coacción es social pero el recelo está en las vísceras de cada persona. Es el origen de la eterna trama cainita que mueve la historia. En cuanto Adán y Eva tuvieron hijos nació el primer Caín.

La mente del escritor es un caleidoscopio. Por si las nuevas generaciones se hubieran olvidado de esta palabra, recordaré que es un tubo con dos o tres espejos inclinados y cristales de colores en su interior, dispuestos de tal manera que si se mueve el tubo y se mira en su interior por uno de sus extremos, se pueden ver distintas figuras geométricas simétricas. El escritor debe estar pendiente de su propia mente. Unas veces debe tratar de no mover su caleidoscopio para que nada se altere y pueda mantener un tono, una voz, una escena imaginada que se le representa vívida en un momento dado. Otras veces se trata de ir moviendo el caleidoscopio suave o bruscamente. Necesitas soledad. La vida social te distrae, no puedes ir a la boda de Laurita y Felix y llevarte el caleidoscopio, porque ése seria un comportamiento inadmisible. Hay que mantener las relaciones personales humanamente enriquecedoras y evitar compromisos sin significado personal. Esa es la relación entre el escritor y la vida social. Esta siempre trata de hacer pasar por el aro al escritor. Su mundo imaginario es infinitamente más rico que las bodas de las Lauritas y de no ser así, sería absurdo seguir escribiendo. A partir de ahí es inevitable que el grupo, la sociedad, te vuelva la espalda. Tu desinterés lo percibirá la madre de Aurorita y el hermano de Laurita, las primas, el padre, pronto renegará de ti todo el círculo de Laurita. Además de tu desinterés, que es real, te atribuirán rareza, inmadurez, soberbia y falta de conexión con la realidad y comprenderás que habría sido mejor para ti no haberlos conocido jamás o tener una vocación… una personalidad, menos antisocial. Vas a ser víctima de la eterna pregunta: ¿Quién te crees que eres? Tú mismo acabarás preguntándotelo. Con suerte, hallarás la respuesta: tú eres tú y tienes todo el deber y el derecho de serlo, aunque implique pagar más peajes y afrontar consecuencias.

Un escritor, como cualquier otro artista, es alguien distinto. Puedes dibujar bien y no ser un artista. Puedes redactar bien y de nuevo, no ser un artista. Ser escritor requiere mostrar una visión subjetiva, y diferencial del mundo y no ser el que puede presumir de tener más conocidos ni mayor éxito social. Tu juegas en otra liga. Escribiendo bien demostrarás conocer las técnicas: el oficio de escritor. Pero en realidad ser escritor no es un oficio. Desconfía de todos los escritores que dicen que escribir es un trabajo como otro cualquiera. Saben que mienten. Con su falsa modestia se disfrazan de desmitificadores. Son ellos los verdaderos pedantes Escribir es un trabajo, sí. Y mucho más. El síntoma del verdadero artista es presentar un cierto grado de falta de integración social, de inadaptación. Si estuvieras en el mundo feliz, el arte sería innecesario. Un gran escritor es un excelente inadaptado no un miembro del grupo, no un gregario del pelotón. El homenaje de la sociedad a los artistas es de las manifestaciones más cínicas que existen. La sociedad rinde pleitesía a los artistas cuando por fin están muertos, después de haberlos detestado y marginado como seres humanos. Remarcan su nacionalidad y lo convierten en símbolo de todo un país, que en realidad recelaba de él. En vida si tienen éxito acaso lo han convertido en bandera o han sabido no tomarse en serio ni a ellos mismos ni a la sociedad. El escritor es impulsivo. A la mierda, decía Fernando Fernán Gómez. Yo he venido a hablar de mi libro, decía Umbral. El autor no se anda con paripés. Por eso, muchos artistas, camino de llegar a serlo, optan acertadamente por marginarse ellos mismos.

Yo tengo la esperanza de que la ciencia nos diagnostique algún día como algún tipo de síndrome de déficit de atención a la realidad circundante. Entonces los individuos dejarán de ser sospechosos y los artistas serán tratados como enfermos, tendremos un dia en el calendario, como los enfermos de cáncer o algunas minorías protegidas por lo políticamente correcto. Se nos prescribirán pastillas con cargo a la seguridad social que actuarán sobre nuestros peculiares neurotransmisores y paliarán nuestro problemático ADN.

De Cela o de Umbral, hasta después de muertos, mucha «gente de grupo», ¿qué decían de ellos? No voy a caer en el recurso demasiado usado de acabar este párrafo con una palabra gruesa. Pero la mayoría los detestaban.

Escribir es un privilegio. Un privilegio individual. Un privilegio de un individuo. Si notas que no te lo hacen pagar es que tus resultados son todavía modestos. Puede que te estés dedicando a ganar dinero al acariciar la melena de lectoras románticas o a mesar el bello facial de niños de más de cuarenta años, lectores impenitentes de tebeos sin dibujitos. Esa es una posición intermedia, sana, legítima y respetable si tu lo sientes así.

Pero yo no hablaba de eso. Yo hablaba de ESCRIBIR.

Precisamente hoy es domingo. Debo elegir entre escribir en una terraza, al sol, o cumplir con algún compromiso social. ¿Qué voy a hacer? ¿Seré suficientemente valiente? ¿Lo bastante individualista, artista y antisocial? Pues no. Me veo en casa de la tonta de Laurita, que domina a la perfección palabras como cenefas y bodoquitos, y el simplón de Felix, con su grupo de amigos. No los hemos visto aun desde que volvieron de su viaje y subsanar ese grave déficit seguramente sea un deber ciudadano para que no nos excluyan, cosa que me haría tan feliz…

¡Acaba corriendo!

Una voz de mujer canta una melodía sin letra acompañada por una guitarra. Quizas esa música describa a una pasión complicada, o talvez una travesía en carromato entre montañas resecas. Puede que sea la expresión de su duende racial. Es un dulce veneno y esto sí que es un tópico.
Yo era un chaval con poca experiencia con los tres amigos que me acompañaban en aquel viaje de camping. Frente a nuestra tienda de campaña, aquella mujer agitanada, de ojos profundos. Siempre descalza, sentada sobre la trasera de su DKW con su guitarra.
-Deja de mirarla, tío, que esos nos van a rajar a todos. Anda, vamos a tomar un café.
-¿Mirar yo?¿A quién?
Mis tres amigos comenzaron a reírse y de nada me sirvió negar lo evidente. Ellos se fueron a desayunar al bar del camping y yo me quedé a mirar sus pies y sus muslos desnudos. Su cara de guarra hermosa, mayor que yo. Quería cultivar mi obsesión. Mientras seguía cantando canciones sin letra yo me hacia el ocupado, entrando y saliendo de mi tienda de campaña a coger una galleta de mi mochila impostando un aire de tipo curtido. Me pareció que sonreía mientras cantaba. Yo no sabía lo que quería exactamente. En unos minutos mis amigos vendrían del bar y burlándose me preguntarían si había hecho muchos progresos.
Me puse unas gafas de sol para disimular mi vigilancia lo que seguramente fue contraproducente. Parecería un policía. En un momento dado ella me saludo con la mano. Yo traté de disimular mirando mis galletas. Ella sonrió y dejó su guitarra. Se levanto y habló con los maromos que la acompañaban. Al poco se fueron hacia el bar. Inmediatamente ne llamó.
-¡Eh, tú, chico! ¿Puedes hacerme un favor?
Me acerqué con el corazón latiéndome en varias partes del cuerpo.

Cuando estuve a su lado me invito a pasar a su furgoneta donde estaban sus mochilas, un par de cazos, biquinis, toallas arrugadas, zapatillas de deporte y más cosas envueltas en un aire caliente, olores y penumbra. Me quedé mirando, dubitativo.
-Pasa, no tengas miedo.
Me tomó de la nano y entré con ella en la DKW.
-¿Por qué me miras todo el tiempo?
– Porque eres muy guapa.
Me sentí como un niño cuando ella sonrió.
-Tú también me gustas. Les he dicho que se vayan para quedarme contigo un rato.
Inmediatamente comenzó dame un morreo y tras quitarse su vestido playero apareciera dos tetas magníficas. Después me quitó el bañador y en pocos segundos estábamos copulando.
-Acaba, acaba deprisa, cariño, antes de que vengan. Les he dicho que te entretendría mientras os roban.

No tan lejos

La cafetera no está tan lejos… Pero el sillón sigue mullido y no se le va. Tenia que haberme tomado el café antes de sentarme. Pero en esta vida, muchas veces nos encontramos con cosas que, cuando se actua demasiado tarde… ya no hay remedio.

Devoción

Besó su foto con total devoción, como le habían enseñado de pequeño a besar las estampitas. Era la religión de quererla.

De excursión

De excursión

Esta foto la tomé un día que salimos de excursión.
Mis hijos me decían:
-¿Cuándo pararemos, Papá?
Y yo les decía:
-De momento no estoy cansado, ya pararemos más tarde, cuando necesite un café.

Y la verdad es que al final nos fuimos bien lejos. Tuvimos un día muy despejado, claro, es lo que tiene el espacio sideral: que no hay nubes ni nada, no llueve nunca y se ve todo muy bonito. Menos mal, porque como no pensábamos llegar tan lejos, nos fuimos sin escafandra. El único que iba más preparado, el peque, que llevaba un verdugo de lana. Bueno, y la mediana, que llevaba capucha.

El pequeño nos dio más la lata y se quejó bastante. Su teléfono tenía mala cobertura.
-¡Jo., papá, todo el día viendo planetas!
-Hijo, ¿no ves que aquí no hay dónde parar?
-¡Si es que no hay más que planetas todo el rato! -reiterativo el pequeño.
-Como no nos metamos en uno…-dijo la mayor.
-No, hija, no, que entonces perderemos mucho tiempo.

Es que quería bajar a hacer pis, pero, oye, no sé qué galaxia era esa, que no veíamos ni un árbol contra el que pudiera remojar el crío, y claro, al chico no le daba corte ponerse ahí a mear para que le vieran hasta los marcianos, pero a mí no me parecía correcto. ¡Qué impresión íbamos a dar!
-¡Luego, que van a pensar los marcianos de nosotros!
-Pero papá, que están todos muy lejos.
Así que estuvo un poco de morros. Con eso y con que no le gustaban las estrellas, que eran un rollo, porque eran todas iguales, que eran una cursilada.

Al final tuvimos que dar la vuelta, y casi nos perdemos, porque el espacio está un poco abandonado, la verdad, igual que te digo una cosa te digo la otra. No te encuentras un cartel indicador ni de la Vía Láctea ni de la M30 ni de nada. Pero las chicas no se dieron cuenta porque estaban cantando y jugando con el perro,, que por cierto, se mareó, porque estos perros no muy grandes, la falta de gravedad la toleran poco. Bajamos la ventanilla, para ver si se le pasaba al animal, pero, no corría un pelo de aire. En cambio se nos fue flotando en un despiste la bolsa de las patatas fritas. Eso dijeron mis hijos. Yo no probé las patatas. No sé yo…

Volvimos tarde y con hambre. Todos durmiendo menos yo, que no paré de conducir. Hubo un momento en que encendí la luz del techo del coche y los estuve mirando… Me gusta verlos dormir, lo reconozco. Me distraje y casi choqué con la Tierra.
-¡Jo, Papá, qué frenazos!
-Venga, chicos, arriba, que ya hemos llegado. No os dejéis las chaquetas como siempre.
-Ha estado muy bien esta excursión, papi.
-Si, hemos visto planetas muy chulos.

La verdad es que sí, todos muy redondos y muy majos. La lástima es no haber traído algún imán de recuerdo para la nevera.

-Tendremos que volver. La próxima vez iremos por otra zona, que ésta parte del universo ya nos la conocemos.
-Claro. Yo lo que haría es salir de la Tierra y hacia la derecha todo.
-¡Vale, venga!

Padres y madres

No es por provocar, pero hoy, que es el día de la madre, quiero hablar de los padres. De los papás.
Quiero recordar a hombres y mujeres, pero especialmente a éstas, que la pasión de.los buenos padres, e incluso de los medianos, por sus hijos no es en absoluto menor que la de las madres. Ni un poco. Que nada tiene que ver con la educación y la cultura, que está presente en los textos más antiguos como algo que se da por hecho. En todas las culturas. Que los padres amamos profundamente a los hijos e incluso sentimos la misma simpatía hacia los niños en general. Que la sensibilidad no es femenina ni exclusiva de mujeres. Es distinta en ciertos aspectos. Que un maestro puede ser tan empático con los niños como una maestra. Quizás más, ya que elige una profesión que no está tan favorecida por la cultura tradicional como en el caso de las mujeres. Que estamos sujetos también a instintos paternales. Recientemente, hace unos cuatro años, se demostró que el llanto de lis niños provoca alteraciones hormonales en los padres que favorecen nuestro comportamiento paternal. Que nuestra relación con los hijos, si es que es menos involuntaria que la de las mujeres, será quizas aún más libre, elegida, valiosa y meritoria. Que los padres no somos progenitores de segunda categoría.

Cuando era estudiante nadie era capaz de levantarme de la cama. Cuando tuve hijos empecé a portarme de otro modo. Hoy son mi objetivo. Condicionan todo lo que yo haría. Tengo la suerte de que son mi mayor satisfacción, no preocupación.

Reivindico la desaparición del día de la madre y del padre, aunque les moleste en El Corte Inglés.

Quiero el dia de los padres y madres. El mismo día para ambos. A la vez.

ÚLTIMA HORA:

Madrid, 6/05/2019

ÚLTIMA HORA:

ALGO PASA EN TALLER DE ENRIQUE BROSSA Y DESAFÍOS LITERARIOS

«Estamos encontrando demasiados nuevos escritores con talento en el Taller de Enrique Brossa. Es algo que puede parecer positivo a primera vista, y estábamos muy contentos, pero, sin embargo ahora a muchos nos parece algo extraño». Esto al menos ha declarado Enrique Brossa según se ha podido saber en medios próximos a su taller. Y es que todos están escribiendo estupendamente. «Se está estudiando la posibilidad de que los asistentes a nuestro taller online estén utilizando algún tipo de dopaje que les permita mejorar su rendimiento literario por encima de los estándares propios de escritores más o menos noveles. De confirmarse este extremo, podrían sufrir algún tipo de penalización o castigo por parte del Taller de Enrique Brossa», que en el caso de las escritoras más interesantes podría llegar a ser corporal. Otra posibilidad que se contempla es la de que hayan sido afectados por algún tipo de contaminación digital a través de sus respectivas cams, lo cuál, habría mejorado notablemente sus prestaciones escritoras.

La policía, que no es tonta, confirma que ya se está investigando y han añadido que, «por el momento no se descarta ninguna hipótesis», que es lo que dicen siempre. Más adelante ampliaremos detalles.

Nota. En la foto podemos ver a la inspectora Romerales de la Policía Nacional, revisando textos de DesafiosLIterarios. com y comentando con sus compañeros: «Demasiado talento, no es normal. Demasiado bonito todo. Hay gato encerrado

Demasiadas metáforas

Demasiadas metáforas, demasiada poesía. Son tantas las palabras, los intentos de alcanzar emociones más intensas…

He soñado con una ciudad llena de idiotas, que escribían mirando la noche desde su cuarto. Hombres y mujeres de todas las edades cuyos corazones aullaban al escuchar una canción. Millones de escritores, uno en cada ventana, escribiendo con tópicos, como que el silencio era atronador, contando el momento en el que lloraban y reían a la vez, y cosas así, cada cual tratando de decir algo que no esté ya demasiado dicho. Y sin poderlo lograr. Todos queriendo parecer agudos, o emotivos, o qué sé yo.

Y sin conseguirlo.

He pensado que… Podemos hacer algo al respecto.

Taller de Escritura Enrique Brossa.

Desde pequeño

*

Nadie recuerda cómo era antes de que sus hermanos nacieran. Esa fue una fase corta en su caso. Sí que sabemos que ya de pequeño era posesivo y cruel. Que fue creciendo egoísta y básico. Inmaduro y débil. Colérico, como lo son todos los niños mimados y todos los maltratados. Algunas veces siento pena por él. Por ser un miserable.

Hay una cosa que nunca entiendo. Si sabemos que solo se vive una vez, por qué tanta gente elige ser un mierda en esa oportunidad única.

Hay días como hoy en los que me siento muy fuerte. Muy bien. Cuesta escribir desde la satisfacción personal. Y he recurrido a él, tras tratar de encontrar alguna especia de sabor amargo. Su piel lechosa. Su comportamiento inhibido y rencoroso. Su realismo gris esterilizante. Su escasa imaginación. Aquel sarcasmo nacido de la envidia y del complejo. Si era así desde pequeño, ¿Que culpa puede tener él de lo que hizo con su vida? De lo que nos hizo a todos.

El aprendizaje vital

*De su hermano habría sido imposible esperar otra cosa. Jamás hizo concesión alguna que no fuera a su propio egoísmo. Pero ella… Ella sí que nos defraudó. Parecía todo cariño e ilusión. Parecía feliz. Eso nos hizo pensar que comprendía este mundo, que era sabia y buena. Es cierto que presentaba esa tendencia a dar lecciones de vida no solicitadas que afecta a algunas mujeres y también a muchos hombres. Te miraba con una sonrisa, como quien sabe desentrañar la alegría o el llanto de unos cachorritos de gato, es decir, que te comprende a ti: tú eres para ella el cachorrito, tal parecía ser su condescendencia y su ilusión de lucidez, cosa de la que no éramos conscientes. Era una persona convincente, al principio.
 
