MILLONES DE INSTANTES

Verás a los pájaros volar, y a las nubes, sobre estos, corretear como niños hasta enfadarse y llorar. Contemplarás los charcos reflejar como espejos los juegos de las nubes y las sonrisas serán para ti amaneceres. En los albores tibios y en el frescor de la noche percibirás las fragancias de cada estación del año. Vas a admirar el destello en las pupilas mucho más brillante, como estrellas asomando. Disfrutarás en cada momento de un regalo siempre renovado. Se llama instante, y es lo mejor de la vida, por su significado, en el cual reside el de toda la eternidad y el de todas las cosas. El creador jamás te permitirá revelarlo obligándote a olvidar las palabras necesarias. Sin embargo lo podrás sentir y comprender mediante vivencias y emociones. Gozarás de lucidez y de alegría al saber que ahora todo va bien. Que pase lo que pase, todo irá siempre bien. Eres como el universo, una maravilla inexplicable, un capricho de Dios, que os habrá creado a tu risa y a ti pletóricos de felicidad. Todo irá bien. Todo irá siempre bien. Ya sabes que la calidez que se siente al tomar una mano está hecha con las caricias del sol. Que todo es calor de algún sol. Sabes que, de aquella gran explosión que convirtió el vacío en millones de universos, dejando la nada salpicada de galaxias, tú eres la gota más bella, más bonita, que jamás haya surgido desde semejante ebullición.
Hijo mío, bienvenido.

La pureza inapelable de la noche

Parece que hay un tiempo que se estanca cuando las últimas horas del día han pasado ya. Desde aquí veo la carretera que rodea la ciudad, separándola del campo como una frontera que marca el principio del territorio de los monstruos y de los lobos. Veo la gasolinera, por la mañana destino de filas de coches, ahora parece un escenario de ciudad fantasma. Miro las farolas, y bajo ellas, diviso la quietud absoluta y helada. Ningún transeúnte profana ese desierto, hasta que se oye un rodar de neumáticos que se acerca y se va en instantes. Y el silencio se recupera: espeso, profundo, imponente. La noche en la ciudad desaparece mientras te acercas a ella. Porque la llenas.Poblando la zona en la que transitas la quebrantas. La contaminas con presencia y con movimiento. La pureza inapelable de la noche se aprecia mejor desde la lejanía de mi ventana, porque las zonas por donde no voy se ven vacías, como son siempre en realidad. Atisbo donde no estoy. Compruebo mejor desde lejos, cómo la vida ocupa provisionalmente lo que de día no podemos ver, que es el vacío entre los átomos sobre los que pretendemos caminar ingenuamente hacia algún sitio. Es el cosmos. El cosmos siempre vacante. Es la vida un musgo nacido en una grieta de la no-vida. Se piensa estridente en su rendija pero desde la altura es mudo como un hormiguero, rebosante de afanes sin sentido, pero silente y sordo. El día es un espejismo provocado por el sol. La materia es un mundo siempre en la noche. Siempre es en el fondo la noche. La luz es una anécdota de la creación. El universo entero es una continua e infinita nocturnidad.

Taller de Enrique Brossa.
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Por videoconferencia. Estés donde estés.

El día en que se ahogó don Sapo

El día en que se ahogó don Sapo

Hace falta respirar de vez en cuando. Dejar pasar el aire que va corriendo de aquí para allá dando la vuelta al mundo en rachas, que son como bandadas de aves migratorias invisibles. Podemos morder la corriente con la boca, y arrancar un trozo de atmósfera para después procesarla y mezclarla con combustible para nuestras viscosas células y escupir el resto. La naturaleza tiene un nombre inapropiado, no debería llamarse naturaleza. Decimos que algo es natural cuando nos parece puro, sencillo y como debe ser. Sin embargo, la naturaleza es extraña. Es muy extraña.

