por enriquebrossa | 5 05+00:00 Mar 05+00:00 2019 | Relatos
Nunca sé de antemano lo que voy a escribir. En parte se debe a una dejación de mi responsabilidad de cuando era más joven, si cabe, de lo que ahora soy. Y es que por aquella época yo me había matriculado en un curso de mecanografía. Hablo de la época en la que los estudiantes ni remotamente habían tocado un ordenador personal, y yo era uno de ellos. Estaba cursando mis estudios en una flamante universidad privada de negocios, aunque yo me sentía filósofo, y vivía en un colegio mayor universitario, en una habitación compartida, austera, de color indeterminado y olor a lejía, ya que cada mañana entraba una fregatriz loca que con su fregona encharcaba los suelos de todos los dormitorios con su “fórmula Trini”: echaba un poco de agua a la lejía y no al contrario. La Trini, cada mañana gritaba como si la despellejaran, con una voz aguda y estridente, urgiendo aterrada a que llamasen a la policía, que alguien venían a pegarles. Otras veces gritaba que no llamase nadie a la policía. “A la puta Trini ya le ha dado otra vez la paranoia”, decíamos cada mañana los residentes. Cada día estaba peor. El caso es que muchos estudiantes no nos levantábamos pronto, porque teníamos las clases por la tarde o porque no tuviéramos asignaturas a las primeras horas o por… Sí, efectivamente, también porque algunas veces nos habíamos ido de copas la noche anterior y nos hubiéramos acostado tarde. El caso es que algunas veces uno podía despertarse a las once de la mañana y la Trini entraba con su llave maestra, gritando: ¡Policía! ¡Policía! Y esto era compatible con que ella siguiese embadurnando los suelos como si tal cosa. Mientras pedía auxilio, daba un tirón a la correa de la persiana y la subía un poco, lo suficiente como para no tropezarse con las camas, ya que, aunque no paraba de gritar, no quería que la luz nos molestase para dormir. Y entonces comenzaba a esparcir el hipoclorito de sodio por las baldosas, siempre sucias pese al exceso de celo, y de cloro, de la Trini. Chillaba y fregaba. Decía, policía, que me están matando y luego añadía: buenos días, le subo un poco la persiana. Mostraban aquellos suelos una suciedad adherida durante años, que absorbía la agüilla del fregote, pero persistía entre las rendijas, aunque se disimulaba con el dibujo de negros y grises de las losetas. Uno, que podía estar con resaca de la noche anterior, abría un ojo y se encontraba con un olor apestoso a cloro, una señora loca lanzando alarmas a la policía en la habitación, con la cara pintarrajeada como si la hubiese maquillado un niño, y si miraba un poco más, podía ver unos calzoncillos o calcetines enganchados a la fregona de la Trini, casi flotando en el suelo, o convertidos en un suplemento de la fregona para esparcir el contenido de del cubo mezclado con la suciedad de otras habitaciones. Si en la habitación 41 habían derramado cubalibre en el suelo, en la 42 había lejía con cubalibre. Pero si en la 38 habían vomitado los cubalibres con la cena… Mejor no imaginemos todo lo que acababa arrastrando aquel líquido empapado en la fregona y en los calzoncillos o calcetines que los estudiantes más imprudentes que se atrevieran a abandonar la ropa sucia a su suerte en aquellos suelos llenos de claroscuros y naturaleza parda pese a la rápida labor desinfectante de la Trini.