Hasta que un día sus padres empezaron a experimentar una honda preocupación. Ni su marido ni ella parecían tener una idea muy clara del valor del dinero y temían que esto les llevase a la ruina. Comenzaron a destacar sus caprichos y el hábito de pedir pasta a sus padres. Ella iba, en algunos aspectos, de moderna por la vida. Era muy presumida, hablaba algunas veces como una chica avanzada a su época, pero luego le encantaba la ropa de lujo, y relacionarse con gente de alguna relevancia abrazando también cierta mentalidad clásica y hasta anticuada. Se hizo vegetariana a su manera, es decir, algún día, de vez en cuando, era vegetariana, cuando no comía carne. Pero sin dogmatismos, decía ella. Sin maximalismos. Era en general inconstante en casi todo. Y lo más característico de ella es que se animaba a tomar cuantos trenes que pasasen cerca de ella, dicho sea en sentido metafórico. Mientras su marido trataba de medrar en clubes de distintos tipos de seudomasonerías que les hacían pagar onerosos peajes y cuotas, se convirtió en una víctima de todo tipo de terapias alternativas, mejores cuanto más ocultas fueran. Después abrazó teorías sobre el control de la mente, y todos los esoterismos empezaron a desfilar por su cabeza. La veíamos como a una niña que se dejaba impresionar por cualquier compañía, o cualquier lectura. Siempre con esa mirada propia de quien capta no sé qué quintaesencia, ese aire de iniciada en no sé qué bobada. Era la ratita presumida en versión «nueva era». En vez de asomarse con un lacito para que los otros animales le dijeran lo bonita que estaba en su balcón, ella, nuestra ratita, sin descuidar los lacitos de lujo, de lo que presumía era ante todo de iniciarse en un conocimiento profundo de las relaciones entre el más allá y el más para acá. Bueno, la verdad es que tampoco sería exactamente eso. Ella tenía una ensalada de ideas tópicas contradictorias de componente medio fantástico. Se rodeó de timadores y timadoras. Le cobraban por frascos de agua imantada, o por charlas sobre pirámides de cartón que se ponía en la cabeza para captar energía. Realmente se lo regalaban primero, pero ella acababa pagando si no había empezado por allí, y practicó todo tipo de nuevas curas, bien fuera para aliviar algo concreto o para todo y nada en general. Qué tiempos. El aparente racionalismo del siglo XX acabó en una corriente social de gente deseosa de volver a la superstición y ella era un ejemplo supino. No creen en la religión. ¡Están muy por encima de eso, por Dios! Pero sí que confían en otro Dios, en la energía positiva, en el aloe vera y las semillas de moda. Su etiqueta favorita: «cartesiano». Ejemplos: Fermín es demasiado cartesiano; en ese grupo, todos tienen una mentalidad muy cartesiana, etc. Todos éramos demasiado cartesianos, excesivamente cerrados, mientras que ella sabía que había un lado profundo e invisible, una vertiente insondable para todos, excepto para ella, claro, que abría los ojos de la mente y del corazón y progresaba día a día en aquella realidad oculta a la que se asomaba y que no nos podía revelar del todo, por… bueno, por lo cartesianos que éramos todos a su lado.
Si le dolía una articulación, alguien le ponía unos celofanes de colores en el sujetador. Y le cobraba, claro. Otro la sentaba ante un muestrario de frasquitos con todo tipo de perfumes. Respira éste que te dará mucha paz, pero no tanto, porque tienes que oler este otro que te permitirá resolver problemas familiares, y el verde hará que tu marido te consienta.
-¿Pero cómo? ¿Oliéndolo yo o dándoselo a beber a él?
No hay un solo término del diccionario que no pueda convertirse en mina de oro pegándole la palabra terapia al final. Colorterapia, aromaterapia, hidroterapia, cafeterapia, chocolaterapia, pepinoterapia, quizás exista la patadaenlasinglesterapia, y si no, ya se inventará enseguida y además sobrarán clientes. Ella probó todas esas curas falsas con fruición y entusiasmo verdaderos. Aparentemente, tenía algo en común con Cristo: su reino no era de este mundo. Ella quería encontrar algo en lo que estar por encima de todos y, ya puestos, por arriba también de lo terrenal. Yo conjeturé que alguien quizás se había resistido a admitirla de pequeña en su grupo de amigas y al final, de mayor, creyó encontrar un universo distinto en el que sentirse aupada sobre quienes la ignoraban cuando paseaba por la capital de la provincia. Aquí voy yo, con mi clarividencia… comprendiendo la relación entre nuestra alma, la energía y la materia. ¿He dicho comprendiendo? Habrá sido un error.  ¡Sintiendo! Aquí llego yo, que no sé si en cierto modo soy católica, o panteísta, o si creo en la reencarnación, o en las constelaciones familiares, no profundizo en nada y me lo creo todo con mi intuición, y mi capacidad para sentir, que se estira como un chicle gracias a mi autosugestión tutorizada por los más piratas embaucadores de esta ciudad y otros conocidos que se fueron animando a hacer de aprovechones también. Sus amigos eran echadoras de cartas, acupuntores sin licencia, médicos pasados al lado oscuro, terapéutas emocionales en un piso de tapadillo, vendedores de potencia sexual, imantadores del agua del grifo, patéticos aficionados al swinger, fabricantes en su cocina de zumos de extraordinarios poderes curativos para rentabilizar la batidora de casa y supuestamente tenían cura para la menopausia, el cáncer, el pie de atleta y todas las otras enfermedades cutáneas, alergias, dolencias todas ellas en el fondo emocionales. De sobras lo sabía ella, que lo que había que curar primero siempre era el alma, que el cuerpo era mucho menos importante. Ni ella ni su marido eran calvos y por eso no les vendieron crecepelos, si no, también. Si tienes leucemia, necesitas reconciliarte con tu madre. A ver: reconozcámoslo, puede ser también por una hermana, un primo, o una tía carnal, o un marido en segundas nupcias, no es imposible, pero en general, será tu madre. Si te reconcilias con tu madre se te pasa todo, y si no se te pasa todo es que no has logrado reconciliarte profundamente con tu madre. Anda, reconcíliate más, que te has reconciliado poco. Lo que le recetaban pagando, ella lo aconsejaba gratis. Sabias palabras de experta en manipular a su madre, ya mayor, para sacarle el dinero que luego malgastaban. «Tienes que perdonarla y perdonarte». Algo hemos progresado, corazón, desde tus últimas visitas, eso es seguro, pero debes perdonarla más. Tómate este té especial, paga y vuelve el jueves a ver cómo vamos, corazón. A esto se dedicaban algunos de sus contactos iniciáticos de no sé qué rollos. Ella no tenía leucemia, pero tenía otras dolencias y a toda esa chusma le fue pidiendo y admitiendo consejo. Empezaron las frases para el mármol a trascender de su círculo mágico y se las soltaba a la mínima oportunidad tanto a familiares como a amigos de cualquier ámbito. Ese pólipo… disculpa que te diga, te ha salido de no perdonar, se animaba ella misma también a diagnosticara sus amigas. Si perdonaras no te habría salido. «Tienes que perdonar y perdonarte». Y la atmósfera quedaba como si vibrasen los sonidos de la campana de un templo budista. La gente la miraba elevando las cejas hasta el pelo. Y otra de sus amigas raras le decía: ¿Por qué no vienes a mi taller de autoestima, donde, no vas a encontrarte a un psicólogo titulado ni de casualidad, pero puede que lleguemos a enseñarte a amarte bien a ti misma, pero bien, lo que se dice bien de verdad. ¿Y a masturbarte delante de un grupo y te cobraremos un pastón además? Bueno, esto ya me lo invento yo, la verdad, porque estoy haciendo literatura, pero… no es totalmente inverosímil. Estas cosas eran la solución. Pero es que la medicina oficial trata siempre de ocultarlo todo, porque tiene unos intereses espurios de control de la sociedad y de venderte unos medicamentos que sólo ellos pueden fabricar y te generan nuevas enfermedades para curarte luego con más medicamentos. La medicina oficial… La ciencia oficial… Eran la fuente de de toda ignorancia. La ciencia oficial, o sea… ¡La ciencia! La ciencia no valía gran cosa. La verdad estaba en su amiga la vidente, o en el adivino que le echaba los tejos casi delante de su marido, aquel que trabajaba en una oficina del banco local y por la tarde ejercía de arúspice. Es demasiado pronto, cariño, es muy prematuro y no te quiero iniciar en la nigromancia, porque no está exenta de peligros y yo soy muy responsable para estas cosas. Poco a poco, le decía. Leía libros sobre la sabidurías perdidas de la civilizaciones extintas, los misterios de las culturas desaparecidas, y los conocimientos  de Asia ocultos durante milenios , que la cultura occidental, con su engañoso progreso, había arrasado… «no sin motivos, y yo ahí lo dejo, que no me quiero atravesar ese jardín, porque nos llevaría demasiado lejos… » Yo también subía las cejas hasta el pelo. Todo eso lo sabían esa pandilla de aprovechados, entre los que destacaba una adivina, una señora con una pinta horrenda de salir en las crónicas negras. Y aquel brujo con acento cazurro, que siempre parecía estar a punto de descorrer una cortina y mostrar el mayor de los secretos de los espíritus domésticos. Sin embargo, al otro lado del telón solo había una camilla donde  practicaba el intrusismo en un puñado de delicadas especialidades profesionales y nuevas disciplinas inventadas por él sobre la marcha. Ella, de la mano de estos personajes, exploró algunas prácticas abiertas con escasa prudencia y discreción; se familiarizó así con algunos bandarras y supervivientes, y en fin, se convirtió en carne de cañón para todo tipo de sectas y estafadores de mala facha.
La desconexión con la realidad siempre tiene efectos económicos devastadores. Lo de pedir dinero fue continuo. Chesterton habría descrito a ella y a su marido, como una pareja ideal, y muy complementarios, ya que ella tenía un padre rico y él un agujero en el bolsillo. No sé qué ocurre en la infancia de alguien que se empeña en gastar más de lo que gana, nunca comprenderé, porque con mi mente, también cartesiana, no comprendo nada. Qué les pasó de pequeñitos. No sé si sufren estrés por estar toda su vida estúpidamente al  borde del desastre o si su jeta les permite alegrarse de lo que consiguen dando pena y abusando de los demás sin necesidad. Si su marido hubiera sido inteligente se habría hecho rico legítimamente y su suegro habría sido el primero en apoyarle con entusiasmo. Pero eran un par de cabezas de chorlito que demostraron no tener una idea de cómo ganar dinero y mucho menos de cómo valorarlo y conservarlo. Preocupados por aparentar, como si alguien se interesase por ellos, paseaban algunas veces coches más lujosos que los de sus suegros, aunque comprado con sus préstamos, conseguidos de modo emotivo, yendo ella a contarle a sus padres como una combinación de circunstancias desafortunadas les tenía sumidos en un apuro que sería momentáneo porque pronto superarían el bache. Él, cuando venían a comer a casa, llevaba colgando del cuello cada día una nueva cámara fotográfica de alta gama de la que jamás surgió una foto digna de recordar. ¿Qué complejo tendría? Y frecuentemente con unos teleobjetivos gruesos y largos   que podrían ser un motivo adicional de preocupación. Del bolsillo de su camisa solían brotar tantos lápices estilográficos, rotrings, rotuladores, plumas y bolígrafos que nos recordaban las insignias y medallas militares que tapizaban la ridícula chaqueta del soviético Leonidas Breznev. Todos aquellos útiles de escritura con los que visitaba a sus suegros y cuñados digo yo que serían por si entre que la asistenta se llevaba los platos de los macarrones y llegaban los del pescado, podía aprovechar ese tiempo muerto para diseñar un nuevo proyecto, algún complejo de viviendas, o dibujar algún algún edificio singular.
La desconexión con la realidad, es algo que parece cómico pero es un vendaval que trae trágicas consecuencias. Y así pasó lo que pasó.

Síntoma

Hay un síntoma que caracteriza a una organización enferma, o a una sociedad enferma de mediocridad: no pasa nada por no aportar nada o no hacer nada, nadie te molestará por eso. Pero si tratas de hacer algo positivo, se organiza una cacería en tu contra.

La ruina

Yo también he visto esas desoladoras habitaciones. El deterioro de personas y cosas. Es la ruina, que de una forma u otra, nos acecha. Como las cucarachas que se esconden si detectan movimiento, la ruina permanece siempre callada, mirando, espiando mientras nos movemos. Pero nuestra vida la mantiene a raya. Seguir viviendo; amar la vida; dar vida; apoyar la vida de los otros, detiene el avance del derrumbamiento normal de las paredes, porque es afortunadamente lento, salvo catástrofe. En general podemos con la ruina. La barremos cada día sin casi darnos cuenta. Retrocede si nosotros andamos. Es en realidad sencillo. Mejor será no observarla. MIrar hacia adelante y darte un paseo. Yo pago mis deudas con el pasado actuando cada día y confío en que así las paredes se pintarán solas, mis recuerdos no serán dolorosos y mi memoria estará menos desconchada. Eso y darle besos a quien se le debe, mantiene la casa a salvo.

Por si no lo sabes te diré que yo, aunque nunca he puesto un ladrillo en su sitio ni he dibujado unos planos, soy un experto mundial en paredes. Si no te lo he dicho antes ha sido por pura modestia

De nuevo, buen tiempo

Con la llegada del sol y el buen tiempo, Madrid se ha cubierto de cometas invisibles, igual que otros años, solo que esta vez antes de lo normal. Como su nombre indica, no pueden verse, pero se nota que están ahí y que se agitan y dan volteretas sobre la ciudad. Si nos fijamos bien, hay un cierto brillo, invisible también, en el azul del cielo. Los ojos lo notan. Producen un raro desenfoque, el cual provoca abrir más los párpados, en vez de cerrarlos como solemos hacer ante un deslumbramiento corriente. No se ha descrito hasta ahora ningún caso de conjuntivitis asociado a esta manifestación atmosférica. Sin embargo, estos reflejos de las cometas invisibles hacen que la adrenalina fluya aumentando el ritmo de las palpitaciones, lo cual produce ganas de correr y de saltar, estirar mucho las piernas, y hasta arrancar por ejemplo una hoja de un árbol difícil de alcanzar con la mano en condiciones normales. Los hilos que sujetan estas cometas, también imposibles de captar por el ojo humano, se sabe que parten de diversos lugares de la Sierra y otros puntos del horizonte. Se detecta este fenómeno también durante lapsos muy inferiores a la centésima de segundo mirando en superficies lisas, transparentes y limpias, como en el estanque de cualquier parque, donde lo hubiera, o en unos ojos que sean tan grandes y bonitos como los tuyos. Solo así, y si se fija uno bien, allí veremos, o pensaremos que creemos ver, las cometas invisibles que cubren el cielo.

Si tienen preguntas al respecto las responderemos en orden de llegada, aunque más tarde, porque yo me voy a la calle, ya que no aguanto sentado ni un minuto más.

Mi flexo. Carta de amor a una lámpara de escritorio

Aquí me siento, otra vez. Una más entre tantas y tantas, a mi mesa de despacho, en mi sillón, sin más iluminación que la que chorrea la bombilla del aplique y el resplandor de mi ordenador reflejado en los folios manuscritos. Mi flexo alumbrando en la oscuridad es la llama y la brasa en el hogar. El salón donde miro el fuego. El haz de luz sobre mis papeles, es la campana de mi chimenea. Me absorbe, me hipnotiza. me hace sentir y pensar. No cabe un viaje mejor para mí que el que recorro sin separarme del escritorio. Recordando, pensando, imaginando, razonando, escribiendo. Convocando a las musas, como quien se frota una herida. Una herida de soledad, pero no necesariamente de tristeza. Como quien atiza rescoldos, bien sea para apagarlos o para reavivar la lumbre, yo aviento mis propios pensamientos con un fuelle de palabras e ideas, avivando sentimientos y pasiones o tratando de serenarlas. Yo soy la leña que se prende y se consume, mientras mi vida poco a poco se va convirtiendo en humo hasta desaparecer.

 

Me he encerrado yo mismo en la prisión de mis pensamientos. No sé si es egoísmo, o es miedo, apatía, creatividad o duda. Pero aquí estoy, con mi lámpara encendida, en medio de una celda oscura, soñando crímenes y amores; besos y asesinatos. Filosofando o confesándome ante el inapelable testigo que es el papel, a quien de nada sirve engañar ya que me corrige sin miramientos cuando trato de mentir y hasta se burla a veces de mí.

Hemos viajado juntos muchos días y las mil y una noches, mi lámpara y yo, sobrevolando mundos posibles e imposibles, juntos y aferrados a mi mesa, como en una alfombra mágica. Y hoy… Tantas horas han sido que siento ya deseos de plantearte una despedida. Durante estos años, flexo mío, llenos de zarpazos, no has logrado curarme del todo vendando con gasas de ficción sobre sangre y laceraciones reales. He permanecido en la oscuridad, pensando que arraigaba en penumbra. Pero no era penumbra: era la oscuridad. Como un animal cautivo, troglodita que sale de su cueva solo cuando le echan la comida fuera, y luego regresa a su caverna, a su agujero cavado en tierra como una tumba.