Por ejemplo, los batracios. La primera vez que siendo un niño vi un sapo me sorprendió lo mucho que se parecía a un ser humano. Sus dedos, sus patas, sus ancas, su tripa… Era una versión reducida del portero de mi casa. Ese anfibio recordaba más a nuestro conserje que ningún simio. Un hombre obeso, de ojos saltones y una gran papada. Solía permanecer largas horas sentado sobre una silla negra de madera. De vez en cuando movía la cabeza en algo que pudiera parecerse a un saludo gestual y entonces temblaba todo su pellejo colgante que le unificaba la barbilla, el cuello, el pecho y la tripa. Era un solo saco fofo de vísceras con camisa rozada y corbata de luto; como un enorme escroto vacío con gafas, cuya continuidad se adivinaba por debajo del cinturón, hasta derramarse sobre los muslos. Respiraba con dificultad y con muchos silbidos, debido a que su sistema respiratorio había sido sacrificado con tesón por fidelidad religiosa al tabaco con el que mantenía continuas citas.

Don Sapo daba miedo. El aire no le nutría lo suficiente y dejaba el tragadero abierto, como si emitiera un grito mudo. Pero él seguía suministrando humo a su enfisema pulmonar. Siempre con la boca abierta, los ojos fuera de sus orbitas, no detrás de las gafas, sino asomados por encima de estas, casi desbordando sus lentes que resbalaban por su nariz, siempre brillante como de hozar en chuletas grasientas.

Hoy me duele la cabeza.  Tengo asma. Soy grupo de riesgo para el coronavirus y he recordado a don Sapo, que ya nos dejó cuando yo era un niño todavía. Fue un día raro, como la naturaleza misma. Extraño, como es natural. Salí del ascensor y vi que su silla negra estaba vacía en la conserjería. La minúscula cabina del conserje, en aquel momento deshabitada, parecía una vitrina robada. Sobre la silla, un pequeño cojín muy aplastado, de color y antigüedad imprecisa, fue descubierto por los vecinos. Un cojín casi adherido a la silla por el mero efecto de la fuerte presión ejercida y soportada, del sudor de las posaderas y del tiempo casi infinito de una vida sin sentido. Aquel cojín, modesto, abrumado, fiel y digno como las viudas de antes, deseoso de acompañar al finado hasta el otro barrio. El presidente de la comunidad de vecinos estuvo a punto de mandar incinerar el cojín pues seguramente lo imaginó, superpoblado de microbios y miasmas, rodeado por una nube biológica de bacterias, efluvios malsanos y partículas fragantes orbitando alrededor, pero finalmente solo dio una instrucción escueta al suplente. ¡Tírelo!  No habiendo un palo cerca ni unos guantes, el presidente no habría podido tocar aquel cojín casi adherido a la silla por el mero efecto de la apabullante presión soportada, el sudor y el calor de unas posaderas y de los infinitos instantes del tiempo de otra vida sin sentido.

Don Sapo no se fue del todo hasta que su almohadilla, desproporcionadamente pequeña en comparación con el abdomen del muerto, no se mezcló en el camión de las basuras con otros desperdicios.

No sé por qué lo he recordado hoy. Quizá porque creo que me iré de este mundo como don Sapo. Con la boca abierta, con ese gesto de grito ahogado de quien no puede respirar. Pero sin la admiración ni la entrega de aquel abnegado cojín, diminuto pero heroico, que siempre soportó su carga sin rechistar.

Yo también habría deseado que alguien atenuase un poco mi contacto con la dura realidad. Nada ha amortiguado nunca mi sufrimiento. Quien ha sabido calarme, sabe que mi existencia ha sido menos mullida de lo normal. No me han faltado momentos de felicidad, ni placeres, ni éxitos, ni satisfacciones, pero en general, he atravesado tormentos que la mayoría de la gente tiene la suerte de no poderse imaginar.

Pero don Sapo, a quien Dios mantenga en su gloria, no era mi modelo a imitar. El mundo está infestado de sapos vestidos, en todos los estratos sociales y profesiones. Casi todos tus vecinos lo son. Gente que come y espera; come y espera. Y saluda con la cabeza.