Por razones que no quiero comentar aquí, aquel año yo me levantaba tarde. Estaba triste. No tenía claro cuál quería que fuera mi rumbo profesional, porque ya me gustaba mucho escribir, cosa que hacía verdaderamente mal, casi peor que ahora. Tomé dos decisiones. Una fue hacerme con una Olivetti, pequeña y moderna y otra hacer un curso de mecanografía. Pero tenía un profundo mal de amores, dudas respecto a la elección de mi carrera y una extraña sensación de soledad pese a estar muerto de risa la mayor parte del tiempo, rodeado de otros estudiantes, por llamarlos de algún modo, ya que en general no se esforzaban mucho. Melancolía, cachondeo, farras, dudas… En consecuencia, no tenía mucha energía. La máquina de escribir sí que la conseguí, pero lo de ir a mecanografía… nunca acabé aquel curso ultramoderno en su día: Meca-rapid. Me duermen las tareas repetitivas, supongo que como a todo el mundo. Lo acabé abandonado. Ahora realmente cuando lanzo un dedo hacia el teclado de ordenador hay una probabilidad relativamente elevada de que acierte en la letra adecuada, pero ni remotamente alcanza al 70%. Por este motivo, al hecho de que al empezar a escribir no sé de qué va a tratar lo que escribo, hay que añadir que si, por ejemplo, quiero escribir peso y por error escribo beso… pues quizás la historia se modifique en ese momento. Modificaciones mucho menos poéticas se han dado también cambiando el curso de mis historias. Al final, aunque disfruto escribiendo, reconozco que soy casi un mero espectador de lo que va apareciendo en el PC. Por aquella época yo era un joven pelilargo, no porque me gustase especialmente mostrarme así, sino porque el pelo no dejaba nunca de crecer, qué tío, el tiempo pasaba deprisa y yo no cuidaba demasiado mi imagen. Era un joven alargado, y meditabundo, un poco cargado de espaldas, y aunque ahora soy un soñador impenitente, entonces lo era mucho más. Alcanzaba verdaderos climax intelectuales tan solo pensando. Pensar, pensar, pensar… Yo no cavilaba desde que me levantaba, sino desde que abría los ojos asustado por el griterío de la Trini. Pensaba en que si yo era tan filosófico, como era posible que me trajese loco cierta chica que no sabía ni hablar correctamente. Una auténtica catetilla, pero que tenía facilidad para vestírse con gracia y, ya sé que caigo en una retórica fácil, pero diré que con superior facilidad para desnudarse con mayor gracia aún. Puede creerse que eso se piensa deprisa, y que no daba el tema para tantas horas de especulación filosófica. A mí sí que me daba. Se trataba de valorar el papel de la filosofía y el pensamiento frente a la realidad de los morros de vicio de mi amiga y su mirada coqueta. Discernir entre los distintos tipos de inteligencia: la mía, intelectualoide, teórica, especulativa, me parecía inoperante, contra la suya, paleta pero instintiva y muy intuitiva. Yo conocía otras chicas que valían mil veces más que ella pero finalmente tenía que admitir que el atractivo sexual de ésta era la bomba atómica, algo superior a mí. Era lo que se solía llamar un encoñamiento, pero de primera magnitud. Muy fuerte. Yo estaba atrapado. Un día, al poco de salir la Trini de mi habitación, mientras respiraba los efluvios de la lejía enriquecida de su mopa, llegue a una conclusión interesante. Las chicas tontas eran mucho más peligrosas que las inteligentes. Esto es así porque las diferencias entre las personas son menores de lo que parece. Al final, descubres que la inteligente no es tan inteligente y te decepcionas, mientras que un día reconoces que la tonta no es tan tonta, en general demasiado tarde, y entonces te sorprende. Y te duele. Esta frase la he leído muy poco adulterada en internet y me reivindico como autor de la misma, aunque circule por las redes sociales. Al levantarme, encendía mi radio, subía la persiana y una luz mediterránea solía entrar de un modo casi veraniego la mayoría de los días en aquella ratonera compartida orientada hacia la mañana. Me asomaba a un gran césped verde del campus de la facultad más cercana, donde algunos estudiantes se sentaban a estudiar o al charlar. Algunos quizás se escandalizarían al verme desperezarme en mi ventana medio desnudo, cuando ellos ya llevaban horas trabajando. Sin embargo, yo acabé mi carrera, cosa que muchos no lograron, y durante el curso tenía una fuerte sensación de haber aprovechado mucho más mis estudios que otros, incluso que aquellos que obtenían mejores calificaciones, porque yo provechaba los conocimiento de otro modo. En eso estaba pensando muchas mañanas cuando la radio emitía uno de los éxitos del momento: Feels so good, de Chuck Mangione, que significa “Se siente tan bien”. Traté de acompasar mis sentimientos a la música… ¿Me sentía yo tan bien? Aún hoy no sé si responder con sí pero no o con un no pero sí.
por enriquebrossa | 5 05+00:00 Mar 05+00:00 2019 | Relatos
Nada puede admitirse a la ligera. Cada concesión debe ser realizada por algún beneficio personal, bien sea por evitar peores consecuencias, por obtener algún tipo de beneficio. De lo contrario es mejor no ceder jamás.
