Historia de terror

Historia de terror

0 (1)Hoy he estado a punto de correr dos o tres kilómetros alrededor de mi casa para ventilar mi cerebro. También he pensado en pedalear unos 30 minutos. Otra posibilidad era hacer gimnasia. Y también he pensado en matarte clavándote la punta de un paraguas en el estómago. Pero ni tengo el paraguas adecuado ni sé cómo encontrarte en alguna calle oscura. He sentido pereza al imaginarme preparando el paraguas afilado, vigilando, siguiéndote con las suelas frías sobre la acera, atisbando posibles consecuencias, previendo errores… Mucho lío. Tiene que haber una manera más cómoda de despejar mi mente. Si pongo demasiado esfuerzo en algo, puede que al final no valga la pena.
Es gracioso: otra posibilidad es usar un cuchillo y dejarme de paraguas. ¡Qué tonterías! Parece un capricho infantil. Sin embargo estoy seguro de que no sería lo mismo. A cuchillo ni me apetece. Hay en un paraguas clásico de caballero un regusto a algo noble, en el sentido elitista de la palabra; a cierto refinamiento, un punto antiguo o viejo; a elegancia; a deseos turbios; a pasado oscuro; a televisión en blanco y negro y a Narciso Ibáñez Serrador. Sería como hacerle un homenaje.
Quizá retome el proyecto del paraguas y lo pruebe en el cuello de alguien, o en el ojo o el vientre. Ahora lo mejor es que utilice las mancuernas. Eso me hará sentir bien, o sentirme mejor, sería más certero decirlo así, porque bien ya estoy, y subiendo y bajando las pesas me olvidaré de matarte. Puede parecer más higiénico para la mente y menos antisocial, pero al mismo tiempo es una pena. Todos los deseos deberían ser realizados. Pero bueno, ya digo que nunca se sabe. La boca se me hace agua al pensarlo. Vaya, quizás se deba a que es la hora de cenar, pero esta noche me siento depredador. Me imagino devorando tus brazos calientes como barras de pan recién hechas. Puedo verme sonreír al mismo tiempo. Qué placer. No se trata de hartarse de carne. Romperte y despedazarte es lo que me produce hambre.

Serio

Serio

Su cara de niño inteligente está más seria de lo normal. Ha salido del coche con su mochila al hombro y al cerrar la puerta no me ha mirado sonriendo bajo el flequillo como otros días. Esta vez ha bajado la cabeza y ha seguido hacia la puerta de su colegio.

Nada me importa tanto como lo que te pueda pasar a ti. Nada.

Mira: mañana es sábado, y si Papá ya está recuperado de su lumbalgia, te propondrá una excursión en bici. Pararemos en el campo a descansar un poco sobre la hierba.Tendremos que escoger bien el calzado, porque podríamos caminar un poco cerca del canal, como aquel día, ¿te acuerdas? Junto con unos buenos calcetines, llevaremos algo ligero pero que te sujete bien los tobillos para que durante la aventura, sintamos abrigados y seguros nuestros pasos sobre los pedregales de la orilla, el barro y las ramas secas. Te gustará tirar piedras desde el puente de madera, para asustar a los peces del río; hacernos sendos bastones con los mejores palos que encontremos. Sacaremos las chuches y las repartiremos como colegas. Nos pasaremos el bote del agua. ¡A ver cuánto lo puedes separar de la boca sin mojarte el pecho! Y llevaremos alguna fruta que esté muy rica. Descubriremos hormigueros y arañas. Piñas y culebras. ¡Y setas venenosas! ¿Sabes que hay lagartos muy grandes por esa zona? Pero no salen con el frío. Te enseñaré los nombres de los pocos árboles que me sé. Tengo un árbol favorito. Junto a su tronco, una partidita rápida de cartas está dentro de las posibilidades. No olvidemos el chubasquero, la cámara, y pilas para el faro que te fijé en el manillar, por si se nos hacía tarde. Te atornillaré el cuentakilómetros ese que compramos en un chino, porque sé que al llegar a casa, te gusta chulearte y contarle a Mamá la distancia exacta que hemos recorrido juntos. Ella, lógicamente horrorizada por la magnitud de nuestra proeza, me preguntará si no era demasiada paliza para un niño tan pequeño. Pero ya le diré yo que de «tan pequeño» nada, que ya casi me ganas.