Yo acepté permanecer mal sentado, porque siempre he sido un dibujante, aunque no dibuje nunca, y quien así se siente, nunca va a empastar su trasero sobre una superficie acolchada, ya que, sea cual sea el asiento, todo artista afronta con orgullo su inadaptación.

No he sabido, ni sé vivir. No sabré nunca, ni quiero, ni querré saber vivir. La naturaleza es muy extraña, está demasiado poblada de invisibles aves migratorias y de batracios con la camisa rozada. No quiero amistad con este mundo.

Yo me ahogaré también, como cualquiera: respiraré sin respirar suficiente y agonizaré hasta desaparecer. Y si la tirana realidad tuviese conciencia de sí misma, debería reconocer que, pese a mi insignificante y pasajera existencia, fui rebelde a mi modo, y que mantuve mi gesto reticente y hostil.

Y que nunca me acomodé.

 

DESPERTAR EN VERANO

DESPERTAR EN VERANO

Lo primero que veo. La lámpara. Nada más abrir los ojos. ¡Zas! La lámpara. Ahí está, la lámpara esa. Sin piedad. El lamparón. Mira que me importa poco a mí lo que pueda colgar del techo. Como si son arañas, me da igual. Pero es que esta lámpara es como una enorme cucaracha colgando del techo. Ya sé que las que cuelgan son las arañas, no las cucarachas… Bueno, pues como una cucaracha araña. O una cucaracha gigante, como de veinte kilos, pendiendo de la telaraña de otra araña gigante. No sé qué puede parecer más raro, si un dormitorio con tanto bicho gigante o una sola cucaracha-araña… Es peor una cucaraña, suena muy repugnante… pero si son dos bichos son más. Es todo totalmente estúpido. No pienso más que estupideces.

¿Sabes? Cuando las cosas no van demasiado bien, pienso más tonterías de las corrientes, no sé por qué será. Así que motivos no me faltan para decir tonterías. Me despierto y pienso como un resacoso, como un borracho. En algún momento de mi vida tuve miedo de ser presa fácil de las drogas. No es que sea un estoico, pero ahora sé que eso no es en lo que yo voy a caer. No puedo. Como no tengo un euro… Pero si lo tuviera tampoco. Ese no es mi estilo.

Pero es que uno abre los ojos y se encuentra con esa lámpara y ya no puede salir nada bien. Luego miro los rincones donde se juntan el techo y las paredes. Dios, qué cuadros tan feos. Es mejor que cierre los ojos. Y los cierro apretando los párpados. Pero eso es una mentalidad de drogadicto. Querer dormir, querer estar atontado para no ver la cucaracha-araña que pende sobre tu cabeza.

Mi mujer compró esa lámpara en un anticuario. Mi mujer trajo la cucaraña, es la culpable de todo, la responsable de esta situación. La abeja reina llenó el panal de estos objetos retorcidos. Toda esta cantidad de cama, que parece un aeródromo vació, es por su culpa, por dejar la cama vacía. Estoy solo. Quedaré solo. Pero ahora debo ponerme de pie, sea como sea, debo levantar la cabeza. No es fácil. Una cabeza puede llegar a pesar mucho si está repleta de tonterías. Puedo asomarme al mundo. Acerco la nariz al precipicio, veamos… Desde la gran altura de mi cama, y sin separar mi maxilar de la sábana, diviso un suelo de parqué con zapatos, calcetines desperdigados… Bueno, todo es mío: mis calzoncillos están incrustados en mis pantalones y gracias a los agujeros por donde se meten las piernas, forman un ocho perfecto hecho de ropas usadas. O quizás sea el símbolo del infinito. Aunque la imagen no queda como muy edificante, lo del infinito si suena muy trascendente y espiritual o algo así, ¿no? Pues es lo que hay, y ahora sigo teniendo que levantarme. Pero… Oh, no. Oigo pisadas. Y una sombra alargada que se acerca. Lo que necesitaba. Un monstruo. Ojalá me devoré. Que me mate y ya está. La sombra se aproxima. Qué bien, voy a poder descansar en paz. La sombra está casi ya aquí, creo que veo algo oscuro asomarse a los pies de la cama. ¡Dios! Lo que me temía exactamente.