 

Querido flexo, te he de confesar algo y sé que te va a doler: siento fuertes deseos de iniciar una nueva etapa en mi organización y en mi vida, y es una etapa en la que no cuento contigo, porque es precisamente una fase sin ti, o al menos, en la que vas a pasar a un segundo plano. No es un despido ni un divorcio. Voy a salir. Quiero escribir con otras luces, en otras sombras, desde diferentes entornos; al abrigo de distintos rincones, atravesando nuevos recovecos, o al sol de la mañana, o por la noche, bajo estrellas, junto a un río, o en la montaña y a la intemperie. Tú y yo seguiremos siendo lo que nunca debimos dejar de ser: los mejores amigos del mundo. Pero ahora debo tomar aire más fresco para respirar mejor. Trataré de dejar aquí contigo mi pereza y mi asma. Debo cargar mi memoria de experiencias nuevas. Sabes que soy demasiado joven y que además siempre lo seré. Nos seguiremos viendo con regularidad si tú quieres, pero he de sacar del ropero mis botas viejas y salir a desgastar más las suelas y a atesorar imágenes diferentes, porque cada atardecer es siempre distinto y no voy a perderme ni uno más.

Mi querida lámpara de mesa: te he querido mucho, te voy a seguir queriendo y siempre te amaré. Pero mañana escribiré sobre el colchón de una pensión barata, o en el hall de un hotel, tumbado en un banco de la Gran Vía, o en un vuelo transoceánico, o compartiendo la charla de algún pastor en el repecho de un monte. Desde una oficina quizás, o mejor, bebiendo en compañía de dos meretrices dentro un burdel. Nuevos tiempos. Para que mi fuego no se apague, y antes de que mi vida se desvanezca en humo hasta desaparecer consumida entre paredes. A partir de hoy escribiré caminando, pero como un pervertido, te contaré con todo detalle lo ocurrido con cada una de las nuevas luces con las que te habré sido infiel, para después hacerte el amor con mayor placer, si es que tal cosa fuera posible. Pero tú sabes que nunca podré abandonarte del todo y que, en mi vaivén, siempre regresaré a ti, que eres mi orilla favorita del mar.

 

Regresaré. Te quiero.

Lo sabías

Las cosas nunca son como esperamos. Sería ilógico que lo fueran. Si no tenemos dotes de adivinación, es imposible tener una visión exacta de cómo será lo no ocurrido o lo desconocido. Todo descubrimiento nos deja un cierto desencanto. Nada suele exceder a nuestras expectativas.Al contemplar la realidad presentida pero no confirmada, descubrimos en nosotros una voz que nos dice: «era esto». Y en ese momento comprendemos que «esto» ya estaba en nuestro interior pero nos lo ocultábamos. Preferimos intuir algo diferente. Quizás algo mejor o menos malo. Decimos: «era esto». Y notamos que todo encaja. Que lo sabíamos. Que era lógico. Que estaba claro.Pudimos aproximarnos más en nuestro pronóstico, pero no quisimos. Hacemos más caso a la ilusión que a la memoria, la observación, o a la lógica. Sin embargo, hemos gozado de un disfrute injustificado, y eso ya es un rédito importante. Pero lo es mucho más reconocer que, aunque ignorado por nosotros mismos, existe un sabio en nuestro interior al que nunca escuchamos. En cada uno de nosotros hay un anciano y un crédulo. Un sabio y un niño que quiere que se lo compren todo. Y cada tropiezo es una magnifica oportunidad para que ambos dejen de ignorarse y aprendan a seguir juntos y guiarse mutuamente.

El cigarrillo de después

Carmencita, con la ilusión del casorio, un buen día decidió que dejásemos de acostarnos hasta la noche de bodas. Cuando me lo comunicó por teléfono no me lo creí. Lo digo en sentido literal. No me lo creí. Ni creí que lo hubiese decidido así ni tampoco que ella fuera capaz de lograrlo, porque yo cuando me pongo… Sin embargo, un fin de semana llegó y me dijo que primero iríamos a dejar las maletas a casa de sus primos, unos que tenía en Madrid, porque ¿qué pensarían sus padres cada vez que ella viniese a Madrid y no pasase las noches bajo el techo de sus tíos? De nada sirvió que le dijese lo poco que me importaba a mí el pensamiento de sus papás, salvo para que me llamase egoísta y bestia y además, bestia egoísta. Tampoco le ayudó a entrar en razón que le asegurase que yo ya era mayorcito para esas tonterías.
Aquel viernes no solamente dejamos las maletas en casa de sus tíos, sino que, naturalmente, las subí yo, con una rabia explosiva, y tuve que saludar a sus tíos y tomarme un cafecito con ellos como estaba mandado, y con sus primos, que ya los conocía de otras veces y que no me caían mal. No me caía mal nadie. Pero los últimos años de vida independiente me hacían inflexible para todo aquello que no fuese de mi interés. Los compromisos los solventaba casi siempre bien, porque uno comprendía que el mundo existe, y que hay que pagar ciertos tributos para integrarse en él. Normalmente lo hacía con agilidad, buscando una rápida salida. No me puedo quedar a comer, tenemos que irnos… En fin, como casi todo el mundo hace. Pero Carmen estaba tan guapa cuando llegaba con su pelo recogido en la cinta de terciopelo, que solamente pensaba en estar a solas con ella y el cafecito con el tío y la tía se me hacía insoportable. Luego, claro, salíamos con los primos a cenar, pasaba la tarde y la noche y la devolvía con sus parientes. Por fin, sincerándose con una de sus primas con la que le unía una amistad especial, Carmen encontró el momento de que nos quedásemos a solas ya que, según me dijo, yo empezaba a comportarme como si me picase la camisa.
Entonces pensé que violaríamos la última regla por ella impuesta, como todas las otras. Ese voto de castidad prenupcial. La convencí de que entrase en mi lúgubre apartamento, tras ser advertido de un modo claro y terminante de que una vez allí jamás lograría ceder su renovada virginidad.
– ¡Carmen, de verdad, yo creo que ya no tenemos edad para estas niñerías! -yo ya me estaba enfadando.
– ¡Bueno, pues no entro en tu casa!
La llamé absurda y ella me acusó de ser incapaz de mostrarle mi amor haciendo algún sacrificio. Le dije que no me gustaban los sacrificios, que eran una tontería y que me gustaban las mujeres mujeres y no las niñas. Pero me amenazó con romper.
– Si no te gusto aún estamos a tiempo de evitar un error. A lo mejor deberíamos vender la casa. Así no tendrás que aguantar mis niñerías.
Dicho esto empecé a frenar y, tras unos cuantos argumentos suyos, redundantes unos y nuevos otros, demuéstrame que eres capaz de hacer algo que te cueste, solamente porque a mí me haga ilusión, porque yo hago muchas cosas por ti aunque no las entienda… decidí apaciguarme. Accedió bajo promesa entonces a subir a mi apartamento. Una vez allí pronto empezaron los besos y las caricias. Fuimos a la cama para intentar poner en su sitio no sé que músculo agarrotado y finalmente logré poco a poco desnudarla con la excusa de embadurnarla con un potingue terapéutico que me quedaba de cuando hacía atletismo y que le dejaría el músculo como nuevo. Déjame que te eche por aquí, quítate esto un poco, bájate esto hasta aquí por lo menos para que te pueda frotar este musculito, y así, recordando un juego de adolescentes, o quizás más bien de niños jugando a médicos, acabamos los dos como el Señor nos trajo al mundo, acalorados y, en fin, huelgan las explicaciones porque no es mi intención recrear aquí los íntimos juegos con mi novia. Sin embargo, llegó la cosa al extremo en el que a uno ya le apremia lo que le apremia. Pero en ese momento ella me recordó las promesas y los juramentos:
– De aquí no podemos pasar. Además ya estamos sudorosos y pringados de tu ungüento mágico.
En ese momento, de nada sirven mis ruegos y razonamientos; de nada que le jure que a partir de la siguiente vez, que ya verá ella como en adelante… ¡Imposible convencerla!
– Que de verdad, oye, pero, Carmen, qué historia es ésta tan idiota, no es propia de ti…
Nada, no había manera. Finalmente decidí no enfadarme. Ya estaba convencido de que su tozudez iba a ser mayor aún que mi perseverancia. Total, que entonces me toma de la mano y vamos a la ducha.
Una vez seco me tumbé en la cama, pensando en volverlo a intentar. Ella sale, me trae un vaso de agua. Se tumba a mi lado y me da un cigarro en silencio. Los dos soltamos a la vez una gran bocanada de humo. Hay un gran silencio en el dormitorio. Entonces ella me mira sonriente y divertida y me dice como si continuase una conversación:
– Además: ¿después de la ducha y el cigarro… no te parece que es casi lo mismo?

Diálogos de familia

Diálogos de familia

Aquel día se reunieron alrededor de la mesa. La verdad es que almorzaban pocas veces juntos. No era con lo que los padres soñaban cuando se embarcaron en el proyecto de crear una familia. Sin embargo, las cosas son como son. Los padres siempre tan ocupados, y los hijos, tan independientes…

-Chicos, la comida está en la mesa.

El primero en llegar fue el pequeño con un catálogo de videoconsolas en la mano.

-Papi, mira qué complemento tan chulo para los mandos de mi consola.

-Luego me lo enseñas hijo, ahora vamos a comer. Llama a tus hermanos.

-¿Tanto te cuesta mirarlos?

El padre casi se sobresaltó al sentirse increpado por el menor de sus hijos.

-A ver… ¿Qué es esto?

-Es una palanca que se pone en los mandos de “La Playx” y sirven para…

-¿Habéis dicho a todos que vengan? -interrumpió la madre.

-Silvia no está -respondió el padre-. ¿Sabes si va a venir a comer?

-No sé, se ha levantado muy pronto. Pregúntale a su hermana.

-¡Laura! ¡Laura!

-¡¡Laura de comer!! -dijo el niño.

-Anda Nacho, vete al cuarto de Laura y dile que venga. Y a ver si sabe algo de su hermana.

-Papá, te estaba hablando yo…

-Ya hijo, pero es hora de comer.

-¿Y a la hora de comer no se habla? ¿Ves cómo te contradices?

Nacho puso mala cara pero continuó camino al cuarto de su hermana:

-¡Laura! ¡Laura de comer!

Su hermana salió envuelta en una toalla:

-Ya conocemos tu chistecito. Qué poca gracia tiene este niño.

-¿Pero qué haces así? ¿A estas horas sales de la ducha?

-Y sale de la ducha con el móvil en la mano, mamá -apostilla Nacho-. Esta chica, más que comer, necesita un móvil sumergible.

-Laura, ¿dónde está tu hermana?

-No viene hoy a comer. Os lo ha dicho por el mensajero.

-Pero bueno, ¿es que ya no se habla la gente más que con el teléfono móvil?

-Claro que no, papi -responde el niño-. También está el PC, y “la Playx”, por ejemplo.

-¿Y dónde está?

-No sé. Míralo tú, papá, que yo estoy en toalla. Me voy a vestir.

Mientras la madre pone la comida, el padre saca el teléfono de su bolsillo para buscar el mensaje de su hija Silvia. Su mujer mira de reojo la pantalla del dispositivo de su marido y calla. Él se da cuenta y se pone muy serio.

-Silvia dice que come con sus amigos del equipo. ¿El equipo? Pero si nunca ha hecho ningún deporte.

-Papi, no te enteras.

-¿Qué equipo es ese?

-No es que tu padre no se entere. Es que no se quiere enterar.

-¿De qué estamos hablando, María? -pregunta Juan a su esposa.

-No le escuchas. Pero ella te lo ha estado diciendo.

-Eso papi. No escuchas. Yo no logro explicarte lo del complemento para el mando de mi consola, pero tú…

-Está con los de Despechados -dice la madre.

A Juan le cambia la cara alarmado

-¿Qué?

-Ya lo has oído.

-Pero cómo puede estar mi hija con esos sinvergüenzas. Y por qué les llama “equipo”.

-La están convirtiendo en activista. Ahora debe estar insultando y chillando debajo de la casa de algún juez o preparándose para algún acto parecido.

-¡Joder, María! ¿Y tú te quedas tan fresca?

-Papá, esas palabrotas…

-Tú eres el padre… Hace días que trato de decírtelo, pero tú ni me miras. Solo tienes ojos para tu ordenador.

-¿Dios mío, es que quieres que la metan en la cárcel?

-¡Laura! ¡Que estamos comiendo! -llama María desde la cocina.

-Papá, ¿te explico lo del complemento para los mandos de la Playx?

Juan no le contesta y saca otra vez su teléfono del bolsillo. Quiere llamar a Silvia para decirle que se aleje inmediatamente de cualquier gamberro de Despechados.

-¿Pero dónde ha conocido a toda esa pandilla de impresentables?

-En las redes sociales, papá. Se pasa el día chateando con esa gentuza como tú les llamas, en vez de estudiar.

El padre está a punto de maldecir las redes sociales, pero recuerda que está recuperando el contacto con una antigua compañera de trabajo muy atractiva gracias estas redes. Instintivamente mira su móvil y luego mira a su mujer. Esta le mira fijamente a los ojos y él hace como que no se da cuenta.

-Papá, ¿sabes que hay un juego nuevo que se llama el suicidio al que se puede llegar también desde la consola?

-¿Y que tal es?

-¡Muy guay!

La madre alarmada le dice al marido que ha oído que hay un juego que logra que los adolescentes se suiciden.

-¡Hala, qué exageración!

-No es solo uno, padres -dice Laura que se sienta ya vestida a la mesa con el pelo mojado-. Hay otro que parece ser que ya han logrado cerrar y detener a los culpables, que primero hacía que los hijos robasen a los padres las tarjetas de crédito, hacían compras y luego se suicidaban.

-Qué tontería, eso es absurdo.

-No es absurdo, lo dijeron ayer en el telenoticias. Obtienen tanta información psicológica de la gente que son capaces de seleccionar la víctima directamente.

-Bueno, ya sabéis que los despechados quieren prohibir todo tipo de juegos electrónicos. Pero eso no va a ocurrir. Mueven más dinero que el cine, las armas y las drogas juntos.

-Pero es que al parecer saben dominar la técnica para generar dopamina en el organismo de los usuarios y logran ser más adictivos que nunca. Seguramente al final habrá que testar todos los juegos y solo podrán lanzarlos empresas con una determinada licencia, ya que realmente se apoderan de la voluntad de la gente.

-Si los actuales politicuchos son un peligro con todo esto, imagínate lo que puede ocurrir cuando suban otros más peligrosos al poder.

-¿Como los despechados de Silvia?

-Por ejemplo. Son los reyes manejando estas cosas.

Entonces llaman a la puerta.

-Vaya horas de presentarse. ¿Quién será?

-Papá, mira qué chulo es este accesorio para el mando de la Playx -Nacho señala el catálogo de videojuegos.

-Vete a abrir, hijo.

-Jo, papá. Cualquier desconocido que llama a la puerta recibe más tu atención que yo.

-Hijo, tu padre es que es muy hombre, y en consecuencia no puede hacer dos cosas a la vez.

-Ya voy yo -dice Laura.

-Dile que no es Laura más apropiada -dice el peque-. ¿Lo pillas? La hora, La ura…

-¡Qué plasta de niño! -dice Laura.

-Plasta, tú, Laurinaria.

-Cuéntame a mí lo de la Games.

-¡Qué Games, mamá! ¡Qué es eso de Games! ¡Se llama Playx!

-Vienen a traer un paquete de Monzon.

-Ah, será para mí.

-O para mí.

-O para mi.

-¿Todos compráis por internet en Monzon? Viene mi nombre.

-¿Papá, te explico lo del accesorio del mando de la Playx?

-Explícame, explícame, hijo.

-Pues que es un accesorio muy chulo, papá. ¿Me lo compras?

-Hijo, qué pesado eres. Vale, cómpratelo. Por las notas del cole, que podrían haber sido peores.

-Bien, papí, bien, muchas gracias. Has dicho que me lo compre.

La madre observa el comportamiento del padre y le pregunta:

-¿Por qué escondes el paquete de Monzon?

-Es que no sé lo que puede ser, de verdad, yo creo que se habrán equivocado.

La madre se lo quita súbitamente. Abre la caja y mira desde distintos ángulos un chisme que no logra identificar. Mira al padre y le pregunta amenazante.

-Luis, ¿me quieres decir que es esto? Espero que no sea nada sexual. Conmigo no cuentes.

-¡Eso digo yo, qué narices es esto!

Nacho da dos golpecitos en el hombro de su padre.

-Papi, te recuerdo que tú y yo nos llamamos igual…

Laura, y sus padres se quedan paralizados mirando al peque, hasta que el padre dice:

-¿No será…?

-Efectivamente, papi. Has acertado. Es el accesorio para el mando de la Playx.

-¿Pero cómo es posible que tengas tanto morro?

-Ya sabes: siempre hago lo que puedo por adelantarme a tus deseos, papá querido.