Este tipo de oraciones resumían lo que un muchacho inexperto iba concluyendo de cada episodio que se daba en su vida. Nunca había percibido la hostilidad en su vida hasta aquella época en la que entró a su primer trabajo, acabada la carrera. Era el tipo de joven con aspecto de seminarista que a todo el mundo provoca un fuerte deseo de demostrarle animadversión. Jorge entró en aquella multinacional preocupado porque le sentase bien el traje, por parecer agradable a todo el mundo, ser muy amable con las secretarias, demostrar ser muy educado, y muy diligente en el trabajo. Todo eso lo sabía hacer de maravilla. En contra partida, era un joven tímido y muy poco espontáneo cuya sola presencia molestaba a aquellas personas con capacidad para entrar en los sitios contando chistes.
Vio la empresa con su logotipo luminoso sobre el chaflán. Una gran puerta de cristal en el centro de un edificio de fábrica vieja, reformada probablemente varias veces. Un aspecto vetusto, poco agradable, algo intimidante. En la entrada no había una guapa recepcionista sino un malcarado guardajurado lo que le confirmó el ambiente fabril de la empresa.
-¿El despacho del señor Marsans, por favor?
-Deme su carnet de identidad y escriba en este formulario de qué empresa viene.
-No vengo de ninguna empresa. Vengo a trabajar aquí.
-¿Y no sabe donde está su despacho?
-No. Es que es mi primer día.
-Ah, vale.
El guarda jurado tomo su carnet y leyendo el nombre tomó el teléfono.
-Marsans. Está aquí un Jorge Burgos… NO, no tiene cita… Es que dice que empieza hoy a trabajar…Eso será. Vale, ahora le digo.
Colgó el teléfono y dirigiéndose al joven le dijo que el Marsans, sin el respetuoso “señor Marsans”, estaba ocupado, y que de momento podría ir hablando con Yunyent.
-No sé quién es.
-De personal. Ahora le llamo.
Volvió a tomar el teléfono.
-Mari. Hay aquí un señor para ver a Yunyent… No, no tiene cita. Es que empieza ahora. Sí, se ve que Marsans no puede ahora y lo que se le ha ocurrido es pasarle el embolao a Yunyent, dijo el vigilante sin importarle que le oyese el “embolao”. Este se quedó mirando con cara de pena cuando le dijo el vigilate.
-También está ocupado. ¿En qué departamento te van a poner a trabajar?
-Marketing -dijo muy deprisa, como quien quiere demostrar que se lo sabe bien.
-Pues súbete al segundo y pregunta por marketing. Y allí me imagino que ya te dirán lo que pueden hacer contigo. Mejor que no cojas el ascensor. Sube por la escalera.
El joven repeinado, con su maletín de cuero recién estrenado en la mano derecha, subió por la escalera de peldaños grises cruzándose con mucha gente que hablaban entre ellos indiferentes respecto a él, que se suponía que era el gran fichaje que en aquel momento hacían en aqulla empresa. Tras preguntar a varias personas, logró dar con el departamento de marketing. Una secretaria bastante entrada en años se le quedó mirando.
-¿A dónde vas? -dijo con acento venezolano.
-Al departamento de marketing.
-¿A qué? ¿Con quién tienes cita?
-A ver a Marsans.
-Está ocupado.¿A qué hora tenía la cita?
-Me dijeron que viniera a las ocho. Es que es mi primer día.
-¿A trabajar aquí?
-Sí.
-¿En marketing?
-De Product Manager.
-¿Cómo te llamas?
-Jorge Burgos.
-La venezolana se le quedó mirando por encima de sus gafas y dijo a las secretarias que tenían sus mesas cercanas a las suyas- Chicas, mirad, tenemos otro pobrecillo que viene al departamento.
Las chicas se le quedaron mirando sin decir nada hasta que una dijo:
-Bueno, éste al menos es bastante mono -dijo una mirando su traje, algo inapropiado para alguien tan joven y su maletín intacto.
El joven, algo cohibido, sonrío nervioso. Le empezaron a presentar a las otras mecanógrafas.
-No sé si decirte que estoy encantada de conocerte, porque significas que a alguna de nosotras le va a caer más trabajo.
A partir de ahí, todas empezaron a especular a quién le tocaría el nuevo. Todas pensaban que lo lógico sería que les tocase a otra, ya que ellas ya tenían demasiado trabajo.
-¿Tú eres tipo yuppy? Aquí para triunfar hace falta ser muy agresivo.
-Sí, tu pareces demasiado comedido.
-Dejadle que ya espabilará.