Hijo mío, dar la vuelta al mundo no tendría ni la mitad de gracia de una excursión contigo. Pero, macho, el lunes, al dejarte en la puerta de tu colegio, sonríe como siempre al bajar del coche, hazme el favor. Y así yo, cuando me vaya de allí y mientras algunos haces de luz de sol suave se estén colando entre los árboles y brillen las motas de polvo sobre el parabrisas, notaré un calor tenue sobre el volante y, a través del espejo retrovisor, alejándome, te miraré entrar, y ya sabré, que tú flequillo y tú andáis bien. ¡Que todo anda bien! Y podré seguir conduciendo satisfecho entre guiños de los rayos ligeros de este otoño.

¿Qué haces?

Mi mujer cada vez estaba más preocupada.
-¿A qué te estás dedicando todo el día? Entras y sales, parece que estés activo. Pero no me cuentas nada. ¿Qué vamos a hacer para salir de esto?
-Todavía no lo sé.
-¿Pero qué es lo que haces?
-Estoy luchando.
-¿Cómo? ¿Con abogados?
-No. Estoy luchando contra una parte de mí mismo.

Rossana suspiró y salió de la sala diciendo:
-Dios mío…1196712342_f

ojos abiertos

¿Tienes los ojos abiertos? Eso se preguntaba constantemente. Era el momento de mantenerlos así. Lo notaba, podía percibirlo al callar. Nada crujía, no se notaba zumbido alguno en el aire. El silencio le provocaba una gran excitación. El corazón aumentaba JOVEN-REZANDO-SENTADO[1]su ritmo. Cerraba los párpados apretando con fuerza y se decía que esta vez iba a ganar. Cuanto más los fruncía, más llenaba los pulmones. Y entonces podía ver. Podía ver más. Sus ojos cerrados eran sus ojos abiertos. Se preparaba para ganar la carrera. Su mente y su cuerpo se colocaban en una línea imaginaria de salida. Se tapó los oídos y empezó a escuchar su respiración. A través de los pulgares, que ocultaban los orificios de sus orejas, escuchaba el golpear de los latidos. Comenzó a hablar. Muy bajito, para que nadie le oyera. «Quiero lograrlo», susurró. «Quiero lograrlo», se repetía una y otra vez. «Señor, déjame lograrlo».

Casi creyó que en ese instante su madre le decía que se fuera a la cama. Como de pequeño. En aquella época, cuando era un niño, todo acaba bien y su truco era hacer eso: rezar así. Ganaba todas las carreras. Ahora necesitaba creer que todo podía seguir funcionando igual. «Señor, permíteme ganar. Quiero ganar este desafío». Pero su infancia había desaparecido ya. Ahora que ya era mayor sentía la duda de que Dios le siguiera escuchando. Dios no escucharía a los que dudaban de Él, se dijo.

Aquella mañana,comprendió que ya no bastaría con cerrar los párpados con fuerza, porque ya era mayor. Por eso apretó los puños también, hinchó los pulmones y volvió a ver

Las olas 1

 

Me llamo Luis Ramírez. La historia que voy a contar a continuación comenzó cuando tenía 28 años. Ocupaba un puesto importante en una multinacional española muy implantada en el Caribe. Mi mujer estaba siempre guapísima pero, por aquellos días mucho más. Embarazada de seis meses. La premamá más hermosa e ilusionada que haya habido nunca. Éramos muy felices. Las cosas nos iban bien.  Yo era joven. Mi trabajo consistía en recorrer algunos países supervisando la gestión de las sucursales de mi empresa en distintos mercados. Aquel día tomé un taxi con el que fui cruzando el amanecer de Madrid, desde mi casa hasta el aeropuerto. Allí, dos cafés solos más tarde, tomé un vuelo en dirección a Salvador de Bahía. Así solían empezar mis bien pagados periplos.