 

Los tiempos de la puta Trini, SIN TERMINAR

Nunca sé de antemano lo que voy a escribir. En parte se debe a una dejación de mi responsabilidad de cuando era más joven, si cabe, de lo que ahora soy. Y es que por aquella época yo me había matriculado en un curso de mecanografía. Hablo de la época en la que los estudiantes ni remotamente habían tocado un ordenador personal, y yo era uno de ellos. Estaba cursando mis estudios en una flamante universidad privada de negocios, aunque yo me sentía filósofo, y vivía en un colegio mayor universitario, en una habitación compartida, austera, de color indeterminado y olor a lejía, ya que cada mañana entraba una fregatriz loca que con su fregona encharcaba los suelos de todos los dormitorios con su “fórmula Trini”: echaba un poco de agua a la lejía y no al contrario. La Trini, cada mañana gritaba como si la despellejaran, con una voz aguda y estridente, urgiendo aterrada a que llamasen a la policía, que alguien venían a pegarles. Otras veces gritaba que no llamase nadie a la policía. “A la puta Trini ya le ha dado otra vez la paranoia”, decíamos cada mañana los residentes. Cada día estaba peor. El caso es que muchos estudiantes no nos levantábamos pronto, porque teníamos las clases por la tarde o porque no tuviéramos asignaturas a las primeras horas o por… Sí, efectivamente, también porque algunas veces nos habíamos ido de copas la noche anterior y nos hubiéramos acostado tarde. El caso es que algunas veces uno podía despertarse a las once de la mañana y la Trini entraba con su llave maestra, gritando: ¡Policía! ¡Policía! Y esto era compatible con que ella siguiese embadurnando los suelos como si tal cosa. Mientras pedía auxilio, daba un tirón a la correa de la persiana y la subía un poco, lo suficiente como para no tropezarse con las camas, ya que, aunque no paraba de gritar, no quería que la luz nos molestase para dormir. Y entonces comenzaba a esparcir el hipoclorito de sodio por las baldosas, siempre sucias pese al exceso de celo, y de cloro, de la Trini. Chillaba y fregaba. Decía, policía, que me están matando y luego añadía: buenos días, le subo un poco la persiana. Mostraban aquellos suelos una suciedad adherida durante años, que absorbía la agüilla del fregote, pero persistía entre las rendijas, aunque se disimulaba con el dibujo de negros y grises de las losetas. Uno, que podía estar con resaca de la noche anterior, abría un ojo y se encontraba con un olor apestoso a cloro, una señora loca lanzando alarmas a la policía en la habitación, con la cara pintarrajeada como si la hubiese maquillado un niño, y si miraba un poco más, podía ver unos calzoncillos o calcetines enganchados a la fregona de la Trini, casi flotando en el suelo, o convertidos en un suplemento de la fregona para esparcir el contenido de del cubo mezclado con la suciedad de otras habitaciones. Si en la habitación 41 habían derramado cubalibre en el suelo, en la 42 había lejía con cubalibre. Pero si en la 38 habían vomitado los cubalibres con la cena… Mejor no imaginemos todo lo que acababa arrastrando aquel líquido empapado en la fregona y en los calzoncillos o calcetines que los estudiantes más imprudentes que se atrevieran a abandonar la ropa sucia a su suerte en aquellos suelos llenos de claroscuros y naturaleza parda pese a la rápida labor desinfectante de la Trini.

Por razones que no quiero comentar aquí, aquel año yo me levantaba tarde. Estaba triste. No tenía claro cuál quería que fuera mi rumbo profesional, porque ya me gustaba mucho escribir, cosa que hacía verdaderamente mal, casi peor que ahora. Tomé dos decisiones. Una fue hacerme con una Olivetti, pequeña y moderna y otra hacer un curso de mecanografía. Pero tenía un profundo mal de amores, dudas respecto a la elección de mi carrera y una extraña sensación de soledad pese a estar muerto de risa la mayor parte del tiempo, rodeado de otros estudiantes, por llamarlos de algún modo, ya que en general no se esforzaban mucho. Melancolía, cachondeo, farras, dudas… En consecuencia, no tenía mucha energía. La máquina de escribir sí que la conseguí, pero lo de ir a mecanografía… nunca acabé aquel curso ultramoderno en su día: Meca-rapid. Me duermen las tareas repetitivas, supongo que como a todo el mundo. Lo acabé abandonado. Ahora realmente cuando lanzo un dedo hacia el teclado de ordenador hay una probabilidad relativamente elevada de que acierte en la letra adecuada, pero ni remotamente alcanza al 70%. Por este motivo, al hecho de que al empezar a escribir no sé de qué va a tratar lo que escribo, hay que añadir que si, por ejemplo, quiero escribir peso y por error escribo beso… pues quizás la historia se modifique en ese momento. Modificaciones mucho menos poéticas se han dado también cambiando el curso de mis historias. Al final, aunque disfruto escribiendo, reconozco que soy casi un mero espectador de lo que va apareciendo en el PC. Por aquella época yo era un joven pelilargo, no porque me gustase especialmente mostrarme así, sino porque el pelo no dejaba nunca de crecer, qué tío, el tiempo pasaba deprisa y yo no cuidaba demasiado mi imagen. Era un joven alargado, y meditabundo, un poco cargado de espaldas, y aunque ahora soy un soñador impenitente, entonces lo era mucho más. Alcanzaba verdaderos climax intelectuales tan solo pensando. Pensar, pensar, pensar… Yo no cavilaba desde que me levantaba, sino desde que abría los ojos asustado por el griterío de la Trini. Pensaba en que si yo era tan filosófico, como era posible que me trajese loco cierta chica que no sabía ni hablar correctamente. Una auténtica catetilla, pero que tenía facilidad para vestírse con gracia y, ya sé que caigo en una retórica fácil, pero diré que con superior facilidad para desnudarse con mayor gracia aún. Puede creerse que eso se piensa deprisa, y que no daba el tema para tantas horas de especulación filosófica. A mí sí que me daba. Se trataba de valorar el papel de la filosofía y el pensamiento frente a la realidad de los morros de vicio de mi amiga y su mirada coqueta. Discernir entre los distintos tipos de inteligencia: la mía, intelectualoide, teórica, especulativa, me parecía inoperante, contra la suya, paleta pero instintiva y muy intuitiva. Yo conocía  otras chicas que valían mil veces más que ella pero finalmente tenía que admitir que el atractivo sexual de ésta era la bomba atómica, algo superior a mí. Era lo que se solía llamar un encoñamiento, pero de primera magnitud. Muy fuerte. Yo estaba atrapado. Un día, al poco de salir la Trini de mi habitación, mientras respiraba los efluvios de la lejía enriquecida de su mopa, llegue a una conclusión interesante. Las chicas tontas eran mucho más peligrosas que las inteligentes. Esto es así porque las diferencias entre las personas son menores de lo que parece. Al final, descubres que la inteligente no es tan inteligente y te decepcionas, mientras que un día reconoces que la tonta no es tan tonta, en general demasiado tarde, y entonces te sorprende. Y te duele. Esta frase la he leído muy poco adulterada en internet y me reivindico como autor de la misma, aunque circule por las redes sociales. Al levantarme, encendía mi radio, subía la persiana y una luz mediterránea solía entrar de un modo casi veraniego la mayoría de los días en aquella ratonera compartida orientada hacia la mañana. Me asomaba a un gran césped verde del campus de la facultad más cercana, donde algunos estudiantes se sentaban a estudiar o al charlar. Algunos quizás se escandalizarían al verme desperezarme en mi ventana medio desnudo, cuando ellos ya llevaban horas trabajando. Sin embargo, yo acabé mi carrera, cosa que muchos no lograron, y durante el curso tenía una fuerte sensación de haber aprovechado mucho más mis estudios que otros, incluso que aquellos que obtenían mejores calificaciones, porque yo provechaba los conocimiento de otro modo. En eso estaba pensando muchas mañanas cuando la radio emitía uno de los éxitos del momento: Feels so good, de Chuck Mangione, que significa “Se siente tan bien”. Traté de acompasar mis sentimientos a la música… ¿Me sentía yo tan bien? Aún hoy no sé si responder con sí pero no o con un no pero sí.

 

Nada puede admitirse a la ligera. Sin terminar

Nada puede admitirse a la ligera. Cada concesión debe ser realizada por algún beneficio personal, bien sea por evitar peores consecuencias, por obtener algún tipo de beneficio. De lo contrario es mejor no ceder jamás.

Este tipo de oraciones resumían lo que un muchacho inexperto iba concluyendo de cada episodio que se daba en su vida. Nunca había percibido la hostilidad en su vida hasta aquella época en la que entró a su primer trabajo, acabada la carrera. Era el tipo de joven con aspecto de seminarista que a todo el mundo provoca un fuerte deseo de demostrarle animadversión. Jorge entró en aquella multinacional preocupado porque le sentase bien el traje, por parecer agradable a todo el mundo, ser muy amable con las secretarias, demostrar ser muy educado, y muy diligente en el trabajo. Todo eso lo sabía hacer de maravilla. En contra partida, era un joven tímido y muy poco espontáneo cuya sola presencia molestaba a aquellas personas con capacidad para entrar en los sitios contando chistes.

Vio la empresa con su logotipo luminoso sobre el chaflán. Una gran puerta de cristal en el centro de un edificio de fábrica vieja, reformada probablemente varias veces. Un aspecto vetusto, poco agradable, algo intimidante. En la entrada no había una guapa recepcionista sino un malcarado guardajurado lo que le confirmó el ambiente fabril de la empresa.

-¿El despacho del señor Marsans, por favor?

-Deme su carnet de identidad y escriba en este formulario de qué empresa viene.

-No vengo de ninguna empresa. Vengo a trabajar aquí.

-¿Y no sabe donde está su despacho?

-No. Es que es mi primer día.

-Ah, vale.

El guarda jurado tomo su carnet y leyendo el nombre tomó el teléfono.

-Marsans. Está aquí un Jorge Burgos… NO, no tiene cita… Es que dice que empieza hoy a trabajar…Eso será. Vale, ahora le digo.

Colgó el teléfono y dirigiéndose al joven le dijo que el Marsans, sin el respetuoso “señor Marsans”, estaba ocupado, y que de momento podría ir hablando con Yunyent.

-No sé quién es.

-De personal. Ahora le llamo.

Volvió a tomar el teléfono.

-Mari. Hay aquí un señor para ver a Yunyent… No, no tiene cita. Es que empieza ahora. Sí, se ve que Marsans no puede ahora y lo que se le ha ocurrido es pasarle el embolao a Yunyent, dijo el vigilante sin importarle que le oyese el “embolao”. Este se quedó mirando con cara de pena cuando le dijo el vigilate.

-También está ocupado. ¿En qué departamento te van a poner a trabajar?

-Marketing -dijo muy deprisa, como quien quiere demostrar que se lo sabe bien.

-Pues súbete al segundo y pregunta por marketing. Y allí me imagino que ya te dirán lo que pueden hacer contigo. Mejor que no cojas el ascensor. Sube por la escalera.

El joven repeinado, con su maletín de cuero recién estrenado en la mano derecha, subió por la escalera de peldaños grises cruzándose con mucha gente que hablaban entre ellos indiferentes respecto a él, que se suponía que era el gran fichaje que en aquel momento hacían en aqulla empresa. Tras preguntar a varias personas, logró dar con el departamento de marketing. Una secretaria bastante entrada en años se le quedó mirando.

-¿A dónde vas? -dijo con acento venezolano.

-Al departamento de marketing.

-¿A qué? ¿Con quién tienes cita?

-A ver a Marsans.

-Está ocupado.¿A qué hora tenía la cita?

-Me dijeron que viniera a las ocho. Es que es mi primer día.

-¿A trabajar aquí?

-Sí.

-¿En marketing?

-De Product Manager.

-¿Cómo te llamas?

-Jorge Burgos.

-La venezolana se le quedó mirando por encima de sus gafas y dijo a las secretarias que tenían sus mesas cercanas a las suyas- Chicas, mirad, tenemos otro pobrecillo que viene al departamento.

Las chicas se le quedaron mirando sin decir nada hasta que una dijo:

-Bueno, éste al menos es bastante mono -dijo una mirando su traje, algo inapropiado para alguien tan joven y su maletín intacto.

El joven, algo cohibido, sonrío nervioso. Le empezaron a presentar a las otras mecanógrafas.

-No sé si decirte que estoy encantada de conocerte, porque significas que a alguna de nosotras le va a caer más trabajo.

A partir de ahí, todas empezaron a especular a quién le tocaría el nuevo. Todas pensaban que lo lógico sería que les tocase a otra, ya que ellas ya tenían demasiado trabajo.

-¿Tú eres tipo yuppy? Aquí para triunfar hace falta ser muy agresivo.

-Sí, tu pareces demasiado comedido.

-Dejadle que ya espabilará.

Y mientras aquel gallinero hablaba de él, solo sabía sonreír, allí de pie.

 

En aquel momento quiso flotar

En aquel momento quiso flotar. Había estado caminando un rato. Desolado, triste, tratando de encontrar un sentido a las cosas. Sentía una cierta inclinación por la derrota. Se aflojó levemente la corbata y se alejó del coche sabiendo que el día estaba gris y que se pondría más gris aún. Quizá deseaba la lluvia. Quizás deseaba ahogarse. Caminaba, miraba… como quien trata de encontrar algo, pero no descubría nada que fuera suficiente para cambiar ni su humor ni su vida. ¿Dónde aparecería lo que estaba buscando? ¿Era el letrero de alguna tienda? Quizás un perro abandonado. Podría ser una chica que le ayudase a arrancar un capítulo nuevo. Una propuesta inesperada. Un conflicto distinto…

El cielo estaba tan oscuro… Y comenzó a gotear. Pero él siguió cargando sobre su espalda cierta lástima por sí mismo, ya que no veía de qué modo las cosas podrían variar. La cara y el pelo ya estaban mojados. La corbata parecía ser de las que se estropeaban con el agua.¿Que más le daba?

Quizás debería entregarse a la bebida y morir algo más rápidamente… Beber, caminar bajo la lluvia y morir sobre un charco… Se percató de que tal muerte le parecía más dulce que trágica. Lo trágico era seguir viviendo.

Las nubes estaban imponentes al atardecer. Parecían el casco de acero de una flota de submarinos sumergidos en el cielo de Madrid. Pero realmente eran nubes y tan pronto dejaban pasar el sol como le regaban la cabeza. Pero él seguía alejándose del coche, aunque pensando en su paraguas abandonado en el asiento trasero. Allí estaba el paraguas.

La lluvia ya era intensa y le recordaba de modo impertinente que debía volver a la realidad y dejar de volar imaginariamente entre las gotas. Las chicas que salían de un colegio se ponían las carpetas sobre la cabeza para cruzar corriendo las calles. Los viejos se sujetaban el sombrero o la gorra. La gente se agolpaba bajo las marquesinas y se quedaban mirando su andar lento de caballo moribundo. Un camarero recogía los toldos y dejaba sin resguardo a unos peatones allí refugiados. Y cuando el agua ya manaba del cielo con rabia, empezó el verdadero aguacero. De los tejados chorreaban cataratas de un agua gris oscuro que rebotaba con fuera de los aleros. Algunos coches paraban a un lado de la calle, por que se había convertido en un embalse. Los limpiaparabrisas no daban abasto para retirar el agua y dentro de cada auto, los hombres miraban con ojos igualmente intimidados y redondos que las mujeres y los niños por lo que parecía que era el principio de una inundación que llenaría la ciudad como si estuviera edificada dentro de un depósito, y se estaban temiendo llegar a ver el nivel del agua por encima de sus ventanillas. La tormenta era ruidosa por los chasquidos y latigazos que los chorros infligían sobre las aceras y las fachadas, pero de vez en cuando se escuchaba la voz de algún niño gritando, mamá, fíjate cómo llueve. Y mientras el caminante seguía impasible. La lluvia arreció cuando él ya estaba empapado. En consecuencia, optó por decirse a sí mismo que eso no empeoraba dramáticamente las cosas. Se sentía patético y por algún estraño motivo, quería resistir, permanecer patético. El mundo no le prestaba suficiente apoyo, pues el ignoraría al mundo. Su traje y zapatos estaban ya arruinados y su triste figura siguió avanzando hasta que resbaló. Era posible decir que se precipitó en un charco pero casí sería más apropiado contar que cayo sobre un estanque. El golpe le dolió. Se sentó sobre la acera notando el empuje del agua que circulaba cuesta abajo. Un matrimonio con un paraguas acudió a ayudarle. Pero él solo decía, estoy bien, estoy bien, hasta que casi enojado les dijo que podía levantarse solo, que le dejasen en paz.

El matrimonio se fue. Y siguió sentado empapándose.

Notó que lo miraban desde una cafetería extrañados. Se dijo que pensarían que era un loco. Y quizás acertaban.

Cada cierto tiempo alguien pasaba por ahí con un pataguas y le preguntaba si podían ayudarle. Otros tal como estaba decididían que era un marginado. Y a los marginados no se les ayuda nunca, porque se les ve ya instalados en su infortunio. Solo sentimos compasión algunas veces por los no están tan mal.. Quizás debía profundizar en eso… En lo de profundizar en la derrota. De nuevo el alcohol le parecía la mejor idea.