Y mientras aquel gallinero hablaba de él, solo sabía sonreír, allí de pie.
por enriquebrossa | 5 05+00:00 Mar 05+00:00 2019 | Relatos
En aquel momento quiso flotar. Había estado caminando un rato. Desolado, triste, tratando de encontrar un sentido a las cosas. Sentía una cierta inclinación por la derrota. Se aflojó levemente la corbata y se alejó del coche sabiendo que el día estaba gris y que se pondría más gris aún. Quizá deseaba la lluvia. Quizás deseaba ahogarse. Caminaba, miraba… como quien trata de encontrar algo, pero no descubría nada que fuera suficiente para cambiar ni su humor ni su vida. ¿Dónde aparecería lo que estaba buscando? ¿Era el letrero de alguna tienda? Quizás un perro abandonado. Podría ser una chica que le ayudase a arrancar un capítulo nuevo. Una propuesta inesperada. Un conflicto distinto…
El cielo estaba tan oscuro… Y comenzó a gotear. Pero él siguió cargando sobre su espalda cierta lástima por sí mismo, ya que no veía de qué modo las cosas podrían variar. La cara y el pelo ya estaban mojados. La corbata parecía ser de las que se estropeaban con el agua.¿Que más le daba?
Quizás debería entregarse a la bebida y morir algo más rápidamente… Beber, caminar bajo la lluvia y morir sobre un charco… Se percató de que tal muerte le parecía más dulce que trágica. Lo trágico era seguir viviendo.
Las nubes estaban imponentes al atardecer. Parecían el casco de acero de una flota de submarinos sumergidos en el cielo de Madrid. Pero realmente eran nubes y tan pronto dejaban pasar el sol como le regaban la cabeza. Pero él seguía alejándose del coche, aunque pensando en su paraguas abandonado en el asiento trasero. Allí estaba el paraguas.
La lluvia ya era intensa y le recordaba de modo impertinente que debía volver a la realidad y dejar de volar imaginariamente entre las gotas. Las chicas que salían de un colegio se ponían las carpetas sobre la cabeza para cruzar corriendo las calles. Los viejos se sujetaban el sombrero o la gorra. La gente se agolpaba bajo las marquesinas y se quedaban mirando su andar lento de caballo moribundo. Un camarero recogía los toldos y dejaba sin resguardo a unos peatones allí refugiados. Y cuando el agua ya manaba del cielo con rabia, empezó el verdadero aguacero. De los tejados chorreaban cataratas de un agua gris oscuro que rebotaba con fuera de los aleros. Algunos coches paraban a un lado de la calle, por que se había convertido en un embalse. Los limpiaparabrisas no daban abasto para retirar el agua y dentro de cada auto, los hombres miraban con ojos igualmente intimidados y redondos que las mujeres y los niños por lo que parecía que era el principio de una inundación que llenaría la ciudad como si estuviera edificada dentro de un depósito, y se estaban temiendo llegar a ver el nivel del agua por encima de sus ventanillas. La tormenta era ruidosa por los chasquidos y latigazos que los chorros infligían sobre las aceras y las fachadas, pero de vez en cuando se escuchaba la voz de algún niño gritando, mamá, fíjate cómo llueve. Y mientras el caminante seguía impasible. La lluvia arreció cuando él ya estaba empapado. En consecuencia, optó por decirse a sí mismo que eso no empeoraba dramáticamente las cosas. Se sentía patético y por algún estraño motivo, quería resistir, permanecer patético. El mundo no le prestaba suficiente apoyo, pues el ignoraría al mundo. Su traje y zapatos estaban ya arruinados y su triste figura siguió avanzando hasta que resbaló. Era posible decir que se precipitó en un charco pero casí sería más apropiado contar que cayo sobre un estanque. El golpe le dolió. Se sentó sobre la acera notando el empuje del agua que circulaba cuesta abajo. Un matrimonio con un paraguas acudió a ayudarle. Pero él solo decía, estoy bien, estoy bien, hasta que casi enojado les dijo que podía levantarse solo, que le dejasen en paz.
El matrimonio se fue. Y siguió sentado empapándose.
Notó que lo miraban desde una cafetería extrañados. Se dijo que pensarían que era un loco. Y quizás acertaban.
Cada cierto tiempo alguien pasaba por ahí con un pataguas y le preguntaba si podían ayudarle. Otros tal como estaba decididían que era un marginado. Y a los marginados no se les ayuda nunca, porque se les ve ya instalados en su infortunio. Solo sentimos compasión algunas veces por los no están tan mal.. Quizás debía profundizar en eso… En lo de profundizar en la derrota. De nuevo el alcohol le parecía la mejor idea.
Se hizo de noche y él entre tanto siguió sentado mirando hacia la leve cuesta arriba, como brillaban las luces naranjas de un cruce, sin poder decir en qué pensaba exactamente. Solo mojándose sentado en mitad de la acera.