Ese era yo. Traje gris, corbata clásica, repeinado, maletín negro de Montblanc, mocasines negros perfectos, como si no se hubieran usado, poca experiencia, algo de soberbia…

No quiero que nunca los compañeros de trabajo de aquella empresa me relacionen con esta historia, así que, para no dar más pistas, solo diré que estuve realizando una labor muy satisfactoria en Salvador, donde conocí a mucha gente que me trataron de maravilla y me enseñaron el país, sin por eso dejar de trabajar con ahínco. Nueve días después, tras haber recorrido siete ciudades brasileñas, volví a Salvador para tomar otro avión y abandonar Bahía en dirección a cierto país centroamericano, con casitas bajas pintadas de colores. Y allí cometí la mayor bajeza en la que podía haber incurrido nunca.

Cené donde tenía reservada mi estancia, en el hotel más importante de aquella ciudad, que en algunos aspectos era lujoso y en otros, destartalado. Hasta ese día había mandado a mi mujer más de 20 postales, en solo nueve días. No me bastaba con mandarle un mensaje con mi teléfono o un email. Quería que viera que en todo momento pensaba en ella y me molestaba en ir buscando las postales, escribirlas y echarlas al correo. Por mucha que fuera la distancia, mi mujer y yo estábamos siempre juntos. Estaba cansado pero oí música en el lounge bar y me acerqué a mirar. Era muy grande aunque de ambiente íntimo, pero estaba medio vacío y triste, como todo el hotel. Un pianista tocaba con ese estilo característico a la vez melancólico e impersonal, adecuado en establecimientos de cinco estrellas. Me senté junto a la barra y a los pocos minutos se me acercó una mulata bien vestida, con el pelo teñido de rubio y con aire de mucho mundo. Me dijo que ella iba y venía con frecuencia a aquella ciudad pero desde Brasil. Su trabajo al parecer era en cierto modo parecido al mío, aunque yo sin saber por qué, la miraba con escepticismo. Hablaba como la típica ejecutiva, experta en vuelos y en clubs vip, que pide en la recepción del hotel la habitación que más le gusta y que le preparen el gimnasio y el SPA. Yo en principio estaba tan cansado… Sin embargo, aquella noche, la mulata me dejó unos minutos en la barra del bar y luego volvió con dos caipirinhas y dos cigarrillos. Y yo sucumbí al primer embate.

Ya en mi habitación, después del innecesario desahogo, me encontraba  muy nervioso e incómodo. Me sentía mal por haber cruzado esa raya estando mi mujer embarazada. Yo quería de verdad a mi mujer, pero en cinta aún la amaba más y si digo que la idolatraba hasta el extremo, pareceré probablemente cursi, pera será que lo soy o que lo era. Jamás debí haber traicionado a Natalia y al hijo que crecía en su vientre. No valía la pena estropear los sentimientos que compartíamos con aquella mujer que ni la conocía ni me importaba. Estaba rabioso. A punto estuve de echarle de mi cama. Por otro lado la mulata cada vez me provocaba mayor desconfianza, dado que estaba con una desconocida en un país con los mayores índices de criminalidad, y  yo era un español con apariencia de tener dinero aunque solo fuera por llevar traje y ataché.

-¿Puedo pasar toda la noche contigo, mi amor? -me preguntó.

-¿Cómo te llamas?

-María Aparecida.

Suspiré.