Se hizo de noche y él entre tanto siguió sentado mirando hacia la leve cuesta arriba, como brillaban las luces naranjas de un cruce, sin poder decir en qué pensaba exactamente. Solo mojándose sentado en mitad de la acera.

Le sobresaltó la voz de un policía:
-¿Se encuentra bien?
Levantó la vista y vió al hombre uniformado. Levantó las cejas, pensativo,sin saber que responder.
-Me encuentro como siempre más o menos.
-Levántese, aquí se va a poner malo.
Bajo la cabeza.
-Ya estoy mal.

El policía llamó a su compañero que lo miraba desde el asiento del piloto del coche de policía. Este salió de mala gana Le tomaron por los hombros:

-Venga, haga el favor, que aunque usted se quiera mojar, nosotros no.

Le pusieron de pie a la fuerza y se refugiaron en un portal que había al lado. Comenzaron a preguntarle dónde vivía, qué le había ocurrido, si estaba bien. Él se encogía de hombros…

-Déjenme. No estoy enfermo, ni drogado, y creo que no tanto como loco.
-Entonces, ¿qué le ha pasado?
Giró la cara como buscando hacia dónde seguir antes de responder:
-Nada. Que quiero flotar.

En aquel momento quiso flotar. Había estado caminando un rato. Desolado, triste, tratando de encontrar un sentido a las cosas. Sentía una cierta inclinación por la derrota. Se aflojó levemente la corbata y se alejó del coche sabiendo que el día estaba gris y que se pondría más gris aún. Quizá deseaba la lluvia. Quizás deseaba ahogarse. Caminaba, miraba… como quien trata de encontrar algo, pero no descubría nada que fuera suficiente para cambiar ni su humor ni su vida. ¿Dónde aparecería lo que estaba buscando? ¿Era el letrero de alguna tienda? Quizás un perro abandonado. Podría ser una chica que le ayudase a arrancar un capítulo nuevo. Una propuesta inesperada. Un conflicto distinto… Siguió pensando en eso mientras le interrogaba la policía.

 

Desde que la vio llegar

Desde que la vio llegar a la oficina se fijó en ella. Pero la vio casi inalcanzable. Le gustaba demasiado como para poder conseguirla. Pero luego, todo resultó tan fácil… Pedirle una calculadora primero. Invitarla a un café de la máquina horrenda del pasillo. Bueno, ¿y por qué no un café como Dios manda en el bar de abajo? ¡Vale!

A partir de ahí el café diario. Pues hay un sitio que hacen un café sensacional. Lo que pasa es que por las tardes sales mucho antes que yo. Pero si un día te quedas… Una mujer de cierta edad no puede hacerse la despistada y reconoce las señales, y reconoce que las reconoce, sin más tonterías: pues igual me quedo hoy mismo, que quiero quitarme tareas de encima y así salimos juntos para que me enseñes esos cafés tan ricos.

Aquella tarde el despacho de ella fue visitado por sus compañeras a medida que se iban a casa. ¿No vienes? ¿Por qué te quedas hoy? ¡Qué pesadas! A más de una le pareció que había gato encerrado. ¿A dónde irá, que no nos lo cuenta? ¿Se quedará por alguien? ¡Igual pensaba que ellas se chupaban el dedo!

La tarde ya terminaba. ¿Te falta mucho? ¿A mí poco, y a ti? A mí también poco. Y desde allá fueron caminando por la calle de la fábrica hacia abajo. La normalidad era la mejor manera de disimular. ¡Ah, pero…! Si realmente todavía no habían incurrido en nada que hubiera que ocultar. Pues no, pero como ambos lo tenían en mente…

Sin parar de charlar y de reír llegaron al local. Realmente no existía ese café tan especial. Este es el café tipo antiguo que te decía. ¡Pues es chulo! Sí. Y la música suele estar bastante bien.

Era oscuro, y había mucha gente de pie. Son circunstancias en las que se sentirían mejor resguardados. Ahora ya te lo he enseñado, pero ahora yo me voy a pedir una cerveza mejor, con este calor… ¡Vale, y yo!

Las risas cada vez eran mayores y antes de la segunda ronda de cañas él le tomó la cara en las manos, ella sonrió, y él le dijo, perdona, como si le pidiese permiso para quitarle una miga de los labios, pero en realidad solo era un beso. Y se lo dio, o se lo quitó, según se vea. Ella siguió sonriendo y él continuó besándola. Esa misma tarde, al sacar el coche del garaje, empezaron una fiesta de mayor envergadura, antes siquiera de abrir la puerta del viejo todo terreno, para mejor distracción del vigilante que los observaba en el monitor de vigilancia. Y ya dentro se vaciaron de todo lo que llevaban dentro retenido durante semanas de sueños, deseos, expectativas… Tuvieron luego el problema de tener que volver a pagar algo más de tanto que se demoraron.

Y a partir de aquello, empezaron a frecuentarse. Él, viudo. Ella, abandonada. El gris, ella vistosa. Lo pasaban bien los dos. Quererla era absurdo. Ya no tenían edad. No se presentaron a sus respectivos hijos. Sin embargo, eltiempo pasaba como por descuido, una semana, otra, un mes, otro, otro más… Ya deberían estar hartos uno de otro. Pero algo estaba fallando.

Aquel día, no vino al trabajo.

La llamó. Varias veces.

Al día siguiente siguió sin venir al trabajo. De nuevo la llamó y trato de ponerse en contacto con ella en todos los medios tecnológicamente posibles, pero como el día anterior, sin ningún éxito. En el trabajo se hacía el despistado ridículamente, de modo que cuando alguien le preguntaba si sabía algo de ella, el contestaba. ¡Ah, pues es verdad! ¿Sabéis algo de esta chica?

Pasaron cinco días. Él empezó a poner finales poéticos a aquella ausencia sin despedirse. Esto tiene que acaba en que ha fallecido, o que se ha ido con otro, o ha vuelto su marido… en cualquier caso el quedaba solitario, descubriendo que había habitado en el paraíso realmente cuando le habían echado de él.

Pasaron casi quince días. Hizo gestiones para saber si había muerto o desaparecido. Montó guardia varias noches en su portal. Le hizo honor de emborracharse varias veces en la whiskería que había próxima a su casa. Allí conoció un día una mujer, también muy atractiva que le preguntó si podía jugar a los dardos con él y sus amigas les dejaron pronto a solas. Mira que, ¿si me enrollase con su vecina? Se lo merece por desaparecer así. Pero ¿Qué estaba diciendo? Ella jamás haría eso propósito. Algol le había tenido que pasar. Todo iba bien, pero… comparado con Ella, no tenía ninguna gracia. Su conversación era aburrida, no le interesaba nada. ¿Qué le habría pasado? Su nueva amiga hablaba sonriendo mucho, pero a él la mirada se le quedaba en los hielos de su gin-tonic, pensando en Ella. Y de pronto notó que no podía más. Perdona, pero me voy. Otro día seguiremos quizás, pero hoy no me encuentro bien. Y allí quedó, humillada la vecina de su amor

Al día siguiente comentaría con la empresa que aquel caso era raro y que deberían averiguar qué había ocurrido. La excusa sería la necesidad de sacar adelante el trabajo de la empleada desaparecida y tomar si era preciso la decisión de buscar una nueva empleada.

El director le escuchó atento, con una expresión rara, entre la risa y la pena. Pero hombre de Dios, qué me estás contando, le dijo el director. Todos saben que sois más que amigos. Os han visto por aquí y por allá. Deja de ir haciendo como que no sabes nada.

Le resultó ofensivo que además le preguntase si sabía él si pensaba volver…

Un buen día ella volvió al trabajo. Todos la rodearon y le preguntaron, excepto él. Había estado en coma tras un accidente. Todas sus explicaciones le resultaron poco convincentes. La gente se asombraba por lo sombría que era la mirada de él.

Por fin, Ella le propuso tomar un café. ¿De la máquina del pasillo? Daba igual. Allí mismo, ella dijo no sentirse completamente idiota. ¿Y? No podía ser que él la estuviera utilizando y no se diera cuenta. Ya la habían abandonado una vez. ¿Cómo se había encontrado él sin Ella todos esos días? Muy mal. ¿Entonces?

Apenas titubeó. El domingo te presentaré a mis hijos, fueron sus palabras.

 

La casa junto al mar

La casa junto al mar

Nada más terminar de desayunar el maldito tazón de leche con cacao que le obligaban a tomar cada mañana, el niño salió de su enfadado hacia la playa.

-¡Javi, los dientes! ¡Y esa cara con chocolate!

Pero él se negó a hacerle caso a su mamá. ¡Ya estaba bien! Seguro que si su hermana no se cepillaba los dientes no pasaba nada. ¡Era injusto! No aguantaba más a su familia. No soportaba ni a su papá, que nunca quería jugar con él, ni a su mamá, que le reñía cada vez que le veía.

Su madre le seguía llamando, todo el rato igual, Javi, Javi, Javi, que vengas, todo el día así. Y la boba de su hermana siempre metiéndose donde no le llamaban:

-Javi, que Mamá dice que vengas. ¿No la oyes?

-Ñeñe ñeñe. ¡Tú te callas!

Se aburría como una ostra en Portugal, en la maldita casa junto al mar que tan preciosa les parecía a los mayores. No había nunca nadie en aquella playa de aguas tan frías. Era una larga extensión de arena, completamente desierta la mayoría del tiempo, que le hacía soñar despierto que era un soldado inglés agonizando de sed en el Sahara. Miró a su alrededor y solo vio a una pareja a lo lejos. Nadie con quien jugar. Cerró un ojo e hizo con sus dedos como si pudiera cogerlos como a dos pequeños muñequitos. <<Son así de pequeños. Como una mosca>>, se dijo luego mirando sus dedos. Se adentró en la arena, que estaba caliente, pero en aquel septiembre templado, podía andar sin quemarse los pies. Aquello no era el Mediterráneo, donde estaban todos los amigos de su pandilla, y ni el sol parecía de verdad. Lo único que tenía de bueno ese asco de sitio solitario era que, si quería, podía lanzar las chanclas con los pies, sin temor a darle a algún señor en la cabeza, como le pasó una vez en Alicante. También podía dejar las cosas tiradas en cualquier sitio, porque como nadie pasaba por allí, ningún robo podría producirse. Y las olas, también eran bastante chulas en el Atlántico, pero daba igual, porque muchas veces ni siquiera le dejaban bañarse… A sus papás les daba miedo todo. La verdad es que le trataban como si fuera un crío. No se daban cuenta de que él estaba más maduro que otros niños de su edad.

Miró hacia atrás. Desde la puerta de la casita pudo distinguir a su mamá, que le hacía señas con la mano para que volviese a la casa, pero él decidió seguir sin hacerle caso. ¡Que le dejasen en paz! Ya no se le permitía ni aburrirse tranquilo. Su madre insistía en los mismos gestos. Parecía estar chillándole, pero el bramar de las olas seguramente apagaba su voz. Le diría que no le oía, que no sabía lo que le quería decir. De todas maneras, su madre enseguida se distrajo con su hermanita, que se había manchado el vestido. Siempre había que estar pendiente de aquella niña insoportable. En cambio, él no podía ni quejarse de algo, porque en seguida le decían, que qué mal se estaba portando, que qué mal ejemplo para la niña, que le estaba fastidiando todo el rato… ¡Jo! Algún día, se iría de allí, de esa maldita casa y dejaría a toda la familia. Se iría para siempre. Se sentía perfectamente capaz de subir a un tren sin que le vieran y empezar a viajar. Ir a otra ciudad; dormir en la estación, o en una iglesia, escondido en un confesionario donde se metería cuando no le vieran… Un confesionario para toda la noche podía ser algo incómodo, pero cuando la iglesia se quedase vacía, se tumbaría en un banco. Como se escaparía de la casa con una almohada y un abrigo… Con eso era bastante. Él se dormía de cualquier manera, se dijo orgulloso de sí mismo, porque atribuía a esa capacidad suya signos de fortaleza. Se dormía hasta en el palo de un gallinero, según los mayores, pero él no había visto nunca ni el gallinero, ni su palo ese. Tenía miles de ideas para sobrevivir por su cuenta Ya verían… Cuando le echasen de menos llorarían. ¡Pues que sufrieran ellos alguna vez también! El yoyó era suyo, y no de la tonta de su hermana. Pero a él nunca le daban la razón. Querían más a su hermana, que no era más que una cría llorica que, con echar cuatro lagrimitas, ya se le consentía todo ¿verdad? Como era la niña pequeña… Y a él solo le miraban para echarle la bronca por los deberes. ¡Pues vaya vacaciones!

Mientras esto pensaba, se fijó en las huellas de sus pies sobre la arena mojada. <<Me iré de aquí y entonces llorarán. O a lo mejor les da igual. Ojalá me pudiese meter en el agua y ahogarme. Me moriría, pero así me dejarían en paz>> Y trató de caminar hacia atrás pisando sobre sus propias pisadas.

Luego volvió a caminar por la orilla, alejándose del chalé. La arena estaba limpia, lisa, inmaculada… “sin estrenar”. Eso sí que le gustaba. Como una sábana recién planchada. Los únicos rastros de seres vivos que por allí había eran una huellas en la arena: unas filas de abanicos de tres palitos: pasos de alguna gaviota, rebuscando algo comestible, inútilmente porque las conchitas que por allí había estaban todas vacías. Entonces le sobrevino un ataque de rabia tremendo al recordar cómo se había burlado de él toda su familia. Todo porque un día, paseando por la playa, él había descubierto una zona que estaba plagada de pequeñas valvas de almeja y dijo a sus papás que aquello estaba lleno de restos de paella. Todos se rieron de él porque aquello era lo que empujaba el mar y no restos de comida. Se pensaban que lo sabían todo siempre… Pero bien podía ser que las gaviotas se hubieran comido el arroz y todo lo demás excepto las conchas de las almejas, ¿no? Se creían tan listos…

Se volvió hacia atrás. Vaya, había estado andando bastante. La casa estaba lejos, ya no la veía muy bien. Una de las ventanas brillaba reflejando el sol. Forzando la vista le pareció divisar a su madre. Seguro que estaba rabiando porque él se había alejado sin lavarse los dientes. ¡Qué pesada! Ella no podía salir a buscarle y dejar sola a su hermanita y al otro llorón que estaba en la cuna. Sí… su mamá le estaba haciendo señales. Se dio media vuelta y siguió alejándose.

Cada poco, tomaba una concha, pero estaban normalmente rotas o desgastadas por los azotes de aquellas olas que tanto miedo les daban a sus papás. A él no. Él sabía nadar. Y si se cansaba de nadar, también sabía hacer la plancha. ¡De todos sus amigos de otros veranos era el que más tiempo podía resistir haciendo la plancha! Seguía buscando conchas que fueran chulas, alejándose cada vez más de su casa, y las volvía a tirar… Eran todas unas birrias.

De pronto empezó a tomar conciencia de que estaba solo. Lo notó en el ruido de las olas. Era como si de pronto alguien hubiera subido el volumen de un altavoz. El mar estaba algo agitado, claro, pero también lo estaba antes, y no había reparado en que el ruido fuese tan grande. Era por lo absorto que estaba en su enfado por las injusticias que sus papás le infligían. Miró a su alrededor. La pareja aquella que había visto antes así de pequeña, chico y chica, se habían tumbado y se estaban comiendo allí mismo. Hala, ahí estaban ellos, a lo suyo, como si no hubiera nadie. Todo el mundo le ignoraba… En ese momento una ola le alcanzó los pies. Caramba, luego le costaría un rato encontrar dónde habían caído sus chanclas. En el fondo había pensado en no volver más… pero irse descalzo… Aunque siempre podría robar un par nuevo en alguna tienda.

Se adentró en el agua hasta los tobillos. Estaba fría, pero tampoco tanto. Él era valiente. No era friolero. Había una fuerte corriente que parecía socavar la arena bajo sus pies y le hacía cosquillas. La corriente era muy fuerte, con tan solo un palmo de profundidad, las olas regresaban con fuerza. Caminó un poco más hacia adelante. Los dedos de los pies se le quedaban algo fríos, pero él se atrevía a ir más allá. Le dieron un punto por haber definido bien el horizonte en clase: es la rayita recta que separa el cielo y el mar. Muy bien, le habían dicho, un punto positivo. El horizonte era algo suyo, un tema en el que era experto. Miró hacia la pareja. Probablemente, ni le habían visto. Bastante ocupados estaban. Miró hacia la casita, a lo lejos. Le pareció ver un punto que podría ser su papá. Si era él, cuando llegase no le importaría que le viesen nadando. Miró hacia el horizonte, y le dio confianza para avanzar. Limpio, inmaculado, perfecto como la arena sin estrenar.

 

Jazz

Jazz

Yo tendría veintidós años o así. Los normales, si se me permite introducir un comentario ilógico. Pero sí, los veintidós años son eso: los normales. Siempre, porque no se entiende que luego adquiramos más con el tiempo y nos hagamos con edades realmente extrañas que nos llenan de perplejidad porque en realidad no nos pertenecen. Pero aquel día yo tenía una edad lógica y estaba en un empeño igualmente apropiado: quería quedar con una chica que también tenía un tiempo razonable como el mío, solo que un poco inferior. He dicho que mi empeño era apropiado, y debo reconocer que lo era o no en función de la importancia que queramos otorgar al hecho de que la muchacha en cuestión era la novia de uno de mis mejores amigos.

