por Enrique Brossa | 17 17+00:00 Sep 17+00:00 2016 | Desbrozando a Brossa
Hoy he visto una linterna en un cajón de la cocina y sin pensarlo dos veces, la he tirado a la basura. Las linternas nunca funcionan. Siempre se acaban pudriendo las pilas y segregan esas manchas verduscas y corrosivas antes de que uno tenga la oportunidad de emplearlas. Hace mucho tiempo que no he necesitado usar eso. Ya no suele haber apagones. ¿Para qué quiero ese chisme? Solo es un estorbo más. Únicamente recuerdo una época de mi infancia, cuando salía al campo a buscar caracoles en noches de verano, después de la lluvia. Entonces las linternas sí que eran útiles para ese peculiar menester que tanto me divertía de niño. ¡Yo he encontrado siete! ¡Pues yo ya llevo catorce! Y eso que yo era el menor y siempre había quien abusaba y no soltaba la linterna. Ese egoísmo enfermizo y premonitorio de lo que vendría después… Poder tener la linterna en la mano y ser el que alumbraba y descubría primero al siguiente caracol significaba mucho para mí, lo más importante del mundo, pero era casi imposible que no me la quitarán de las manos. Afortunadamente, un día me hice mayor y estas cosas dejaron de importarme. Desde entonces, nuca había tenido que buscar nada en mi vida. Pero eso ha cambiado. Ahora, usando un flexo en vez de linterna, de nuevo ando como un loco buscando caracoles cada día por la mesa de mi despacho, aunque estemos en plena sequía, o quizás por eso. Pero la noche ya no huele como entonces a tierra mojada, sino a sudor frío y a latente inquietud.
Las linternas nunca están donde se las necesita. Una noche robaron en mi casa, en esa época legendaria y espléndida en la que yo era soltero y vivía generalmente solo. Fue precisamente la noche en que había quedado a cenar con ella por primera vez. Volví contento tras acompañarla a su casa, pero al llegar a mi piso, la sorpresa fue que la cerradura de la entrada estaba rota, la luz no se encendía y dos sillones presionaban la puerta para que yo no pudiera entrar y los ladrones ganasen unos segundos para escapar por la terraza. En este punto haremos un inciso. Hay que distinguir entre la realidad empírica y la literaria. Que quedase a cenar con ella y que mientras tanto me estuviesen robando en casa fueron sin duda dos sucesos simultáneos, pero totalmente independientes. Eso es una realidad empírica. Pero la realidad literaria… No quise interpretarla. De mis dos facetas, quizás se impuso la del simple realismo a la de la intuición. Sigamos.
La impresión fue fuerte y muy desagradable. Yo había tenido que volver relativamente pronto y quizás ellos… ¡aún estaban allí! En aquellos tiempos no había teléfonos móviles. Como pude, trepé a oscuras sobre los sillones y avancé despacio por un pasillo, que no estaba oscuro, sino totalmente negro, palpando la pared para orientarme y esperando que, en cualquier momento, alguien me tumbara de un golpe o, peor aún, de un navajazo. Sin querer, tiré con mi hombro un cuadro grande que cayó con un gran estruendo y me sobresalté mucho, claro, pero permanecí inmóvil varios minutos, esperando como consecuencia, un posible movimiento en algún lugar de la oscuridad. Si había alguien dentro ahora ya era imposible que no supiera de mi regreso. El cerebro me funcionó bien y en esa situación no sentía miedo. No hay mérito en eso. Soy miedoso en muchas ocasiones de otro tipo. Solo me mantenía extraordinariamente alerta, con los puños cerrados, tratando de percibir el roce de una ropa que no fuera la mía, o alguna respiración clandestina mal escondida. Llegué a pensar que mis leves pisadas eran las de otro y entonces de nuevo me quedé inmóvil tratando de que no se me oyera respirar a mí. Finalmente acabé de recorrer el pasillo y llegué a la zona que me daba mayor sensación de peligro, donde confluían las puertas de varias habitaciones. Desde alguno de esos cuartos, quizás podría asaltarme uno de esos tipos albanokosovares tan violentos que por aquellos días se habían hecho famosos reventando pisos (y propietarios) en Madrid. Tras la puerta de la cocina estaba el cuadro general de la luz con el que quizás podría devolver la iluminación a toda la casa. Ése era mi objetivo. Para empujar la puerta de la cocina, primero tuve que convencerme de que los ladrones no pintaban nada en ese sitio y de que quizás se habrían ido ya o estarían en mi despacho, o en mi dormitorio. Pero… ese momento fue de verdad un mal trago pese a todo. Al andar me sobresaltaban los objetos que pisaba. Delataban mis movimientos, crujían bajo mis botas, ya que el suelo estaba tapizado con cientos de cosas de todo tipo que los asaltantes habrían tirado al suelo desde los armarios, tratando de encontrar rápidamente algo de valor. Finalmente alcancé el cuadro de luces y todo se iluminó. La casa estaba aparentemente destrozada. Fui corriendo al cajón de los cuchillos y tomé el más amenazante, el del cordero asado, colocándome otro más en el cinturón por si hubiera algún forcejeo. Salí del pasillo y recorrí mi piso, palmo a palmo, no fijándome todavía en lo que me habían desvalijado, sino en si aún tenía a los invitados en casa. Busqué bien a los delincuentes, blandiendo con fuerza el cuchillo, hasta llegar a la conclusión de que ya se habían escapado tranquilamente y con bastantes objetos de mi propiedad.