-¡Ven aquí, monstruo!

Es Rastas, mi perro. Un perro que no parece que vaya a matarme ahora mismo. Se parece al monstruo de las galletas. Va directo a olisquear mis calcetines y el símbolo del infinito.

-¡Quieto, Rastas! No me gusta que olisquees mi ropa sucia. ¡Quieto! Ven aquí.

Da media vuelta y me hace víctima de su saludo diario: tres lengüetazos en los dedos de cada pie. Un, dos, tres. Ahora el otro: uno, dos y tres. Hala. Ya ha acabado. Ahora viene hacia mí, iba a decir hacia mí, como si mi yo estuviera en mi cara en vez de en mis pies. Como si no pensase yo con ellos más que con la cabeza.

-¿Qué pasa, monstruo? ¿Quieres que te rasque?

Normalmente me muerde la manga para no hacerme daño. Pero ayer no tuve tiempo de ponerme el pijama, sufrí una crisis de sueño súbito. Me tumbé vestido y a las cinco un pie desnudó al otro hasta que cayeron al suelo mis calzados, que Rastas mira de reojo ahora. Luego me bajé el infinito completo y la camiseta la tiré por aquí… estará entre las sábanas. Tenía la boca muy seca. Hace calor seco estos días. Esta temperatura no me ayuda, no favorece que yo presente una respuesta decidida ante la lámpara que amenaza con lanzarse sobre mi cabeza.

-Qué lámpara tan fea.

Bueno, vamos al tema. Me pongo de pie.

-Rastas, no te quedes aquí comiéndote mis zapatos. Vamos, ven a la ducha.

El perro me mira y tuerce la cabeza como si quisiera enterarse mejor y traducir lo que le digo. Me habrá entendido, porque me sigue a la ducha.

Me miro en el espejo. Parezco un náufrago. Perdón. ¿Qué digo? Lo soy. Soy un náufrago.

-Lo ves, ¿no, Rastas?

El hocico de Rastas se pasea por mi pierna con ese tacto de terciopelo mojado.

Me siento en la bañera como el Pensador y Rastas apoya sus patas delanteras en mis muslos y empieza a chuparme la barba. Yo me protejo la cabeza entre los brazos.

-Rastas, me voy a convertir en uno de los personajes favoritos de mis relatos. Y lo peor es que en cierto modo me parece divertido. Pero sé que no lo es, Rastas. No he madurado,

Rastas empieza a chupar y mordisquear amistosamente mis cabellos y yo envuelvo la cabeza entre las rodillas y manos para defenderme.

-No he madurado. Es por la magia negra de los relatos. Cada historia que imagino se hace real en mí.  Debería concentrarme en escribir sobre un millonario.

Tomo a Rastas en brazos. Se resiste un poco, porque sabe lo que va después. Nos metemos juntos en la bañera y cierro la mampara para que no se escape. No le gusta nada bañarse.

-Ven, deja que te despelote.

Le quito el collar y una vez desnudos los dos abro el grifo y el comienza a aullar en cuanto le toca el agua. Gasto en él medio bote de gel. Le froto bien toda su piel de borrego oscuro. Está tiritando, no de frío, sino de terror. Cuando acabo de bañarlo, abro la mampara y salta huyendo del rincón de la tortura y empieza a frotarse contra el suelo y los muebles. Y entonces me ducho yo.

Todos los veranos paso unos días solo. Es una tradición que ya va teniendo algunos años. Dejo de afeitarme y permito que el náufrago renazca, a medida que la organización familiar desaparece. Supongo que debería parecerme dura y aburrida tanta soledad, pero ni lejanamente es así. Rastas y yo vamos a la cocina a preparar el café, la fruta y las tostadas. Ponemos algo de música o noticias mientras tanto. Después organizó una interesante reunión en mi cama. Asisten conmigo, Rastas, el recién bañado, que se tumba en la cama y comparte mi desayuno. También asiste mi pc portátil y con él un montón de personajes que van apareciendo cada uno a su hora y se instalan en el ordenador y en el aire espeso del dormitorio. Y Rastas y yo solo nos levantamos a por más café.