Si María Aparecida me hubiera pedido dinero me habría quedado más tranquilo. Actuaba como si yo le hubiera gustado, pero se daba cuenta de que yo desconfiaba de ella y sin embargo eso no parecía importarle ni ofenderle. Eso me preocupaba cada vez más. Ella quería algo concreto. Sonaban en el pasillo voces de borrachos que hablaban español pero no era posible entenderles la mitad de las palabras. Era como si estuviera en una mala pensión. Me sentía tan inseguro en aquel hotel de pasillos mal iluminados que pensé que era mejor seguir fingiendo  que estaba encantado con su compañía.

Aquella noche casi no dormí. Tan solo algunas cabezadas, pero pude seguir alerta. Sin embargo me mantuve junto  a su cuerpo suave, caliente y desnudo, abrazándola mucho, no por ser cariñoso, sino para tener que despertarme ante cualquier movimiento suyo.

A la mañana siguiente, me preguntó si quería ir con ella a ver una isla muy bonita a la que siempre iban los turistas. Podríamos quedarnos a almorzar. Precisamente salía un barco desde nuestro mismo hotel, ya que estaba junto a una playa y un pequeño embarcadero. Reflexioné un momento y pensé que mientras estuviera con gente del hotel no tenía porqué pasarme nada. En realidad… en ningún caso tenía por qué ocurrirme algo especial. Me estaba comportando como un paranoico.

Desayunamos en la cama. Ella insistía con sus muchas carantoñas que me hacían sentir culpable. Fuimos al baño. Me metí en la ducha y ella salíó hacia el dormitorio. Oí que hablaba con alguien unos segundos, pero no lo entendí debido al ruido del agua. Entonces entró de nuevo al baño envuelta con una pequeña toalla y sonriente me dijo que había llamado al servicio de habitaciones y ya estaba encargado el viaje a la isla salvaje. Se desanudó la toalla y me mostró su cuerpo como quien te destapa un regalo y se metió en la ducha conmigo.

Al salir de la habitación me tomaba la mano o la cintura como una novia pero a mí me daba mucha pena no encontrar el momento de comprar otra postal y mandársela a mi mujer.

-¿Te pasa algo, mi amor? Pareces triste.

Al llegar al embarcadero vi un yate muy viejo con dos tripulantes.

-¿No hay más pasajeros que nosotros? -pregunté.

-Aun va a tardar en salir unos minutos. Supongo que vendrán más turistas -respondió María Aparecida.

El día era de un sol estupendo. Accedí a subir a allí esperando a que vinieran más viajeros pero de ninguna manera saldría si no hubiera otras personas. No me quedaría a solas con aquella Aparecida y ese par de tripulantes malcarados. Entré en el barco con verdadera aprensión. Ella al hablar jugaba con los botones de mi camisa, y metía sus uñas con las que acariciaba mi pecho. Me dijo que la costa estaba llena de decenas de islotes, algunos minúsculos, otros más grandes, donde generalmente no vivía nadie porque eran reservas naturales. El paisaje era precioso, pero yo soy muy desconfiado. Pusieron música del país, que salía fuerte por los altavoces. Me sirvieron una bebida y María Aparecida empezó a bailar de un modo muy sensual. De pronto me di cuenta de que el barco se movía. Estuve por saltar al agua pero no lo hice. Mi corazón empezó fuerte a latir. Desde que me había acostado con aquella mulata tenía una continua sensación de peligro. María Aparecida me miraba y sonreía con picardía. Yo seguramente disimulaba mal, correspondiendo con sonrisas heladas. Entonces María Aparecida se quitó la parte de arriba de su bikini. Yo miré a los tripulantes y me dí cuenta de que a uno de ellos se le ponía mala cara. Estaba subido al techo del yate y estaba paralizado mirando la escena. La brasileña se me acercó, empezó a besarme y de pronto oí un golpe seco en el suelo del barco. Era el patrón que había saltado hacia nosotros diciendo.

-Eres demasiado zorra.

-¿Cómo te atreves? -respondió María Aparecida.