Le sobresaltó la voz de un policía:
-¿Se encuentra bien?
Levantó la vista y vió al hombre uniformado. Levantó las cejas, pensativo,sin saber que responder.
-Me encuentro como siempre más o menos.
-Levántese, aquí se va a poner malo.
Bajo la cabeza.
-Ya estoy mal.
El policía llamó a su compañero que lo miraba desde el asiento del piloto del coche de policía. Este salió de mala gana Le tomaron por los hombros:
-Venga, haga el favor, que aunque usted se quiera mojar, nosotros no.
Le pusieron de pie a la fuerza y se refugiaron en un portal que había al lado. Comenzaron a preguntarle dónde vivía, qué le había ocurrido, si estaba bien. Él se encogía de hombros…
-Déjenme. No estoy enfermo, ni drogado, y creo que no tanto como loco.
-Entonces, ¿qué le ha pasado?
Giró la cara como buscando hacia dónde seguir antes de responder:
-Nada. Que quiero flotar.
En aquel momento quiso flotar. Había estado caminando un rato. Desolado, triste, tratando de encontrar un sentido a las cosas. Sentía una cierta inclinación por la derrota. Se aflojó levemente la corbata y se alejó del coche sabiendo que el día estaba gris y que se pondría más gris aún. Quizá deseaba la lluvia. Quizás deseaba ahogarse. Caminaba, miraba… como quien trata de encontrar algo, pero no descubría nada que fuera suficiente para cambiar ni su humor ni su vida. ¿Dónde aparecería lo que estaba buscando? ¿Era el letrero de alguna tienda? Quizás un perro abandonado. Podría ser una chica que le ayudase a arrancar un capítulo nuevo. Una propuesta inesperada. Un conflicto distinto… Siguió pensando en eso mientras le interrogaba la policía.
por enriquebrossa | 5 05+00:00 Mar 05+00:00 2019 | Relatos
Desde que la vio llegar a la oficina se fijó en ella. Pero la vio casi inalcanzable. Le gustaba demasiado como para poder conseguirla. Pero luego, todo resultó tan fácil… Pedirle una calculadora primero. Invitarla a un café de la máquina horrenda del pasillo. Bueno, ¿y por qué no un café como Dios manda en el bar de abajo? ¡Vale!
A partir de ahí el café diario. Pues hay un sitio que hacen un café sensacional. Lo que pasa es que por las tardes sales mucho antes que yo. Pero si un día te quedas… Una mujer de cierta edad no puede hacerse la despistada y reconoce las señales, y reconoce que las reconoce, sin más tonterías: pues igual me quedo hoy mismo, que quiero quitarme tareas de encima y así salimos juntos para que me enseñes esos cafés tan ricos.
Aquella tarde el despacho de ella fue visitado por sus compañeras a medida que se iban a casa. ¿No vienes? ¿Por qué te quedas hoy? ¡Qué pesadas! A más de una le pareció que había gato encerrado. ¿A dónde irá, que no nos lo cuenta? ¿Se quedará por alguien? ¡Igual pensaba que ellas se chupaban el dedo!
La tarde ya terminaba. ¿Te falta mucho? ¿A mí poco, y a ti? A mí también poco. Y desde allá fueron caminando por la calle de la fábrica hacia abajo. La normalidad era la mejor manera de disimular. ¡Ah, pero…! Si realmente todavía no habían incurrido en nada que hubiera que ocultar. Pues no, pero como ambos lo tenían en mente…
Sin parar de charlar y de reír llegaron al local. Realmente no existía ese café tan especial. Este es el café tipo antiguo que te decía. ¡Pues es chulo! Sí. Y la música suele estar bastante bien.
Era oscuro, y había mucha gente de pie. Son circunstancias en las que se sentirían mejor resguardados. Ahora ya te lo he enseñado, pero ahora yo me voy a pedir una cerveza mejor, con este calor… ¡Vale, y yo!
Las risas cada vez eran mayores y antes de la segunda ronda de cañas él le tomó la cara en las manos, ella sonrió, y él le dijo, perdona, como si le pidiese permiso para quitarle una miga de los labios, pero en realidad solo era un beso. Y se lo dio, o se lo quitó, según se vea. Ella siguió sonriendo y él continuó besándola. Esa misma tarde, al sacar el coche del garaje, empezaron una fiesta de mayor envergadura, antes siquiera de abrir la puerta del viejo todo terreno, para mejor distracción del vigilante que los observaba en el monitor de vigilancia. Y ya dentro se vaciaron de todo lo que llevaban dentro retenido durante semanas de sueños, deseos, expectativas… Tuvieron luego el problema de tener que volver a pagar algo más de tanto que se demoraron.