Recuerdo cuando te conocí. A decir verdad no recuerdo cuándo te conocí, sino más bien, cuando te reconocí. Tuvimos unas conversaciones interminables que me impidieron finalmente escribir todo lo que hubiera querido. Pero no me quejo. Valió la pena avanzar en nuestro conocimiento mutuo. Yo había escrito ya mi mejor novela, esa que solo tiene una frase:

-Es difícil luchar desde la realidad contra un huracán imaginario.

No es un microrrelato. Es una micronovela. Condensa con tremenda economía la mayor de las peripecias humanas. Mientras Rastas me chupa  los pies recién lavados, yo siento el huracán que da vueltas sobre mí, agitando al arácnido gigante sin lograr soltarlo del techo. Rastas parece entenderme, y me mira con cara de pena.

-Rastas, explícamelo tú, que todo lo sabes.

Pero entonces llegaste tú, que no tratas de ser correcta ni de dejar de serlo. Llegaste tú, y me pillaste desprevenido, con enormes ganas de hablar, ya que Rastas a veces es muy callado. Tras varios días de soledad y de sueños despierto, llegaste tú, desde el PC, con tu sonrisa de actriz de los años 50, y yo ya no paré de hablar ni de reír contigo

He tenido miedo a ser feliz y a matar al náufrago. Demasiados años tratando de sobrevivir a mi huracán. ¿Qué sería de mí si tu calmases los vientos?

Hoy sé, lo recuerdo muy bien, que por aquellos días recé por una tregua y me fue concedida. Y fue eso exactamente, solo eso. Una tregua. El náufrago vuelve con sus harapos más rotos, y su barba más desaliñada; sus pantorrillas manchadas de lodo y zozobra; su isla cada día más escasa y desierta, sacudida por más tifones; los tiburones saltan hacia la playa para dar dentelladas, no necesitan respirar, solo amenazar y mantenerme en vilo, sumido en la inquietud; y mi huracán imaginario sigue agitando las palmeras y arrasando mi endeble vivac.

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Y tú eres la única que trata de hacerme salir del barro. Sin juzgar cómo soy ni cómo debería ser. Eres el personaje imaginario más benéfico que jamás haya existido.

Rastas apoya el morro en mis pies.

-Vamos por tu collar. Daremos un paseo.