Entonces él la cogió de un brazo, la separó de mí a tirones y le dio varias bofetadas. Fui a defenderla, convencido de que el momento de peligro intuido empezaba ya, pero el otro marino me golpeó la cabeza con un hierro y caí al suelo.

Uno me levantó la cabeza para que les pudiera mirar y el otro me dijo.

-¿Cómo te sientes, Don Juan? Esta puta es mía y si está contigo es porque yo se lo ordeno.

María Aparecida se me quedó mirando riendo mientras se tocaba donde había recibido las bofetadas y dijo.

-Lo siento españolito. Es un animal. Este bruto se ha puesto celoso. Pero no te preocupes. Ya llegamos a la isla.

-¡Eso es, españolito! ¡No te preocupes! -dijo el patrón.

A partir de ahí recibí un número de patadas difícil de calcular y más de soportar. Quizá por eso creo recordar que dejé de sentirlas. No sé cómo me bajaron del barco a la isla, quizás desmayado, pero sí que recuerdo que me dejaron tirado en la arena y me vaciaron los bolsillos antes de irse.

Después dormí. Cuando me desperté dolorido y hambriento miré a mi alrededor. No había nadie. Ni María Aparecida, ni el barco, ni nada. La isla aparentemente era bastante plana. Solo se veía playa. La arena denotaba que nadie la pisaba. El sol era insoportable. Y donde acababa la arena, empezaba una frondosa selva. Me acerqué a ella hasta encontrar sombra. Allí encontré una planta de hojas gruesas que exprimí para beber y luego acabé comiéndolas. Y mientras pensaba: todo había estado preparado desde el principio. Pero yo no traía objetos de valor conmigo, salvo mis tarjetas de crédito, pero no me habían pedido las claves. Solo podía ser un secuestro. Pero por otro lado no me habían abandonado con comida. Entonces llegué a una importante conclusión: Mi muerte forma parte del plan.

Me dolía la cabeza. Y solo pensaba en Natalia. Pobre Natalia. Y mi hijo. ¿Me dejarán morir aquí?

Tuve mucho tiempo para pensar en ella, una vez que asumí que podría sobrevivir en la isla al menos unas semanas más. Había encontrado agua en las plantas, algunas hojas que aunque eran muy amargas no me sentaban mal, veía animales a los que tratar de cazar…Y sobre todo, fruta. La fruta era lo mejor y lo peor. Había una especie de aguacates con forma de melón que supuse eran especie endémica de la isla. Había muchos y pensé que podría sobrevivir bastante tiempo con agua y esas frutas. Era también lo que atraía a los pequeños roedores con los que yo aspiraba a recuperar proteinas. Pero lo malo era que también los visitaban los grupos de monos que tanto miedo me daban. Unas veces cuatro, otras cinco o siete de aquellas bestias. Eran parecidos a mandriles, perrunos, pero con la cara más grande y roja y parecían muy feroces. Cuando los veía llegar me iba corriendo al mar. Una de esas veces me persiguieron dentro del agua hasta donde las olas les cubrían. Eran cazadores en grupo. Mi mayor amenaza. Pensé que si arrancaba toda la fruta dejarían de venir hacia ese punto de la costa donde había implantado la mísera vivienda de ramajes en la que vivaqueaba por las noches. Pero quizá, si les quitase la fruta tendrían que comerme a mí. Sus colmillos eran largos, propios de un carnívoro, y su agresividad también. No podía relajarme. Antes de dormir me embadurnaba de arena mojada pensando que así sería más difícil para ellos olfatearme. Eso era algo absurdo, porque mi dieta intensiva en aquellas frutas originaba en mis tripas incómodas sorpresas. Trataba de llegar corriendo al mar para defecar allí, pero muchas veces no había tiempo. Hasta el punto de que, dado que no había humanos en aquel solitario paraje, opté por ir siempre desnudo pero limpio. Y así fue como noté pronto que la falta de hábito dificulta mucho sentirse monje y que pronto me convertiría en un ser salvaje más, como aquellos monos tan amenazantes, para poder sobrevivir allí.

