Hay personas desagradables por naturaleza. Sin educación. No hace falta describirlos, todos les conocemos. Se auto afirman con frases como las siguientes: yo soy muy directo. Yo soy muy clara. Yo no me ando con rodeos. Es que yo tengo mucho carácter. Yo no tengo horchata en la sangre. Me corre sangre en las venas, etc. Con eso se dan permiso para soltarte impertinencias, ya que están sin civilizar. Están convencidos de que aquellos que tenemos que convivir con ellos, por ejemplo en el trabajo, tenemos que asumir esa mala suerte, porque ellos no tienen por qué cambiar ya que son así, y creen tener derecho a ser como son, aunque nos molesten.
Otros son los informalistas radicales. Pueden comer como puercos a tu lado (y tratar de no pagar, claro). Se sienten «muy sanos» y les da igual lo que te parezca todo lo que a ellos les apetece hacer.
En otro extremo están los cursis que creen que saben unas supuestas normas muy determinadas para hacerlo todo. Saben como se combinan los colores de la ropa, por ejemplo, y es opinión de muchísimas mujeres y no pocos hombres, que un determinado color no se debe poner nunca al lado algún otro porque «no pega». Pelan la fruta con cubiertos, cosa que me parece de agradecer, pero según ellos hay una sola forma de pelar una naranja que sea «correcta» y las demás maneras de mondar esa fruta con cuchillo y tenedor son «incorrectas». Alguien les dijo una vez que comer espárragos con los dedos era «correcto» y me da asco ver que se mojan la mano con el caldillo convencidos de estar dando lecciones de elegancia y clase a todos los comensales. Tienen unas frases y actitudes «correctas» para recibir un regalo, para saludar, para invitar, etc. Me irrita la gente así, que extiende el mensaje a la sociedad de la tontería y la pérdida total de la naturalidad y que se escandalizan cuando alguien no sigue «correctamente» alguna de sus bobadas. Detrás de estas cosas hay dos carencias que quizá vayan unidas. Mi diagnóstico es falta de seguridad en sí mismos y de personalidad. Siguiendo normas se sienten seguras. Y generando inseguridad a los otros también se encuentran a salvo.
Entre medios de estos y otros grupos, aprecio a la gente que solo trata de no molestar y que no sigue normas sino su propio sentido común, sin tratar de imponer su comportamiento a otros ni dejar que los otros le afecten. Simplemente tienen deseos de convivir. El resultado es una comunicación franca, clara con los demás, una relación buena, adecuada, que funciona bien.
Para escribir, quiero creer que hay que hacer lo mismo. No todas las normas deben ser respetadas para demostrar su conocimiento, porque escribir no es una actividad que trate de eso, o sería poco más que caligrafía. Escribir es mucho más que eso. Ni tampoco deben ser transgredidas todas las posibles normas para demostrar nuestra soberbia y nuestras pueriles ansias de epatar. Naturalmente, demostrar tu ignorancia tampoco es motivo de orgullo. Supongo que deberíamos tratar de sujetarnos al deseo de ser benevolente y de convivir con el paciente y sufrido lector. Y eso implica poner como objetivo la eficacia de tus palabras. Tu lector tiene derecho a esperarlo de ti.
Para mí, la eficacia de un escrito o discurso hablado viene dada por el grado en que logra sus objetivos. Objetivos que en general deberá marcar su autor.
¿Normas? No hay ni que pensar en ellas. Ni a favor, ni en contra. Las que te hacen falta las usarás sin pensar y las que te estorben, las dejarás al margen también inadvertidamente. Yo que soy el número cero a la izquierda en un mundo que no es siquiera de números, sino de letras, con estas opiniones no trato de sentar cátedra, que no soy quién para semejante cosa, sino de aclarar mis ideas.