El cigarrillo de después

Carmencita, con la ilusión del casorio, un buen día decidió que dejásemos de acostarnos hasta la noche de bodas. Cuando me lo comunicó por teléfono no me lo creí. Lo digo en sentido literal. No me lo creí. Ni creí que lo hubiese decidido así ni tampoco que ella fuera capaz de lograrlo, porque yo cuando me pongo… Sin embargo, un fin de semana llegó y me dijo que primero iríamos a dejar las maletas a casa de sus primos, unos que tenía en Madrid, porque ¿qué pensarían sus padres cada vez que ella viniese a Madrid y no pasase las noches bajo el techo de sus tíos? De nada sirvió que le dijese lo poco que me importaba a mí el pensamiento de sus papás, salvo para que me llamase egoísta y bestia y además, bestia egoísta. Tampoco le ayudó a entrar en razón que le asegurase que yo ya era mayorcito para esas tonterías.
Aquel viernes no solamente dejamos las maletas en casa de sus tíos, sino que, naturalmente, las subí yo, con una rabia explosiva, y tuve que saludar a sus tíos y tomarme un cafecito con ellos como estaba mandado, y con sus primos, que ya los conocía de otras veces y que no me caían mal. No me caía mal nadie. Pero los últimos años de vida independiente me hacían inflexible para todo aquello que no fuese de mi interés. Los compromisos los solventaba casi siempre bien, porque uno comprendía que el mundo existe, y que hay que pagar ciertos tributos para integrarse en él. Normalmente lo hacía con agilidad, buscando una rápida salida. No me puedo quedar a comer, tenemos que irnos… En fin, como casi todo el mundo hace. Pero Carmen estaba tan guapa cuando llegaba con su pelo recogido en la cinta de terciopelo, que solamente pensaba en estar a solas con ella y el cafecito con el tío y la tía se me hacía insoportable. Luego, claro, salíamos con los primos a cenar, pasaba la tarde y la noche y la devolvía con sus parientes. Por fin, sincerándose con una de sus primas con la que le unía una amistad especial, Carmen encontró el momento de que nos quedásemos a solas ya que, según me dijo, yo empezaba a comportarme como si me picase la camisa.
Entonces pensé que violaríamos la última regla por ella impuesta, como todas las otras. Ese voto de castidad prenupcial. La convencí de que entrase en mi lúgubre apartamento, tras ser advertido de un modo claro y terminante de que una vez allí jamás lograría ceder su renovada virginidad.
– ¡Carmen, de verdad, yo creo que ya no tenemos edad para estas niñerías! -yo ya me estaba enfadando.
– ¡Bueno, pues no entro en tu casa!
La llamé absurda y ella me acusó de ser incapaz de mostrarle mi amor haciendo algún sacrificio. Le dije que no me gustaban los sacrificios, que eran una tontería y que me gustaban las mujeres mujeres y no las niñas. Pero me amenazó con romper.
– Si no te gusto aún estamos a tiempo de evitar un error. A lo mejor deberíamos vender la casa. Así no tendrás que aguantar mis niñerías.
Dicho esto empecé a frenar y, tras unos cuantos argumentos suyos, redundantes unos y nuevos otros, demuéstrame que eres capaz de hacer algo que te cueste, solamente porque a mí me haga ilusión, porque yo hago muchas cosas por ti aunque no las entienda… decidí apaciguarme. Accedió bajo promesa entonces a subir a mi apartamento. Una vez allí pronto empezaron los besos y las caricias. Fuimos a la cama para intentar poner en su sitio no sé que músculo agarrotado y finalmente logré poco a poco desnudarla con la excusa de embadurnarla con un potingue terapéutico que me quedaba de cuando hacía atletismo y que le dejaría el músculo como nuevo. Déjame que te eche por aquí, quítate esto un poco, bájate esto hasta aquí por lo menos para que te pueda frotar este musculito, y así, recordando un juego de adolescentes, o quizás más bien de niños jugando a médicos, acabamos los dos como el Señor nos trajo al mundo, acalorados y, en fin, huelgan las explicaciones porque no es mi intención recrear aquí los íntimos juegos con mi novia. Sin embargo, llegó la cosa al extremo en el que a uno ya le apremia lo que le apremia. Pero en ese momento ella me recordó las promesas y los juramentos:
– De aquí no podemos pasar. Además ya estamos sudorosos y pringados de tu ungüento mágico.
En ese momento, de nada sirven mis ruegos y razonamientos; de nada que le jure que a partir de la siguiente vez, que ya verá ella como en adelante… ¡Imposible convencerla!
– Que de verdad, oye, pero, Carmen, qué historia es ésta tan idiota, no es propia de ti…
Nada, no había manera. Finalmente decidí no enfadarme. Ya estaba convencido de que su tozudez iba a ser mayor aún que mi perseverancia. Total, que entonces me toma de la mano y vamos a la ducha.
Una vez seco me tumbé en la cama, pensando en volverlo a intentar. Ella sale, me trae un vaso de agua. Se tumba a mi lado y me da un cigarro en silencio. Los dos soltamos a la vez una gran bocanada de humo. Hay un gran silencio en el dormitorio. Entonces ella me mira sonriente y divertida y me dice como si continuase una conversación:
– Además: ¿después de la ducha y el cigarro… no te parece que es casi lo mismo?

Diálogos de familia

Diálogos de familia

Aquel día se reunieron alrededor de la mesa. La verdad es que almorzaban pocas veces juntos. No era con lo que los padres soñaban cuando se embarcaron en el proyecto de crear una familia. Sin embargo, las cosas son como son. Los padres siempre tan ocupados, y los hijos, tan independientes…

-Chicos, la comida está en la mesa.