Éramos estudiantes los tres y mi amigo y yo íbamos a la misma clase. Albert era un buen chaval, de conversación interesante, cuya amistad ojalá hubiera sabido conservar y aumentar. Yo estudiaba en Barcelona, y de padre catalán como él, pero aun reconociendo que no era el aragonés típico, tampoco me abracé nunca al cien por cien a la mentalidad barcelonesa. Decidí que ante todo barcelonés yo sería de fuera, dado que precisamente… era de fuera. Algunas veces amigos de allí me decían cosas como “pero si tú podrías pasar por catalán”. Semejante comentario que ellos decían como algo positivo me parecían inaceptables, puesto que pretendían que no serlo era pertenecer a una especie de subcategoría. Ante esas apelaciones a mi catalanización opté por demostrar que podía sentirme yo superior a ellos no siéndolo, y no teniendo en realidad ninguna vocación de superioridad en ningún aspecto. Era solo por educarles. Albert era catalán, de madre de fuera, con las contradicciones internas que ya en aquella época provocaba el obsesivo problema de identidad de algunos catalanes.

Comenzamos a quedar para estudiar juntos. Yo lo favorecía, ya que mi carrera tenía unas asignaturas que me interesaban y otras que me aburrían hasta la depresión nerviosa. Se me hacía más fácil estudiar con alguien con quien comentar y charlar de vez en cuando. Pronto empezamos a salir también de copas, pocas veces solos, otras con una chica con la que estuve saliendo y su novia. Cuando la historia con mi chica se extinguió comenzó a ser normal que quedásemos para salir los tres.

Ella tenía unos ojos de color almendra con una trasparencia especial y melancólica.

Era una chica muy culta que podía recorrer la feria del libro y no dejar de encontrar algo que explicar de cada libro. Cínicamente, yo pensé que se sentiría adecuadamente cortejada si en vez meterla en una discoteca la llevaba a un ambiente algo más cool. La llevaría a un antro de jazz. Le encantaría contárselo a sus amigas y a su madre.

 

Yo no sabía demasiado de jazz. Cierto es que presumo de tener un oído musical espléndido y yo, como es sabido, presumo también de que presumo poco. Nos sentamos en el antiguo y legendario «La cova del drac» a disfrutar por primera vez de una jam session. La palabra jam significa en inglés mermelada, pero tiene otros muchos significados, como atasco, embotellamiento, apuro, tapón… y verbos como “hacer mermelada”, interferir e improvisar. Esa acepción es la buena en este caso. Una jam session es una ocasión en la que músicos, que en ciertos casos ni se conocen, empiezan a tocar juntos e improvisar dándose paso unos a otros, haciendo relevos de sucesivos solos y también tocando todos a la vez. Parece un milagro que funcione. Yo creo que no soy nada esnob. Diré más: soy de Zaragoza. A mí lo que realmente me gustaba era el rock sinfónico de mi época. Respecto al jazz… era todo mentira. Un cuento más del rey desnudo y su traje invisible. Eso del jazz era muy aburrido y en realidad no podría gustarle a nadie. Yo había entrado allí con otros objetivos. Por tanto, me centré en la chica de mi cita, en pedir una buena copa y en paladearla. La copa. Ella parecía muy excitada por la situación, pero a mí me pareció que el local era relativamente pequeño, para tanto como había oído hablar de él. Estaba situado en el sótano del Drugstore o Drug-drac-store. En mi época ochentera la calle Tuset de Barcelona ya no era el sumun de la modernidad que había sido en tiempos. Pero bueno, tanto el barrio como el local, que había sido fundado por un conocido escritor, todavía retenían el aroma de lo que tuvo durante el inquieto final de la década de los sesenta.

Y allí estábamos, esa chica y yo. Qué habrá sido de su vida, me pregunto yo y se preguntará ella también probablemente alguna vez, quién sabe. Tuvimos que esperar un buen rato sin que la música empezase. Entre tanto, la mirada de mi amiga brillaba en la penumbra como lo hacen los ojos de los gatos y los de los jóvenes cuando sienten que el mundo se está descubriendo ante ellos. A mí no se me impresionaba con facilidad. Adopté la pose más pedante, más tipo «que tío tan interesante y encantador que soy» mientras hablaba con ella gesticulando con mi cigarrillo entre bocanada y bocanada de humo, aquel pardillo disfrazado de muy hecho. Después apagaron las luces, quedaron confusas las formas de los vasos salvo por incompletos relieves tan solo resaltados en algunos bordes por reflejos y ribetes de luz, como le ocurría al rostro de aquella chica de piel blanca y mirada observadora. Los focos del escenario destacaron sin embargo un impresionante piano de cola bien pulimentado de un acharolado y brillante color negro, junto con un contrabajo, que parecía realmente muy alto e imponente, unas trompetas y saxos de un dorado impoluto y refulgente, una batería que espejeaba en sus bruñidas piezas metálicas los focos del escenario… Casi podíamos tocarlo todo, estábamos al pie del escenario. Por un momento, hasta yo empecé a sentirme algo intimidado y aún no habían salido los músicos.

 

De pronto comenzaron a aparecer por allí un variopinto grupo de señores barbados de unos cincuenta años que se trataban entre ellos con una mezcla de desenfado juvenil y elegancia, instándose los unos a los otros a comenzar y a llevar la «voz cantante» con sus respectivos instrumentos. Finalmente se pusieron de acuerdo.

Y la música estalló. Tuve que reconocer que aquello me encantó. Hacían magia. La boca se me abrió como la de un niño atento y perdí la más remota brizna de reticencia o escepticismo. Mi vocabulario romo de jovenzuelo solo me permitía decir: qué pasada, qué pasote, qué barbaridad y otras simplezas por el estilo. Había una comunicación impresionante entre ellos. Tras un pequeño estribillo, pronto la música comenzó a deformarse y retorcerse con los recursos de cada uno relevándose para alcanzar los aplausos cada vez más sonoros del público. Daban vueltas a la melodía de un modo obsesivo pero no monótono. Sería la copa, sería el perfil de mi impresionada amiga, pero fue también jazz. Mis ojos empezaron por fin a brillar como los suyos. Comprendí que ella ya sabía de jazz y por eso su mirada ya estaba así antes de empezar. Yo había reeditado un clásico. El del ignorante que, por serlo, se había sentido sobrecargado de autosuficiencia. La miré y la reconocí como culta y también sensible. Entonces la besé. La besé y yo ya lo tenía todo. No necesitaba nada más. Aquello era la cima del mundo. La copa, el cigarro, su primer beso y aquella música desparramandose por las columnas de la Cova del Drac. ¡Todo! Quise lanzarme y salir a cantar y a gritar con aquellos extranjeros, con los que de pronto me sentía tan unido. Soñé despierto que aquellos tipos, que sonreían como los chimpancés, acomodaban su música para realzar mejor mi voz, que era simplemente la idónea para soul and jazz, hasta que tomaba a mi chica de la mano y la sentaba al piano tras precipitar al pianista al suelo y juntos hacíamos una interpretación libre del tema a cuatro manos, mientras nos besábamos cada vez que podíamos, pero siempre sin dejar de cosquillear sobre el teclado. En realidad, aunque ella era efectivamente pianista y abogado de ventipocos, yo, diletante sempiterno, había colgado la carrera de piano a los catorce, no sé si en tercero de solfeo. Les escuchaba deformar las melodías de modo imprevisible y los otros lograban acomodarse. Entonces todos se mostraban muy alegres sus dentaduras de simio y se regalaban el gesto del pulgar hacia arriba si sus instrumentos musicales concedían un segundo de tregua a dichos dedos. Dios, cómo me habría gustado ser un viejo lobo del mar del jazz y morir sobre mi saxo o mi piano, con una mano muy fría por estar sujetando un whisky on the rocks. Aquella noche le hice el amor a aquella buena chica en una pensión barata situada en una bocacalle de las ramblas. Lo hice con toda la fuerza del saxo, el clarinete, los timbales y el piano de cola retumbando en mi cerebro, poseído por algo que era más que pasión, más que energía, más que percusión, más que fuerza. Más que certeza. Era un poder adquirido en un mundo nuevo, entonces desconocido para mí, y yo que mitifico muy poco, creo que allí, en aquella pensión sucia iluminada por una bombilla incandescente de aquellas de 40 watios, sucedió algo excepcional, continuación de lo que había sucedido en La cova del drac.

No salí a cantar, evidentemente, y a gritar tampoco, en aquel antro, pequeña catedral catalana del esnobismo del jazz. Hablo de esnobismo todo el tiempo porque creo que el jazz no es para cualquiera y entonces tenía un predicamento falso, pero yo alcancé con todas aquellas impresiones un mareíllo lúcido, y pude comprobar algo que me valió de mucho. Comprendí que una nota no es equivocada nunca dependiendo de sí misma. Solo lo es si la siguiente no la integra. Del mismo modo una línea en un dibujo no es equivocada si las siguientes la asumen como base. Si no la cuestionan. De pronto el contrabajo no tañe lo que en su día era la melodía, pero si ese mismo músico y todos los demás tienen la intuición para seguir interpretando, no disimulando, sino desviándose por donde va esa tecla, o cuerda o lo que sea, surge algo distinto que tiene un valor especial, por ser nuevo, irrepetible, extraordinario y ejecutado entre varios que han mantenido una conversación de relatos individuales que guardan algún sentido juntos. Y precisamente eso es Desafíos Literarios. Un montón de artistas normales y extraordinarios a la vez. Cuando uno tal explora los demás siguen tocando, porque saben reconocer en cada gesto la potencialidad de un nuevo camino, acaso el descubrimiento fortuito o no de una nueva penicilina, de otra genialidad individual y colectiva. Es inevitable que de vez en cuando alguien toque de modo imprevisto, y no siempre lograremos rápidamente convertir nuestras limitaciones en excelencias, pero, por Dios, mientras aprendemos a descubrir nuevos acordes, hay que ver la corriente de comunicación y energía que nos electriza y nos une. Hay más vida en un rato de nuestras jam session de escribidores que en meses enteros de existencia. Es vida concentrada; es sentir, sentir fuerte. Ese seguir integrando, improvisando sobre los trazos caprichosos de los otros. Esto me recuerda una hermosa palabra: incondicional.

No importan las equivocaciones ni los baches, porque vamos a seguir disfrutando y tocando; no importan ni los desencuentros y además no los vamos a corregir. Al contrario, los vamos a integrar, con esa simpatía franca y ese respeto y admiración mutua con que se obsequian entre sí los que tenemos corazón de escribidores o los que alegremente se muestran las dentaduras, desarmados y simples de tanta felicidad, desbordantes de música, porque sienten en sus cuerpos la magia del jazz.

¿No?

Ah, vale.

He caminado

He caminado. Había niebla. El paisaje estaba gris. Yo también, estaba gris, como el paisaje. Pero han llegado tus recuerdos.

 

Hace mucho tiempo que decidí desafiar

Hace mucho tiempo que decidí desafiar. Ya fuera para perder o para ganar, desafiar, siempre desafiar. Claro que mi estilo de desafiar es un poco original. No voy a molestar a nadie con mis retos. Nunca he hecho un daño que no me lo hayan hecho a mí primero. Desafió a todo aquello que previamente me ha atacado. Incluso cuando es superior a mí. O bien a lo que supone un reto. Nunca seré demasiado cruel, aunque he advertido que hay gente a la que esa manera mía de ser, descuidada respecto al mal que me amenaza, le indigna. Como en mi relato de los disparos en mi casa. Mi aspecto es el de un hombre sin agresividad. Soy un detector de mediocres, que son aquellos que creen que me pueden zarandear y que por algo lo desearán.

Pero decía que desafío cuando me parece conveniente incluso a lo que es superior a mí. Facebook es superior a mí. Ya he explicado que Facebook un día me cerró el perfil de un modo que me pareció arbitrario. En poco tiempo superé en mucho, partiendo de cero, el número de seguidores, que ya se acerca a los 10.000 y, aunque eso no sea nada comparado con la inmensidad de los océanos digitales, yo estoy contento por la cantidad y calidad de tantas personas. No digamos por el tráfico de la web, desafiosliterarios.com. Acepté el desafío. ¡Me estimuló el desafío! Como en esos chistes de maños. ¿Cómo meter 50 aragoneses en un seiscientos y cerrar la puerta? Fácil: hay que decirles que es imposible.

Para llegar a este año en que escribimos peligrosamente ha sido necesario unir voluntades. Les mostré mis sueños y unieron los suyos. Eran gente diversa. Ese es una de nuestras muletillas cuando hablamos de nosotros mismos. “Todos somos distintos”. Sin embargo, hay cosas en común. No es gente contaminada por malas emociones. Esas que nos producen la envidia, o de las propias frustraciones. Somos otra cosa, decía yo.

Un día, hablaba con una de estas excelentes escritoras y le pregunté qué opinaba de Desafíos Literarios. Su respuesta fue ésta. “Es algo precioso. Es tan bonito que tiene que acabar en tragedia”. Por el momento creo que todos seguimos demostrando poseer esa palabra que yo estoy mencionando mucho últimamente: grandeza. No nos ha atacado la mezquindad, ni la miseria, ni la vulgaridad. En consecuencia, seguimos juntos. Unidos. Espero que para siempre. La filosofía de Desafíos Literarios consiste en que cada uno sea uno mismo y compita consigo para superarse, no contra los otros. Los otros están ahí para que les apoyemos. Alejarse de envidias, de celos, de egoísmos o de egocentrismos, que en el mundo de los escritores pueden ser lo peor. Es una filosofía de crecimiento personal. Respetar nos hace crecer. De quien no se respeta, no se aprende. Respetarse a uno mismo es lo importante, y pasa por no hacer nada de lo que no te puedas sentir orgulloso, que no empeore el concepto que tengas de ti mismo. Agrandarnos por dentro para poder escribir desde dentro. Estar a la altura de uno mismo, hay que lograrlo, porque es: o eso, o degradarse. ¿Somos escritores? Pues entonces somos también románticos, o intelectuales, o sensibles, o apasionados, o pensadores, o idealistas, o soñadores, o filósofos. Somos éticos, lo sepamos o no. Algunas veces no lo notamos ni en nosotros mismos. Pero sí. Trascendemos. Por algo escribimos… Esto no es cuestión de afán. Es otra cosa, como nosotros, que somos otra cosa. Seguimos siendo otra cosa y siempre lo seremos.

Me preocupa ese momento en que alguien cree que no se siente suficientemente querido. En realidad, yo sé que ellos (vosotros) saben que sí que se les quiere, pero algunas veces, cada uno necesitamos sentirnos, no solamente queridos, sino los más queridos; el más querido. Al menos a mí me pasa.

Yo trato de querer a todo el mundo de un modo distinto, para poder decirles mirándoles a los ojos que son los más queridos a su manera especial. No sé qué más puedo hacer. Ojalá supiera. No quiero provocar sufrimiento a nadie ni generar despechos contra mi persona. Esto crece y es cada día más difícil mantener las relaciones particulares con cada uno tan estrechas como en los primeros tiempos. Aunque quien piensa que me quiere, lo comprenderá. Hemos multiplicado casi por dos el número de autores y ahora vamos a hacer mucho más con muchas más personas. Y la verdad es que quiero a todos. No quiero perder a ninguno. Sé darme cuenta de que estoy en el Paraíso mientras lo estoy disfrutando, no como otros, que solo lo reconocen cuando lo han perdido, como bien señala mi admirado compañero de juventud, Hermann Hesse. Qué error tan frecuente.

Me preguntaba uno de vosotros un día si era de la opinión de que todo el mundo es en cierto sentido estúpido. Le dije que todos tenemos sobrada inteligencia para saber cuándo hacemos una estupidez, pero no tanta como para evitar cometerla. Muchas veces hemos “llorado” todos por incurrir en errores que siempre supimos que lo serían. Al menos yo. ¿Por qué reflexiono sobre todo esto en un momento tan dulce como éste, que es de triunfo dentro de una línea recta de batallas ganadas? Porque me doy cuenta de que ahora el desafió será mucho mayor, y se llamará mantener el clímax permanentemente. Desafío para todos nosotros y no solo para mí… Mantener el clímax permanentemente. ¿Será eso posible? ¿Será sano? ¿No nos provocará algún tipo de escozor tanto ajetreo emocional? ¿Podemos pasar una vida gruñendo o gimiendo sin parar de puro éxtasis perpetuo? ¿Estará esto previsto en el cuerpo humano, que reacciones químicas así sean de tal persistencia y magnitud? ¡Menudo desafío!

Leo los comentarios de mis compañeros desafiantes, en los que se habla mucho de cariño, de amistad… Yo eso ya lo sentí antes del Libro1, mucho antes de aquella inolvidable presentación. Tan inolvidable y fantástica como la de este año. Ahora estoy construyendo algo que requiere el mismo entusiasmo, pero más voluntad. Persistencia en las ideas y en los sentimientos, es lo que da sentido a las vidas. O persistimos o deambulamos. No vamos a lograr nada extraordinario sin ser extraordinarios y sentirnos así. En positivo me gusta más: para lograr algo extraordinario, tendremos que ser extraordinarios nosotros mismos. ¡Vaya, ya hemos logrado algo impresionante! Se trata de conseguir más, no solo de mantenerlo. Y para ser de ese modo, debemos entregarnos a nosotros mismos, a crecer como escritores y a apoyarnos más. Debemos abrirnos a que todos sumen, integrar a más personas, a más talentos.