Al día siguiente, fui al Rastro de Madrid, para ver si reconocía algo de lo que allí se vendía. Ella vino conmigo. Sí, ella. Lo que se habían llevado no era lo de mayor valor, sino lo que podían vender rápidamente. Y si lo encontraba, posibilidad bien remota… ¿Qué podría hacer? Pronto decidí darme por vencido. ¿Qué pretendía conseguir yo con esa búsqueda irracional y desesperada? Me sentí como en esas películas en las que se enfoca al personaje principal desde arriba, alejando la imagen con el teleobjetivo, como si la cámara ascendiera, y se ve empequeñecerse a ese hombre, hasta parecerse a una hormiga en una ciudad abarrotada, con flujos de humanos transitando como las corrientes en el mar. Un hombre impotente, un pequeño punto, tratando de corregir fuerzas que le superan enormemente.
Te roban. Es un hecho. Hasta tus hermanos lo hacen si la ocasión se lo permite -y son mentalmente enanos-. Las cosas son así, y mucho peores también. Así que me fui del Rastro, pero dándome cuenta de que es patético, tras el ultraje, salir a buscar algo que sabes que no puedes recuperar.
Da igual si se trata de un reloj de pulsera, un lingote de oro o simplemente una ilusión. Cuando alguien te decepciona es como si te desvalijaran. Es sufrir el acto de un usurpador. Desilusionar a alguien es hurtarle la ilusión. En general, si te roban algo, debes darlo por perdido y pensar en adquirirlo todo nuevo cuanto antes. Si se puede, que no siempre es posible. Incluso te entran ganas de no volver a tener eso de lo que te han esquilmado, para que nunca más ocurra. Jamás me compraré esto ni aquello, me decía yo de un modo infantil. Así no me lo volverían a quitar.
Ser robado de todos los modos posibles parece ser una de las constantes de mi vida. La última, está muy reciente. Por eso, ahora no puedo evitar el recuerdo del robo durante la primera cita con ella. Me toca la humillación de volver caminar a ciegas por mi pasillo, una vez más, pisando mis propios enseres personales desparramados por el suelo, como aquella noche, con el aparente valor que te aporta carecer de alternativas. La linterna del tercer cajón de la cocina no fue de utilidad ni aquel día ni ningún otro. Sé que no me servirá nunca, porque las cosas que te han robado no reaparecen donde tratas de arrojar luz. Ya no están ahí y nunca volverán a estar.
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por Enrique Brossa | 10 10+00:00 Sep 10+00:00 2016 | Desbrozando a Brossa
¿En qué fase estoy hoy? Hay tiempos de vivir. Hay tiempos de sentir y de pensar.
Momentos para soñar. Para escribir, para anhelar.
Aveces toca sufrir. Otras charlar. Ayudar y dar consuelo… Idear…
Algunas veces debo ser sincero. Otras tengo que mentir.
Hay tantos tipos de momentos… Miles de verbos, relacionados con instantes precisos de la vida. El de ir, el de retornar, el de huir… Desaparecer, que es deshacer una aparición. Volver al orden del principio.
Un día noté que debía respirar más que suspirar, y otro hubo en el que tenía que reír. Me hacía falta, y reí. Te estoy tan agradecido por aquellos días…
Amar, es imprescindible. Amar lo suficiente, como dormir o caminar. No es algo que se pueda gestionar. Se puede ser listo. Se puede ser sabio. O pillo, o malvado. No gestionar… Gestionar no. Perdónama. Gestionar no es vivir. Creo que con este párrafo me he ido del tema…
¡Tantos y tantos verbos! Muchos para cada oportunidad. Para cada momento vital, o situación más o menos crucial. Gritar, musitar, afirmar, perder, ganar, aborrecer, pelear, cuidar, mirar, dirimir, abolir, gorjear… Todos los verbos son profundos si los sabes leer o pronunciar bien. No los digas sin pensar. Despacio. Cada verbo cuenta una historia. Tu historia. Te explica a ti mismo lo que eres, lo que te sucede. Tu vida es estúpida, una verdadera memez, si no te fijas bien en los infinitivos que utilizas, o en los gerundios. ¡Y qué decir de esos pretéritos patéticos y definitivos que son los participios.
Hacemos cosas, hablamos… Usamos frases para comunicarnos. ¿Te digo la verdad? ¡Sobran! ¡Sobran todas! Un solo verbo es una verdadera oración en el sentido gramatical y en el religioso. Una jaculatoria o toda una plegaria. A ver. ¡Di uno! ¡Cualquiera…! Se me ocurre «trazar». Al decirlo, fúndete con la acción de trazar. Siente que tú eres trazar. Tu vida está ahí, en trazar… ¿Lo notas? O tronar, o reverdecer, o tremolar, o dilapidar, o nutrir… Volar, arrastrar, dudar, hurgar, morir, sofreír, atravesar, secretar, repartir, azuzar, deducir, brillar,anular, llorar, despoblar, tensar, preguntar… ¿Los has leído bien? ¿Los has vivido? Cada verbo encierra tu alma en él.