El primero en llegar fue el pequeño con un catálogo de videoconsolas en la mano.

-Papi, mira qué complemento tan chulo para los mandos de mi consola.

-Luego me lo enseñas hijo, ahora vamos a comer. Llama a tus hermanos.

-¿Tanto te cuesta mirarlos?

El padre casi se sobresaltó al sentirse increpado por el menor de sus hijos.

-A ver… ¿Qué es esto?

-Es una palanca que se pone en los mandos de “La Playx” y sirven para…

-¿Habéis dicho a todos que vengan? -interrumpió la madre.

-Silvia no está -respondió el padre-. ¿Sabes si va a venir a comer?

-No sé, se ha levantado muy pronto. Pregúntale a su hermana.

-¡Laura! ¡Laura!

-¡¡Laura de comer!! -dijo el niño.

-Anda Nacho, vete al cuarto de Laura y dile que venga. Y a ver si sabe algo de su hermana.

-Papá, te estaba hablando yo…

-Ya hijo, pero es hora de comer.

-¿Y a la hora de comer no se habla? ¿Ves cómo te contradices?

Nacho puso mala cara pero continuó camino al cuarto de su hermana:

-¡Laura! ¡Laura de comer!

Su hermana salió envuelta en una toalla:

-Ya conocemos tu chistecito. Qué poca gracia tiene este niño.

-¿Pero qué haces así? ¿A estas horas sales de la ducha?

-Y sale de la ducha con el móvil en la mano, mamá -apostilla Nacho-. Esta chica, más que comer, necesita un móvil sumergible.

-Laura, ¿dónde está tu hermana?

-No viene hoy a comer. Os lo ha dicho por el mensajero.

-Pero bueno, ¿es que ya no se habla la gente más que con el teléfono móvil?

-Claro que no, papi -responde el niño-. También está el PC, y “la Playx”, por ejemplo.

-¿Y dónde está?

-No sé. Míralo tú, papá, que yo estoy en toalla. Me voy a vestir.

Mientras la madre pone la comida, el padre saca el teléfono de su bolsillo para buscar el mensaje de su hija Silvia. Su mujer mira de reojo la pantalla del dispositivo de su marido y calla. Él se da cuenta y se pone muy serio.

-Silvia dice que come con sus amigos del equipo. ¿El equipo? Pero si nunca ha hecho ningún deporte.

-Papi, no te enteras.

-¿Qué equipo es ese?

-No es que tu padre no se entere. Es que no se quiere enterar.

-¿De qué estamos hablando, María? -pregunta Juan a su esposa.

-No le escuchas. Pero ella te lo ha estado diciendo.

-Eso papi. No escuchas. Yo no logro explicarte lo del complemento para el mando de mi consola, pero tú…

-Está con los de Despechados -dice la madre.

A Juan le cambia la cara alarmado

-¿Qué?

-Ya lo has oído.

-Pero cómo puede estar mi hija con esos sinvergüenzas. Y por qué les llama “equipo”.

-La están convirtiendo en activista. Ahora debe estar insultando y chillando debajo de la casa de algún juez o preparándose para algún acto parecido.

-¡Joder, María! ¿Y tú te quedas tan fresca?

-Papá, esas palabrotas…

-Tú eres el padre… Hace días que trato de decírtelo, pero tú ni me miras. Solo tienes ojos para tu ordenador.

-¿Dios mío, es que quieres que la metan en la cárcel?

-¡Laura! ¡Que estamos comiendo! -llama María desde la cocina.

-Papá, ¿te explico lo del complemento para los mandos de la Playx?

Juan no le contesta y saca otra vez su teléfono del bolsillo. Quiere llamar a Silvia para decirle que se aleje inmediatamente de cualquier gamberro de Despechados.

-¿Pero dónde ha conocido a toda esa pandilla de impresentables?

-En las redes sociales, papá. Se pasa el día chateando con esa gentuza como tú les llamas, en vez de estudiar.

El padre está a punto de maldecir las redes sociales, pero recuerda que está recuperando el contacto con una antigua compañera de trabajo muy atractiva gracias estas redes. Instintivamente mira su móvil y luego mira a su mujer. Esta le mira fijamente a los ojos y él hace como que no se da cuenta.