Gracias a estas metas, y no pese a ellas, veo el futuro con serenidad, pasión y optimismo, porque sé que no hay un desierto mayor que el que ya he recorrido con vosotros. Con vuestra ayuda.

Resumiendo: ¿la presentación del 10 de marzo? Fantástica, y todo gracias a vosotros. Pero ya está. Ahora, a por la siguiente fase.

 

La chica del tiquitiqui

—Mañana voy a pasar por Tu ciudad. ¿Nos vemos?

Para un hombre como Carlos, o para cualquiera, qué más da, es difícil rechazar una cita con una mujer hermosa. Pero se dijo que lo prudente era no quedar, si no era seguro que lo fuera.

Ambos eran empleados de sendas empresas que colaboraban entre sí. Se conocían solo de hablar por teléfono y de intercambiar correos electrónicos. Durante mucho tiempo, su relación había sido estrictamente profesional. La prueba es que casi todos los correos de él empezaban por “de acuerdo con el mensaje anterior…”. A eso luego sumaban dos o tres líneas de texto de información concisa tipo “te adjunto la información solicitada para… “ y así avanzaban las relaciones entre sus “respectivas compañías”. Claro que siempre se tutearon desde el segundo o tercer mensaje, porque eso era lo habitual, no porque hubiera entre ellos ningún tipo de trato personal. Hasta que un día, donde tenía que poner 12.000, Carlos escribió 120.000. Ese cero adicional multiplicó por diez las posibilidades de establecer otro tipo de relación, cuando ella le llamó por teléfono. Y, quién podía imaginarlo, era extraordinariamente simpática.

—Perdona que te moleste: he visto en tu email anterior una cifra que se sale delo habitual y he querido asegurarme, porque creo que es fácil confundirse. ¿Me confirmas esos 120.000? ¿Me lo confirmas?

Cuando ella dijo me lo confirmas… algo recorrió la columna vertebral de Carlos. Era como si le hubiera dicho: ¿me lo confirmas, papito? Vamos, confírmamelo bien… Carlos se dijo que necesitaba salir más, que jamás nadie había encontrado una connotación erótica a un término tan concienzudo y profesional como el verbo confirmar. Pero es que, había que oírselo a ella.

—Te lo confirmo con mucho gusto.

—¿En serio? ¿Vais a contratar diez veces más en abril? —dijo ella contenta de semejante incremento de negocio.

—¡Ay, no, no! ¡Qué va! Perdona, me he distraído. ¿Qué íbamos a hacer con tantos espacios publicitarios en ese mes? Me confundí cuando lo escribí y ahora he estado a punto de ratificarlo otra vez.

—¿Sabes que si no te digo nada tu empresa habría tenido que pagar un montón de dinero?

—¡Uf! Menos mal que me lo has dicho. ¡Cuánto te lo agradezco!

—Sí porque a mi empresa le habría encantado esta situación. He ido en contra de mis intereses, pero me he imaginado que sería un despiste. ¡Y aun lo repetías! -decía muriendo de risa, pero de un modo que no resultaba ofensivo.

—Es que tu simpatía me desconcierta hasta ese punto, querida María.

Un minuto después los dos se reían, y él sentía una irrefrenable propensión a tratar de gustarle. Pero no era preciso: ella había tomado la iniciativa.

—Quizás me debas tu puesto de trabajo. Si un día voy a Madrid, a ver cómo te portas.

—Haré todo lo posible por dejarte contenta, no lo dudes.

Cuando Carlos colgó el teléfono le dolían un poco las mejillas de tanto sonreír sin parar, ya que la charla se había prolongado bastante. Pero le fastidiaba que su llegada no tuviera fecha.

A partir de ahí, se acabaron los “de acuerdo con el correo anterior” y empezaron los “Buenos días, María”. Al día siguiente, “hola, María”. Y al tercero, Carlos ya no hizo más progresos. Fue ella la que instauró el chat como medio de comunicación.

A partir de ahí comenzó la relación de trabajo más divertida que Carlos había tenido nunca. Las bromas de ella le sorprendían continuamente y era frecuente que Carlos, acabada la conversación, se observase a sí mismo riéndose solo, como aquel día en el que un compañero entró en su despacho y lo pilló casi llorando de risa con la mirada puesta en algún punto indeterminado de la pared. Llegó a sentir tal grado de confianza con ella que los chateos pasaron entonces del horario laboral al nocturno y a los fines de semana. Empezaron a darse informaciones personales. Ambos casados. Ambos cansados. Ambos con hijos.

Ella le halagaba constantemente. Le recordaba el día en que leyó su primer email en el que él le decía que estaba seguro de que con la participación de ambos generarían “el sistema de colaboración más eficaz posible, en beneficio de ambas empresas” ella ya había notado algo especial en él.

—Te leía y notaba un «tiquitiqui» —decía—. Este tío me va a gustar.

Él arqueaba las primeras arrugas de la frente. ¿Era el tiquitiqui lo que él se imaginaba? ¿Tan elegante y sensual era la prosa empresarial que utilizaban a base de cortar y pegar las fórmulas que todos en su profesión empleaban como para que ella sintiera el tiquitiqui? En realidad, era el equivalente a lo que le pasó a él durante su primera conversación telefónica. Aquel “confírmamelo, papito”, que ya no sabía si el papito lo había dicho ella realmente o no. Él creía que no, pero ya no estaba seguro. Un caso misterioso casi.

Y ahora tenía ante él aquella propuesta:

—Mañana voy a pasar por Tu ciudad. ¿Nos vemos?

Mientras le preguntaba a qué hora se pasaría por su oficina, él se preguntaba si era conveniente tener esas confianzas porque… ¿y si era fea como un avestruz?

—Déjate de oficinas. He ahorrado a tu empresa unos cuantos millones y a ti te salvé de un despiste. ¿No me vas a invitar a un café? ¡Quedemos fuera! Ya hemos superado nuestra época “corporativa”, ¿no? Busca un café chulo de tu ciudad y llévame a allí. Pero necesito que esté lo más cerca posible de unos grandes almacenes.

«Esta va lanzada con su tiquitiqui», se dijo. Bueno, pues si era fea le daría igual. Nadie es perfecto. Realmente era muy simpática y, sobre todo, era una mujer especial, que desbordaba gracia e inteligencia, además de mucho… tiquitiqui.

Cuando llegó, se reconocieron en seguida. Y, vaya, no encontró en ella parecido con un avestruz. Se dieron dos besos en la mejilla, después de la cual ella le miró sonriente, parecía satisfecha, y tomando su cabeza entre las manos, de pronto le dio un beso en la boca. Él estaba sorprendido ante tan pocos preámbulos. Después se sucedieron otro y otro, y luego ya fue uno solo de duración indeterminada

Cuando por fin se tomaron algo de tiempo para respirar, recordaron que estaban en plena calle y repararon en que de hecho deberían tener frío. Ella miró a su alrededor y cuando vio los grandes almacenes, le tomó de la mano y tiró de él, casi corriendo, como una niña que tiene prisa por enseñarle a papá un dibujo que le ha hecho.

–¡Vamos, corre! Tengo poco tiempo, pero quiero hacerte un regalo.

–¿Un regalo?

Subieron por las escaleras mecánicas, riendo a carcajadas, sin saber por qué. Al llegar a la sección de caballero, ella atravesó la planta tomando distintos modelos de pantalones. Nos jeans, unos marrones, otros verdes…

–¿Quieres regalarme unos pantalones?

Un dependiente se acercó a nosotros y ella dijo.

-Quiere probarse estos pantalones. ¿Tiene de su talla?

Mientras el dependiente buscaba ella comenzó de nuevo a besarle. Y le dijo al oído:

–No quiero regalarte ningún pantalón. Solo quiero que te los pruebes…

A los pocos instantes llegó el dependiente con los pantalones de la talla de Carlos. Ella casi se los quitó de las manos mientras le preguntaba por el probador y hacia allí se dirigieron de inmediato mientras el empleado se les quedaba mirando.

Ella cerró la puerta del probador, le volvió a besar en los labios y se sentó en el taburete.

–Vamos, pruébatelos.

Carlos se sintió un poco cohibido, pero ella, aprovechando que estaba sentada, le desabrochó el cinturón y en el tiempo en que se dice uno, dos y tres, Carlos se vio en el espejo con los pantalones en los tobillos.

–¡Qué piernas tan peludas! -dijo siempre con su sonrisa cogiendo uno de sus muslos con las dos manos.

–Bien… Esto… Esta situación, como dicen en las películas, es un tanto inusual… —sonrió él nerviosamente.

–Bueno, si te da corte que te vea en calzoncillos sin apenas conocernos, no te preocupes.

Y de un tirón bajó sus calzoncillos hasta donde estaban sus pantalones, dejando al descubierto toda su dotación, que ella no tardó mucho en sopesar, examinar y en darle todo tipo de muestras de cariño y delectación morosa, hasta que por fin decidió hacer lo que sin duda tenía previsto desde que le anuncio su visita.

El desenlace se hizo esperar y, por este motivo, cuando el dependiente los vio salir del probador les miró con una expresión de sorpresa. Ella le dejo los pantalones, que no llegaron a desplegar, sobre un mostrador y le dijo:

–Gracias, no nos gusta cómo le quedan.

Cuando llegaron a las escaleras mecánicas se volvieron a ver a mirar a aquel hombre, que seguía de pie con los cuatro pantalones colgados del brazo mirándolos descender hacia la planta inferior, como siempre, muertos de risa.

–Ay, María, María… Y a mí que no me gustaba nada ir de compras…

–¿No crees que esto va a “favorecer la cooperación mutua entre nuestras respectivas compañías”?

–¡Sin duda! Esto marcará un antes y un después –dijo Carlos con el mayor entusiasmo–. De hecho, creo que debemos ocuparnos ahora mismo de desarrollar más aún las relaciones, que parecen que van a ser extraordinariamente provechosas.

Fueron a tomar un café y a los pocos minutos, se despidieron. Al parecer, ella había convencido a su marido para que fuese a la ciudad a ver a un colega y se volverían inmediatamente, cuando él terminase.

—Mi marido es como un moro, siempre pensando en que le voy a poner los cuernos.

—Mujer, pues en este caso parece claro que no le faltan motivos al hombre…

—Bueno, estoooo… ¿Tú de parte de quién estás?

Con estas cosas Carlos no paraba de reírse. Era una suerte que con aquella mujer tan encantadora pero tan… resuelta… no pudiera existir nada serio, dado que tantas circunstancias lo hacían imposible. Dos ciudades alejadas, dos familias…

 

Confesiones de un hombre vacío (solo primer párrafo de novela)

Es probable que yo siempre haya sido un hombre vacío.

Puede extrañar que parta de una afirmación semejante, de una confesión así. Lo cierto es que esto no es en absoluto vejatorio para mi persona, o yo no creo que lo sea. Los hombres vacíos suelen tener suerte. Y los hombres que tienen suerte tienden a ser tipos vacíos. Como yo. He sido un hombre afortunado.

Sin embargo, cuando la suerte de una persona fluctúa ¿Qué ocurre con su vacuidad? No me siento capaz de negar que esta pregunta puede ser una estupidez. Pero en algunos momentos de mi vida me he sentido inclinado a cuestionarme estupideces. Por ejemplo. ¿Quién se cuestiona estupideces es un hombre vacío? ¿O es un hombre lleno de preguntas idiotas? ¿Habré sido quizás un hombre fluctuantemente vacío?

Voy a tratar de contar mi historia. Para poder completar la narración hay que atravesar muchas páginas de inmadurez y simpleza. La duda está en si aparecerá algo distinto hacia el final del libro o no. Para poder juzgarlo no hay más remedio que leer la historia en su totalidad. Así pues empezaré diciendo que me llamo Marcos, como todos los personajes de novela de nuevos escritores de hoy día. Y  añadiré que siempre fui… un tipo vacío.

Hay toda una tradición de pensamiento clásico español, muy católico, que relaciona la infelicidad y el sufrimiento con el cultivo de la espiritualidad. Mortificación, ascetismo, virtud… expiación, salvación, unirse al sufrimiento y la pasión de los otros y redimirse con Jesús. Solidaridad sobrenatural… Pues yo creo que de esto, precisamente de esto, no trata mi historia en absoluto. Porque yo creo, ya lo he dicho, que siempre fui un hombre vacío. Y por tanto, con suerte.

Lista de tareas

Correr más, para que la vida no me canse. Descubrir un lugar nuevo, y un diferente paisaje. Dejar atrás los pueblos que no me estimulan y aquellos a los que yo no puedo ni tengo derecho a esperar que cambien por mí. Olvidar lo ya sabido. Emprender otra historia desde cero. Resucitar después de muerto en vida. Tomar fuerzas. Lanzarme de cabeza a bucear y luego salir a calentarme al sol. Volver a sentir mis latidos cuando brillen los charcos o las olas. Sentirme fuerte al gritar. Recordar vagamente primaveras anteriores, con cada tarde de sol y yerba. Soñar en un instante con esa chica a la que estoy viendo andar. Conducir con la ventanilla abierta. Meter la mochila al tren. Conocer gente que valga la pena. Devolverle la sonrisa a una buena ensalada. Leer en una terraza. Conversar sin parar. Poner la música a todo volumen y cantar hasta enronquecer. Amar sin sabores amargos. Apostar por mí y ganar. Cavar un túnel para meterme en la cárcel. Dejar cosas atrás, muy lejos, correr, olvidar condicionantes, y no perder ni un minuto con quien no me quiera apreciar. Tomarme un güisqui en la cueva del dragón. Ser perdonado. Beber de la botella casi helada. Mentirte por diversión hasta sacarte un beso. Enfrentarme con aquellos tíos, y con razón. Anudar tu pañuelo en mi lanza. Fregar platos y cantar con mis hijos. Reírnos mucho porque es increíble lo mal que canta el pequeño. Bajar la cuesta larga en bicicleta sin frenar en las curvas. Dormir con la ventana abierta. Remar hasta que me duelan los brazos. Tomar tu cara con las dos manos y observar tus labios. Escribir. Esperar bajo una marquesina a que pare de llover. Aprender de una vez a dar una voltereta como Dios manda. Darle una buena lección a alguien que se lo merezca. Ser monje tibetano durante cinco o seis años. Ducharme placenteramente antes de meterme en la cama. Sentirme flotar. Ver series de televisión de cuando era pequeño. Desayunar al aire libre. Conocer el sentido de mi estado de ánimo. Soñar nuevas etapas, y abordarlas después. Darnos un solo beso de veinte minutos o más. Aprender un deporte nuevo. Reflexionar sobre la palabra fervor. Recorrer el mundo en autostop y ejercer de trovador. Chillar cuando hace mucho viento. Saber apreciar lo que tengo, y que seas tú. Volver a disfrutar jugando a las cartas. Olvidar mis errores. Caminar sobre la barandilla del puente. Sonreír pensando en no sé qué. Hablar en morse. Elucubrar, acompañado o no, hasta las cinco de la mañana. Volver a casa al amanecer. Ducharme con agua fría. Dormir la siesta con mi cabeza sobre tus piernas y pensar en el siguiente objetivo. Escuchar el sonido especial de tu hablar cuando pongo mi oreja sobre tus pechos. Quedar una tarde y pasar doce horas contándonoslo todo, sin habernos dado cuenta. Tumbarme junto a los pinos con las manos en la nuca, y ver desde abajo las ramas y el cielo.

Abrir los ojos y ver la realidad. No poder soportar la realidad. No resistir más la realidad.

Huir, cambiar. Correr mucho más para que la vida me canse; para que la realidad no me alcance.

 

Más que ir a la peluquería

Ella había decidido darle un nuevo sentido a su vida, pero tenía un problema importante. En realidad tenía muchos problemas, pero había uno que le complicaba bastante la vida: era una mujer inteligente.

Desde joven había comprendido que eso era un gran inconveniente para según qué tipo de cosas. Por ejemplo, a otras chicas en su situación, para dar un giro a su vida, les bastaba con irse a la peluquería y cambiar de corte de pelo. Pero ella no era una cretina. ¡Cuánto envidiaba algunas veces a las cretinas! Todo parecía tan simple para ellas… ¡Por supuesto que era presumida y pensaba cambiar de peinado! Pero sabía que eso no era casi nada. Para lograr que ser inteligente no significase un obstáculo, no le quedaba más remedio que ser además valiente y ejercer. De inteligente. Vivir y sentir como tal. Sacar la gran mujer que tenía dentro.

Se puso en contacto conmigo y comenzó un taller de relatos. Al día siguiente, en la primera sesión del taller, conoció un pequeño grupo de amigos y amigas interesantes a los cuales ella también se lo pareció.

En su primer ejercicio escribió:
“He descubierto algo importante en el Taller de Enrique Brossa”.

Y sus ojos y su sonrisa volvieron a ser los de una mujer especial. Lo que siempre había habitado dentro de ella.