Y a partir de aquello, empezaron a frecuentarse. Él, viudo. Ella, abandonada. El gris, ella vistosa. Lo pasaban bien los dos. Quererla era absurdo. Ya no tenían edad. No se presentaron a sus respectivos hijos. Sin embargo, eltiempo pasaba como por descuido, una semana, otra, un mes, otro, otro más… Ya deberían estar hartos uno de otro. Pero algo estaba fallando.
Aquel día, no vino al trabajo.
La llamó. Varias veces.
Al día siguiente siguió sin venir al trabajo. De nuevo la llamó y trato de ponerse en contacto con ella en todos los medios tecnológicamente posibles, pero como el día anterior, sin ningún éxito. En el trabajo se hacía el despistado ridículamente, de modo que cuando alguien le preguntaba si sabía algo de ella, el contestaba. ¡Ah, pues es verdad! ¿Sabéis algo de esta chica?
Pasaron cinco días. Él empezó a poner finales poéticos a aquella ausencia sin despedirse. Esto tiene que acaba en que ha fallecido, o que se ha ido con otro, o ha vuelto su marido… en cualquier caso el quedaba solitario, descubriendo que había habitado en el paraíso realmente cuando le habían echado de él.
Pasaron casi quince días. Hizo gestiones para saber si había muerto o desaparecido. Montó guardia varias noches en su portal. Le hizo honor de emborracharse varias veces en la whiskería que había próxima a su casa. Allí conoció un día una mujer, también muy atractiva que le preguntó si podía jugar a los dardos con él y sus amigas les dejaron pronto a solas. Mira que, ¿si me enrollase con su vecina? Se lo merece por desaparecer así. Pero ¿Qué estaba diciendo? Ella jamás haría eso propósito. Algol le había tenido que pasar. Todo iba bien, pero… comparado con Ella, no tenía ninguna gracia. Su conversación era aburrida, no le interesaba nada. ¿Qué le habría pasado? Su nueva amiga hablaba sonriendo mucho, pero a él la mirada se le quedaba en los hielos de su gin-tonic, pensando en Ella. Y de pronto notó que no podía más. Perdona, pero me voy. Otro día seguiremos quizás, pero hoy no me encuentro bien. Y allí quedó, humillada la vecina de su amor
Al día siguiente comentaría con la empresa que aquel caso era raro y que deberían averiguar qué había ocurrido. La excusa sería la necesidad de sacar adelante el trabajo de la empleada desaparecida y tomar si era preciso la decisión de buscar una nueva empleada.
El director le escuchó atento, con una expresión rara, entre la risa y la pena. Pero hombre de Dios, qué me estás contando, le dijo el director. Todos saben que sois más que amigos. Os han visto por aquí y por allá. Deja de ir haciendo como que no sabes nada.
Le resultó ofensivo que además le preguntase si sabía él si pensaba volver…
Un buen día ella volvió al trabajo. Todos la rodearon y le preguntaron, excepto él. Había estado en coma tras un accidente. Todas sus explicaciones le resultaron poco convincentes. La gente se asombraba por lo sombría que era la mirada de él.
Por fin, Ella le propuso tomar un café. ¿De la máquina del pasillo? Daba igual. Allí mismo, ella dijo no sentirse completamente idiota. ¿Y? No podía ser que él la estuviera utilizando y no se diera cuenta. Ya la habían abandonado una vez. ¿Cómo se había encontrado él sin Ella todos esos días? Muy mal. ¿Entonces?
Apenas titubeó. El domingo te presentaré a mis hijos, fueron sus palabras.
por enriquebrossa | 5 05+00:00 Mar 05+00:00 2019 | Relatos
La casa junto al mar
Nada más terminar de desayunar el maldito tazón de leche con cacao que le obligaban a tomar cada mañana, el niño salió de su enfadado hacia la playa.
-¡Javi, los dientes! ¡Y esa cara con chocolate!
Pero él se negó a hacerle caso a su mamá. ¡Ya estaba bien! Seguro que si su hermana no se cepillaba los dientes no pasaba nada. ¡Era injusto! No aguantaba más a su familia. No soportaba ni a su papá, que nunca quería jugar con él, ni a su mamá, que le reñía cada vez que le veía.