-Papá, ¿sabes que hay un juego nuevo que se llama el suicidio al que se puede llegar también desde la consola?

-¿Y que tal es?

-¡Muy guay!

La madre alarmada le dice al marido que ha oído que hay un juego que logra que los adolescentes se suiciden.

-¡Hala, qué exageración!

-No es solo uno, padres -dice Laura que se sienta ya vestida a la mesa con el pelo mojado-. Hay otro que parece ser que ya han logrado cerrar y detener a los culpables, que primero hacía que los hijos robasen a los padres las tarjetas de crédito, hacían compras y luego se suicidaban.

-Qué tontería, eso es absurdo.

-No es absurdo, lo dijeron ayer en el telenoticias. Obtienen tanta información psicológica de la gente que son capaces de seleccionar la víctima directamente.

-Bueno, ya sabéis que los despechados quieren prohibir todo tipo de juegos electrónicos. Pero eso no va a ocurrir. Mueven más dinero que el cine, las armas y las drogas juntos.

-Pero es que al parecer saben dominar la técnica para generar dopamina en el organismo de los usuarios y logran ser más adictivos que nunca. Seguramente al final habrá que testar todos los juegos y solo podrán lanzarlos empresas con una determinada licencia, ya que realmente se apoderan de la voluntad de la gente.

-Si los actuales politicuchos son un peligro con todo esto, imagínate lo que puede ocurrir cuando suban otros más peligrosos al poder.

-¿Como los despechados de Silvia?

-Por ejemplo. Son los reyes manejando estas cosas.

Entonces llaman a la puerta.

-Vaya horas de presentarse. ¿Quién será?

-Papá, mira qué chulo es este accesorio para el mando de la Playx -Nacho señala el catálogo de videojuegos.

-Vete a abrir, hijo.

-Jo, papá. Cualquier desconocido que llama a la puerta recibe más tu atención que yo.

-Hijo, tu padre es que es muy hombre, y en consecuencia no puede hacer dos cosas a la vez.

-Ya voy yo -dice Laura.

-Dile que no es Laura más apropiada -dice el peque-. ¿Lo pillas? La hora, La ura…

-¡Qué plasta de niño! -dice Laura.

-Plasta, tú, Laurinaria.

-Cuéntame a mí lo de la Games.

-¡Qué Games, mamá! ¡Qué es eso de Games! ¡Se llama Playx!

-Vienen a traer un paquete de Monzon.

-Ah, será para mí.

-O para mí.

-O para mi.

-¿Todos compráis por internet en Monzon? Viene mi nombre.

-¿Papá, te explico lo del accesorio del mando de la Playx?

-Explícame, explícame, hijo.

-Pues que es un accesorio muy chulo, papá. ¿Me lo compras?

-Hijo, qué pesado eres. Vale, cómpratelo. Por las notas del cole, que podrían haber sido peores.

-Bien, papí, bien, muchas gracias. Has dicho que me lo compre.

La madre observa el comportamiento del padre y le pregunta:

-¿Por qué escondes el paquete de Monzon?

-Es que no sé lo que puede ser, de verdad, yo creo que se habrán equivocado.

La madre se lo quita súbitamente. Abre la caja y mira desde distintos ángulos un chisme que no logra identificar. Mira al padre y le pregunta amenazante.

-Luis, ¿me quieres decir que es esto? Espero que no sea nada sexual. Conmigo no cuentes.

-¡Eso digo yo, qué narices es esto!

Nacho da dos golpecitos en el hombro de su padre.

-Papi, te recuerdo que tú y yo nos llamamos igual…

Laura, y sus padres se quedan paralizados mirando al peque, hasta que el padre dice:

-¿No será…?

-Efectivamente, papi. Has acertado. Es el accesorio para el mando de la Playx.

-¿Pero cómo es posible que tengas tanto morro?

-Ya sabes: siempre hago lo que puedo por adelantarme a tus deseos, papá querido.