Taller de Enrique Brossa. Online.
Vamos a comenzar un nuevo taller de relatos. Pide información mandando un mensaje privado.

Mucho más que cambiar de corte de pelo.

Luna de miel en Bali

Era muy estimulante la expectativa de que Bali sería un paraíso. Dentro del avión nos atendían aquellas azafatas vestidas con bonitos trajes étnicos, tan esbeltas, tan finas y serviciales. Sin embargo, el aeropuerto estaba en huelga. Los pasajeros bajamos del avión y nos hicieron esperar junto a la escalerilla en medio de una pista vacía. La tripulación parecía estresada. Nos indicaron que nos acercásemos a la montaña de maletas que habían vaciado allí mismo, y que seleccionáramos la nuestra. Alguien dijo algo así como bienvenidos a Indonesia, bienvenidos al tercer mundo. Uno de los tripulantes nos respondió en inglés preguntando si en Europa nunca había huelgas de aeropuertos. Algunos trataron de explicar en un inglés macarrónico que «in Spain exist minimum servises», pero nosotros en vez de enredarnos en discusiones, corrimos a localizar cuanto antes nuestros maletones.

El calor era apabullante. Yo pensaba que salía del motor del avión pero no. La atmósfera parecía a punto de arder. Con cierto desorden entre los pasajeros, localicé nuestro equipaje y volví cargado hasta donde el segundo de abordo seguía discutiendo sobre huelgas y creo también que sobre el ramadán aunque allí la mayoría no éramos musulmanes. Algunos pasajeros no encontraron sus maletas, así que se decidió que, aquellos que ya las tuviéramos, fuésemos al control de pasaportes. Ella y yo estábamos bastante enteros, pero otras parejas que como nosotros habían tomado el avión en Bangkok, parecían mareadas por la temperatura y el estrés.

El aeropuerto de Bali Dempasar, se llama Aeropuerto Internacional Ngurah Rai. No era un gran aeropuerto, pese a sus veinte millones de vuelos al año. Los pómulos asiáticos de los policías de Bali les daban un aire despiadado y me hacían pensar en esas películas de golpes de estado y torturas. Sin embargo, nos miraron con apatía y nos dejaron pasar.

-¡Wait, wait! ¡Come here!

Me explicaron que tenían que confiscar mi ordenador portátil. ¿Por qué? Por seguridad. ¿Acaso no se podía entrar en Bali con un ordenador portátil? Ellos solo repetían «security, security». El policía se me quedaba mirando como con pena, esperando de mí alguna reacción.

Pregunté a mi mujer si llevaba monedas o billetes de poco valor. Reunimos el equivalente a unos 4 euros en calderilla. Los tomé y les dije:

-I understand security.

Y él respondió:

-Yes, security.

Y yo le dije:

-You are a good person, eres bueno. Cuidas tu país. Cuidas Indonesia. ¡Good policeman! Please, acepte mi obsequio por ser buen policía, es un honor conocerlo, please, tómese algo porque nosotros honey moon, luna de miel. Tenga, por mi honey moon. En mi país los novios give presents, regalan dinero a la gente, Spanish tradition, porque we are happy because of our honey moon. Tenga, costumbre española, regalo de honey moon. Hala, ¿ve cómo yo entiendo security? I understand security very well. Tenga: security. No tengo más security.

El policía sonrió con cara de triunfo y miró a uno de sus compañeros que también se alegraba, ambos con bigote y con cara como de, ¿ves lo que yo te decía?

-OK, ok, -dijo señalando mi ordenador-. Thank you and happy honey moon.

Dejamos atrás la aduana y fuimos a por un coche de alquiler.
-Cari, ¿acabamos de pisar esta isla y ya has tenido que sobornar a un policía?
-La verdad es que ha salido muy barato. Olvidémoslo. No me quiero cabrear. Es nuestra luna de miel.

Tras unos minutos de firmar papeles en una oficina de RENT A CAR junto a una nativa muy guapa que sí que hablaba en inglés, no como el policía, tomamos nuestro 4×4 de alquiler. Los dos con nuestras camisas remangadas y nuestras gafas de sol en un Jeep sin techo ni puertas.

Empezamos a circular. Yo escuchaba atento el sonido del motor de aquel coche. Una brisa suave ahuecaba nuestras camisas. A menos de cien metros del aparcamiento un policía de tráfico empezó a pitar y me hizo señales muy enérgicas para que aparcase a un lado de la carretera. Empezó a chapurrear en inglés, como el anterior.

-¿Qué te dice, Cari? No se le entiende nada.
-Que hemos parado en el stop más de lo necesario.
-¿Parado en un stop más de lo necesario? ¿Qué infracción es esa?
-Eso dice. Y que al ser un coche de alquiler ocupado por extranjeros se tiene que quedar con nuestros pasaportes y no podemos seguir conduciendo. ¿Tienes otros tres o cuatro dólares?
-¡Ay! Mira que yo quería el combinado USA y Canada…
-Mujer, no te preocupes. Esto nos valdrá para el desafío literario que acaba mañana.
-¡Pero si mañana es el último día!
-Eso digo. Pues esta tarde en el hotel escribiremos un relato, y nos darán el premio en http://desafiosliterarios.com/  contando esto.
-Ah, claro. Justo lo que suelen hacer en Bali dos recién casados en viaje de honey moon.
-No te preocupes. Primero haremos lo primero que tenemos que hacer.
-¿Registrarnos en la web Desafíos Literarios?
-Anda, vamos, que a ti te voy a registrar yo en cuanto lleguemos. -¿Y si paramos aquí mismo y nos vamos registrando un poco?
-No, que llegará otro policía a hacernos objeto de otra microestorsión. Otra «security» de esas. Vayámonos al hotel y registrémonos allí.
-Mutuamente.
-¿Pero le has dado ya el dinero? ¡Que tienes al guardia esperando, cari!

 

Disparos

Estaba yo escribiendo, cuando de pronto empezaron a sonar disparos. Abrí la ventana para protestar y mi mujer se alarmó pensando que me podían alcanzar y matarme. Estas cosas son las que provocan que la mujer española,o al menos la mía, hable de su marido en tercera persona. Léase así, por favor: «Están disparando en la calle y lo que se le ocurre a él (nótese la aglomeración de pronombres) es asomarse para decirles que no le molesten». Mi mujer no se lo está contando a otro, porque solamente estamos ella y yo. No sé bien el mecanismo que les hace fingir que lo hablan con un tercero en vez de con el interesado. Podría decir, «Están disparando y se te ocurre asomarte, espabilado». Pero las españolas casadas, lo que desean no es tanto discutir como que las comprendan. Y como el niño que tiene un amigo invisible, ellas se lo cuentan a su madre o a alguna amiga, que no está delante en ese momento, pero les da igual. Lo dicen así y sienten que les comprenden, o al menos que están cargadas de razones para ser compadecidas.

«Están disparando en la calle y no se le ocurre nada mejor que asomarse para decirles que no le molesten».

Siempre hay que comprenderlas a ellas. Hay que estar todo el tiempo, en todo momento, sin parar de comprenderlas, ¿Saben ustedes? Y mientras seguían los disparos, claro, uno de ellos acabando con el jarrón chino de la tía Marina, y otro tiro irreverente fulminando esa imagen. ¡Esa bendita imagen! de la Virgen del Pilar! ¡Bendito regalo de bodas! Y yo se lo explicaba todo esto a mi mujer, que es que siempre hay que estar comprendiéndola, que abusa de que siempre haya que estar comprendiéndola. Que a nosotros también nos gustaría sentirnos comprendidos alguna vez, pero es imposible, porque toda la comprensión del mundo, toda la que tienen donde la comprensión se produce para todo el planeta, que será en el Tíbet, con el dalai lama ese, o en algún sitio así, toda, toda, la comprensión toda, toda la que hay, la absorbe ella solita, es toda para ella, y mientras yo le decía eso, una bala que perforó la escayola del falso techo, provocaba una especie de confeti de cal dando a mi pelo un aspecto canoso que no se compadece con mi juvenil y vigorosa realidad. Y ella seguía explicándome las cosas en tercera persona. ¡Pero mírale! ¡Si es que está loco! ¡Pero que lo van a matar y él con sus discursos paseando por el salón! Y de pronto cambiaba a la segunda persona. ¿Pero te quieres agachar, que te van a matar? Para a continuación, volver a la tercera: ¡Dios, qué hombre! Frase que cuando la pronuncia mi mujer no significa que desfallezca ante mi rotundidad muscular y mi sex appeal. No, qué va. Significa más bien que le está entrando un ataque de rabia. Así que me va a matar, qué sé yo quién, y se enfada conmigo… Son reacciones coléricas sin sentido.

No quiero que piensen que soy como el inspector Colombo, siempre hablando de mi mujer, porque yo en realidad de lo que quería hablar es de los tiros. De los disparos. A mi me dio igual , la verdad, bueno, no me dio igual. Mis ojos lloraron de alegría de ver que por fin podría tirar a la basura el bendito jarrón chino de la tía Marina, junto con la otra estatuilla de la Santa Madre de Todos Nosotros, no por nada, que yo tengo mucho respeto a lo que se diga que hay que respetar, sino porque no pintaba nada en mi dormitorio,siendo testigo mudo de cuanto acontecía en el tálamo. Yo me puse a escribir. ¡Pero míralo! ¡Que lo van a matar y se pone a escribir! Seguía ella diciéndoselo a la amiga invisible, para que vea ¡Cómo es! Quiero decir, cómo soy.

Y desde entonces, no han dejado de disparar hacia mi casa. Acabaron con casi todos los televisores, tanto el Black Trinitron de cuando mi paciente lector era pequeño, como el LG Scarlet, que tenía un porrón de pulgadas, y unas luces de club de carretera, pero que cayó justo cuando dictaban sentencia en una película de juicios. Lo atravesó el proyectil en la cabeza del acusado desmintiendo así lo de la lentitud de la justicia . Ya no hemos visto más televisión ni más juicios. Los niños, con su consola en su cuarto. Las chicas con su tablet y sus teléfonos, también. Y mi mujer siempre a mi alrededor, como los tiroteos y detonaciones, disparando a mi alrededor, diciendo a su amiga invisible. ¡Pero míralo! ¡Si es que se ha vuelto loco! ¡Si es que lo van a matar y ni se inmuta! Va desgranando una letanía de si es que esto, si es que lo otro. Lo antedicho: para cargarse de razones. Y para que la comprendan más todavía de lo comprendida que está ya, aun cuando yo crea que no cabe más.

-Mujer, que sí, que lo sé, que me están disparando, y que tratan de matarme. Bueno, ¿y qué? Si a mi los tiros no me quitan de escribir. A mí lo que me distraen son tus siesques.

Ahora mismo, mientras redacto estas líneas han hecho añicos el último vaso de esos que teníamos con burbujita en la base, de cuando nos casamos. Y así llevamos ya más de un año, con esto de los disparos. Me levanto a desayunar y ya huele todo a pólvora quemada y me rozan las sienes las postas de mis sicarios, o del ejercito o lo que sean. Me agacho a tomar el periódico y,menos mal, justo en ese momento me habría dado en la cabeza una bola de metal que parece recién salida del costado de un bergantín. Los muros del pasillo están todos desconchados, el techo tiene un agujero por el que me saluda el vecino de arriba, que es muy cordial y tiene un pijama como uno que tenía yo pero con bolsillo. Por cierto, yo creo que es una familia estupenda. Y no es raro que me encuentre la cocina humeante o hasta con llamas por efecto de alguna granada de mano. Pero yo ya me levanto con los papeles en ristre, venga a escribir sin parar y no levanto la cabeza más que cuando los niños salen al colegio por la puerta de la cocina y yo bebiendo mi café con leche bajo el fuego enemigo.

-Un beso, hijo mío. Cuidate mucho, que hay temporal. Oye, y hay que acostarse antes para llegar a la hora por la mañana, ¿eh? Que salimos muy justos todos los días.

Y antes de que cierre la puerta yo ya tengo la vista en mis escritos.

Y así llevamos un año. Me quieren matar pero yo me hago el distraído. Y si me quieren matar que me maten, oye, que tampoco es para tanto.

Un año así, o más, que vamos tirando con todos estos estrapalucios.
«El año en que escribimos peligrosamente».
Relatos y poemas de 28 autores de DesafiosLiterarios.com
Se presenta el 10 de marzo a las 12:00 en Madrid.
En un lugar secreto, para que no nos disparen.

PARA ACUDIR A LA PRESENTACIÓN DE NUESTRO LIBRO, POR FAVOR, CONTACTAR URGENTE CON ENRIQUE Enrique Brossa.

¡TE ESPERAMOS!

La creación

Creó al hombre. Y vio Dios que el hombre era bueno. Pero luego el hombre, que se llamaba Adan y hacía honor a su nombre, exclamó:
-¡Dios, qué solo estoy!
Y ahí se empezó a liar la cosa.

EL FINAL DEL IMPERIO DE LOS TRANCHETES

Estoy sufriendo con una dignidad moderada el llamado ocaso de los tranchetes.
Nadie sabe lo dura que es la vida de un Rodríguez. Le entran deseos de comer helado, y el pobre, hala, se pone morado, que además, rima con helado. Es por la falta de cariño… Poco a poco el caos gastronómico se aproxima amenazante a unirse con otros desórdenes, como el del horario. Pero los peores momentos guardan relación con la escasez de los tranchetes. El el principio del fin. Esa es la señal de que lo peor está por llegar. Has comido jamón cocido con pan y tranchetes. Has encontrado en la nevera espinacas congeladas y te has inventado el churro de espinaca envuelta en tranchete. ¡Un asco! Cociste unos espagueti y les añadiste abundantes tranchetes, Pusiste tranchetes sobre los filetes de lomo, incluso has desayunado galletas con tranchete. Todavía recuerdas los trozos de tranchete flotando sobre el gazpacho de bote, como los restos de un naufragio, que no es otro que el tuyo precisamente. ¿Y ahora qué? ¿Que va a ser de ti sin estas láminas insípidas de queso industrial?
No es que sean deliciosos, digamos las cosas como son, ni demasiado nutritivos. Pero eran el tabique maestro de la estructura de tu arte culinario. El punto de apoyo. Lo que sabes hacer para alimentarte es esto: sacar cosas de la nevera y calentarlas en el microondas con un tranchete o cuatro encima. A partir de ahora, ¿cómo subsistiré si no me decido a salir a comprar más? ¿O es que voy interrumpir el tiempo de mi Imperio de la soledad y la tranquilidad para pasear el carrito por Mercadona? ¡Ni hablar! ¡Yo sí que tengo principios! Antes me voy a la playa con mi familia, que por cierto habrán comido hoy una paellita excelente en el Faustino. No.¡Jamás! ¡Debo saborear cada segundo de mi libertad! Nada ni nadie socavará mis ideales, ni sofocará mi rebeldía. Me quedan nueces, además bastantes; salsa de tomate; una lechuga pocha, dos pechugas de pollo muerto, normal es que sean de pollo muerto, claro, pero yo sé por qué lo digo. Las cebollas estas… apestan, pero los ajos yo creo que no. Sal, vinagre… Este puerro seco parece que lo haya empleado ya el verdulero ese tan finito. Aún queda leche, que es un alimento muy completo. Podría sobrevivir mucho tiempo tomando leche. Esta noche quizás cene pimientos del piquillo de lata, que como plato único es perfecto. Y leche. Lo que viene sucediendo en mis intestinos puede tener un efecto positivo en mi aspecto físico a medio plazo.
Luego te ven en un restaurante y dicen: mira cómo se lo monta cuando no está su mujer… Y realmente has salido solo para comprar tranchetes para poder subsistir.
Cuando veas un Rodríguez en la calle, o en algún bar, que seguro que lo vas a reconocer a distancia… ponle un pulgar hacia arriba, anímale, oye, que lo está pasando muy mal, el pobre tío, que está subiendo las cejas y mirando su cerveza y se están riendo de él los jóvenes del fondo. Dale un abrazo de amistad con palmadas en la espalda, muéstrale tu solidaridad y apoyo si eres un hombre.
Y si no lo eres, pues, anda, mira a ver, que algo podrás hacer por él…

Joe Cocker

Eres tan bella para mí. Interpretado por un alma sin piel. Es decir, un alma despellejada.

Cuando tenía 20 años fui a un concierto de Joe Cocker en Barcelona. Yo pude colocarme a unos 3 metros de él. Era un hombre prematuramente avejentado, feo, lloroso, alcohólico, contrahecho que parecía volverse mongólico literalmente en los momentos especiales de sus canciones. Emocionó a todos. El mundialmente famoso rock star nos daba pena y pese asu éxito sentimos compasión, cuando estábamos allí para vociferar y beber. No podía darse más interpretando canciones. Saliendo del concierto estábamos casi tristes porque no seguía cantando. Pensábamos que para ser realmente gigante como él era preciso ser un desastre en todo lo demás. A mí, ser un desastre no me ha convertido en gigante después de todo…
Si hay cielo, Joe, tanto como parecías sufrir, tú tienes que estar allí, Joe. Un abrazo fuerte, amigo mío, de los tiempos de las aventuras y de los pensamientos intensos. Descansa en paz. Nunca he olvidado aquel concierto. Gracias.