Su madre le seguía llamando, todo el rato igual, Javi, Javi, Javi, que vengas, todo el día así. Y la boba de su hermana siempre metiéndose donde no le llamaban:
-Javi, que Mamá dice que vengas. ¿No la oyes?
-Ñeñe ñeñe. ¡Tú te callas!
Se aburría como una ostra en Portugal, en la maldita casa junto al mar que tan preciosa les parecía a los mayores. No había nunca nadie en aquella playa de aguas tan frías. Era una larga extensión de arena, completamente desierta la mayoría del tiempo, que le hacía soñar despierto que era un soldado inglés agonizando de sed en el Sahara. Miró a su alrededor y solo vio a una pareja a lo lejos. Nadie con quien jugar. Cerró un ojo e hizo con sus dedos como si pudiera cogerlos como a dos pequeños muñequitos. <<Son así de pequeños. Como una mosca>>, se dijo luego mirando sus dedos. Se adentró en la arena, que estaba caliente, pero en aquel septiembre templado, podía andar sin quemarse los pies. Aquello no era el Mediterráneo, donde estaban todos los amigos de su pandilla, y ni el sol parecía de verdad. Lo único que tenía de bueno ese asco de sitio solitario era que, si quería, podía lanzar las chanclas con los pies, sin temor a darle a algún señor en la cabeza, como le pasó una vez en Alicante. También podía dejar las cosas tiradas en cualquier sitio, porque como nadie pasaba por allí, ningún robo podría producirse. Y las olas, también eran bastante chulas en el Atlántico, pero daba igual, porque muchas veces ni siquiera le dejaban bañarse… A sus papás les daba miedo todo. La verdad es que le trataban como si fuera un crío. No se daban cuenta de que él estaba más maduro que otros niños de su edad.
Miró hacia atrás. Desde la puerta de la casita pudo distinguir a su mamá, que le hacía señas con la mano para que volviese a la casa, pero él decidió seguir sin hacerle caso. ¡Que le dejasen en paz! Ya no se le permitía ni aburrirse tranquilo. Su madre insistía en los mismos gestos. Parecía estar chillándole, pero el bramar de las olas seguramente apagaba su voz. Le diría que no le oía, que no sabía lo que le quería decir. De todas maneras, su madre enseguida se distrajo con su hermanita, que se había manchado el vestido. Siempre había que estar pendiente de aquella niña insoportable. En cambio, él no podía ni quejarse de algo, porque en seguida le decían, que qué mal se estaba portando, que qué mal ejemplo para la niña, que le estaba fastidiando todo el rato… ¡Jo! Algún día, se iría de allí, de esa maldita casa y dejaría a toda la familia. Se iría para siempre. Se sentía perfectamente capaz de subir a un tren sin que le vieran y empezar a viajar. Ir a otra ciudad; dormir en la estación, o en una iglesia, escondido en un confesionario donde se metería cuando no le vieran… Un confesionario para toda la noche podía ser algo incómodo, pero cuando la iglesia se quedase vacía, se tumbaría en un banco. Como se escaparía de la casa con una almohada y un abrigo… Con eso era bastante. Él se dormía de cualquier manera, se dijo orgulloso de sí mismo, porque atribuía a esa capacidad suya signos de fortaleza. Se dormía hasta en el palo de un gallinero, según los mayores, pero él no había visto nunca ni el gallinero, ni su palo ese. Tenía miles de ideas para sobrevivir por su cuenta Ya verían… Cuando le echasen de menos llorarían. ¡Pues que sufrieran ellos alguna vez también! El yoyó era suyo, y no de la tonta de su hermana. Pero a él nunca le daban la razón. Querían más a su hermana, que no era más que una cría llorica que, con echar cuatro lagrimitas, ya se le consentía todo ¿verdad? Como era la niña pequeña… Y a él solo le miraban para echarle la bronca por los deberes. ¡Pues vaya vacaciones!
Mientras esto pensaba, se fijó en las huellas de sus pies sobre la arena mojada. <<Me iré de aquí y entonces llorarán. O a lo mejor les da igual. Ojalá me pudiese meter en el agua y ahogarme. Me moriría, pero así me dejarían en paz>> Y trató de caminar hacia atrás pisando sobre sus propias pisadas.