No tenía nada cortante, no podía hacer fuego, nada para defenderme. Mi único refugio era el mar y no podía estar todo el tiempo allí. No encontraba nada con lo que hacer una soga. ¡Nada!

Decidí dar la vuelta a la isla. No tardaría ni tres horas, supuse, ya que naturalmente me habían quitado el reloj. Toda ella era exactamente igual. Cuando terminé de dar la vuelta completa, tenía un hambre tremendo. Vi que quedaban muy pocas frutas en la zona a la que solía acudir y decidí que tenía que buscar más árboles como aquel. Para eso debería alejarme del mar y eso me pondría en las garras de los monos. Empecé a imaginar trampas con hoyos enormes de los que no pudieran salir los monos, pero eso no era realista. Buscar grandes rocas que cayeran sobre sus cabezas, lanzas en las quedasen ensartados… Pero nada de aquello parecía factible. A lo lejos se veía otra isla. ¿Sería más fácil sobrevivir allí? No podía saber cómo de lejos estaba, si yo sería capaz de recorrer esa distancia y si encontraría tiburones por el camino.

De pronto, como a unos mil metros divisé una especie de peñón junto a la playa que no recordaba haber visto. Entonces recordé que en casi cualquier costa caribeña había ofertas de avistamiento de cetáceos. Sin dudarlo, fui hacia allí, soñando que fuera una ballena muerta o varada y que eso representase comida para mí, al menos hasta que llegasen otros animales.

ROMANCES DE LA VIEJA DEL PUEBLO. Canción del Pañuelo

ROMANCES DE LA VIEJA DEL PUEBLO

Canción del Pañuelo

Érase un hombre
que guardaba un secreto.
Lo tomó con su mano.
Lo envolvió en un pañuelo
con sus letras bordado.

Cavó un agujero
junto a una raíz,
bajo un árbol seco,
en la ribera de un riego.

Cada mañana
tomaba su azada.
Y se iba dispuesto
a matar a quien viera
su pañuelo bordadozarate 1

Vivía angustiado,
mirando distante.
y era desdichado.

Pero llegó un día,
conoció a una mujer.
Le dio la alegría
y se instaló con él.

A la maña siguiente
tomó su azadón.
-¿Dónde vas tan pronto?
Quedémonos un rato.
-Tengo enseguida
que vigilar algo.

Salió el hombre
a ver su secreto.
Y de pronto parado
díjose circunspecto.

-Vivía angustiado,
mirando distante.
Era desdichado.
Guardando un secreto.
Y ahora de pronto.
Olvidé en un instante
qué envolvía el pañuelo
con iniciales bordado.

Hombre y mujer
a la acequia acudieron.
Junto a una raíz
cavaron un agujero
bajo un árbol seco
en la rivera de un riego.

-No tengas miedo
de encontrar nada malo.
Sea lo que sea
me tendrás a tu lado.

Hallado el pañuelo
los novios chillaron.
Horrorizados salieron
presos del miedo.

La mujer corría,
el hombre la alcanzaba
cayeron al suelo
lejos de la azada.

La cara en la tierra
sus lágrimas mojaba
Sin ver luz siquiera
entre las manos, la cara.
Levantándose él
Una enorme piedra
tomó con sus brazos
mientras ella lloraba.

Dejó caer la piedra
sobre su cabeza
rompiendo su cráneo.
Silencio, tristeza.
Sintiendo algo extraño.

Cavó un agujero
junto a una raíz,
bajo un seco árbol,
en la ribera de un riego.

Cada mañana
tomaba su azada.
Y se iba dispuesto
a matar a quien viera
su pañuelo bordado

Vivió angustiado,
mirando distante.
y huyó de aquel pueblo
tres días más tarde.