Luego volvió a caminar por la orilla, alejándose del chalé. La arena estaba limpia, lisa, inmaculada… “sin estrenar”. Eso sí que le gustaba. Como una sábana recién planchada. Los únicos rastros de seres vivos que por allí había eran una huellas en la arena: unas filas de abanicos de tres palitos: pasos de alguna gaviota, rebuscando algo comestible, inútilmente porque las conchitas que por allí había estaban todas vacías. Entonces le sobrevino un ataque de rabia tremendo al recordar cómo se había burlado de él toda su familia. Todo porque un día, paseando por la playa, él había descubierto una zona que estaba plagada de pequeñas valvas de almeja y dijo a sus papás que aquello estaba lleno de restos de paella. Todos se rieron de él porque aquello era lo que empujaba el mar y no restos de comida. Se pensaban que lo sabían todo siempre… Pero bien podía ser que las gaviotas se hubieran comido el arroz y todo lo demás excepto las conchas de las almejas, ¿no? Se creían tan listos…
Se volvió hacia atrás. Vaya, había estado andando bastante. La casa estaba lejos, ya no la veía muy bien. Una de las ventanas brillaba reflejando el sol. Forzando la vista le pareció divisar a su madre. Seguro que estaba rabiando porque él se había alejado sin lavarse los dientes. ¡Qué pesada! Ella no podía salir a buscarle y dejar sola a su hermanita y al otro llorón que estaba en la cuna. Sí… su mamá le estaba haciendo señales. Se dio media vuelta y siguió alejándose.
Cada poco, tomaba una concha, pero estaban normalmente rotas o desgastadas por los azotes de aquellas olas que tanto miedo les daban a sus papás. A él no. Él sabía nadar. Y si se cansaba de nadar, también sabía hacer la plancha. ¡De todos sus amigos de otros veranos era el que más tiempo podía resistir haciendo la plancha! Seguía buscando conchas que fueran chulas, alejándose cada vez más de su casa, y las volvía a tirar… Eran todas unas birrias.
De pronto empezó a tomar conciencia de que estaba solo. Lo notó en el ruido de las olas. Era como si de pronto alguien hubiera subido el volumen de un altavoz. El mar estaba algo agitado, claro, pero también lo estaba antes, y no había reparado en que el ruido fuese tan grande. Era por lo absorto que estaba en su enfado por las injusticias que sus papás le infligían. Miró a su alrededor. La pareja aquella que había visto antes así de pequeña, chico y chica, se habían tumbado y se estaban comiendo allí mismo. Hala, ahí estaban ellos, a lo suyo, como si no hubiera nadie. Todo el mundo le ignoraba… En ese momento una ola le alcanzó los pies. Caramba, luego le costaría un rato encontrar dónde habían caído sus chanclas. En el fondo había pensado en no volver más… pero irse descalzo… Aunque siempre podría robar un par nuevo en alguna tienda.
Se adentró en el agua hasta los tobillos. Estaba fría, pero tampoco tanto. Él era valiente. No era friolero. Había una fuerte corriente que parecía socavar la arena bajo sus pies y le hacía cosquillas. La corriente era muy fuerte, con tan solo un palmo de profundidad, las olas regresaban con fuerza. Caminó un poco más hacia adelante. Los dedos de los pies se le quedaban algo fríos, pero él se atrevía a ir más allá. Le dieron un punto por haber definido bien el horizonte en clase: es la rayita recta que separa el cielo y el mar. Muy bien, le habían dicho, un punto positivo. El horizonte era algo suyo, un tema en el que era experto. Miró hacia la pareja. Probablemente, ni le habían visto. Bastante ocupados estaban. Miró hacia la casita, a lo lejos. Le pareció ver un punto que podría ser su papá. Si era él, cuando llegase no le importaría que le viesen nadando. Miró hacia el horizonte, y le dio confianza para avanzar. Limpio, inmaculado, perfecto como la arena sin estrenar.
por enriquebrossa | 18 18+00:00 Dic 18+00:00 2018 | LIBROSSIANO, Relatos
Un día vi a un niño robando el monedero a una señora. Me acerqué a reprenderle y extendi el dedo índice. Mientras le reñía moví amenazadoramente el dedo como si le fuera a golpear con él en la cabeza. Tanta fue la energía que puse en ello, que en una de mis advertencias, eleve el tono de voz, agité el dedo con fuerza y mi dedo se separó de la mano y se cayó al suelo.
El niño se fue corriendo y al escapar casi lo atropelló un coche. Yo me agaché y tome mi dedo y me lo quedé mirando sin entender nada. Casi no salía sangre. Daba una sensación especial tenerlo en la mano, como si fuera de otro. Me acaricié la frente con él, me lo metí un poco en la nariz y me rasqué la quijada. Finalmente lo metí en el bolsillo y me fui corriendo a casa, que estaba cerca, para llamar a urgencias.