Y yo… ¿En qué fase estoy yo hoy?
Hoy me toca callar. Enmudecer me ocupa. Callar habla por mí. Callar está en lo que digo. Quiero silencio, sobre todo, dentro de mí. Si te apetece, un día podrías venir y callar conmigo. Te aburrirías, claro, qué cosas digo… Y qué cosas no.
Callar… Necesito callar. Oír el zumbido que sobrevive siempre a la quietud de las cosas.
¿En qué fase estoy hoy? Dios mío…
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por Enrique Brossa | 3 03+00:00 Sep 03+00:00 2016 | Serie Mi viaje a Inglaterra, por Enrique Brossa
A partir de ese momento ya me di cuenta de que mi estancia en esa casa no podía continuar por mucho tiempo. Sin embargo, había algo que me dolía especialmente y era la cantidad de libros que iba a dejar de leer. Me planteé utilizar el dinero que me había dado mi padre para irme a Inglaterra. Podría comprar todos aquellos libros viejos. Sin embargo, no tenía cómo llevarlos. Entonces recordé algo que no sé si habré dicho ya, que me parece un invento maravilloso y que es precisamente que las maletas tengan ruedines. A mí siempre me han interesado los ruedines. Cuando era pequeño muchos niños de la casa podían ir por el jardín con sus bicis de ruedines pero mi padre entendía que el hijo del portero debía tratar de convertirse en un niño invisible. No podía jugar con los otros niños de la casa. Ni siquiera tuve bici con ruedines. ¿Será ese el motivo por el que me impresionan tanto los ruedines de las maletas? Precisamente esa era mi gran idea: podría comprar otra maleta con ruedines y llenarla de libros. Desde luego sería un poco más incómodo llegar a Londres cargando con dos maletas, y especialmente una, teniendo en cuenta lo que pesan los libros. Me fastidiaría bastante pero también tendría una ventaja y es que podría ir leyendo y vendiéndolos así que en el fondo, sería una maleta cargada de diversión y dinero.
– Elena. ¿A ti te importaría que yo me llevase todos estos libros a Inglaterra que pensabas tirar y te fuera mandando el dinero a medida que los vendiese?
Elena me puso cara muy extraña y me volvió a repetir que en realidad yo debería olvidar definitivamente lo de irme a Inglaterra para hacerme agente secreto y que lo que debería intentar es conseguir un trabajo normal aprendiendo un oficio. ¿Había caído yo en la cuenta de que los ingleses tendrían tendencia a leer libros en inglés en vez de en español? Y sí, eso era muy humano. Pero yo insistía en que algún español habría en Londres y le daría una gran alegría poder comprar todos estos libros en su idioma. Sin embargo, ella me dijo que Londres era una ciudad muy grande en la que yo no pintaba nada y que seguramente habría muchos sitios donde comprar libros en distintos idiomas. Pero sobre todo, que me olvidase de ir por allí y que me buscase un trabajo. Eso me desanimó mucho. Le expliqué que realmente había conocido muchos oficios ya porque para ocultarle a la gente lo de ser agente me había hecho pasar por cantidad de cosas. Sin embargo, a ella eso no la convenció mucho y lo que me vino decir es que por decir que era fontanero no me había convertido realmente en un fontanero.
– No sólo es eso, Elena, porque date cuenta de que cuando yo digo que soy fontanero, empiezo a pensar como un fontanero.
Pero ella me dijo que pensar como un fontanero no impediría que el agua saliese por todos aquellos tubos que yo no supiera empalmar y que para evitar inundaciones y poder desatascar cañerías, además de ponerme a pensar como yo creía que pensaba un fontanero, debería aprender el oficio, como todo el mundo hacía. Elena estaba guapa mientras me daba esas explicaciones, aunque la notaba un poco cansada ya de contarme estas cosas.
– ¿Entonces tú crees que yo lo que debería hacer es convertirme en fontanero?
– No, Andrés, hombre, solo es un ejemplo. Pero deberías aprender algún trabajo. ¿Qué te gustaría hacer?
– Bueno, yo creo que he demostrado ser un buen vendedor de libros. ¿No te parece Elena?
– Sin duda, Andrés, lo haces muy bien. Pero vendiendo libros viejos sacas muy poco dinero y algún día los venderás todos. Y entonces ¿a qué te vas a dedicar? Sigue vendiendo los libros que quieras y, sobre todo, leyéndotelos, que es mucho más importante que los pocos euros que traes, pero tendrías que encontrar un trabajo.
Le propuse ayudar a Faustino en la óptica pero la idea no la convenció. También le propuse la posibilidad de que me ocupase de limpiarles el local porque mi padre también limpiaba como conserje así que yo también podía hacerlo, pero seguramente Elena se acordó de cuando tiré el expositor de gafas y no le pareció tampoco una buena propuesta. Entonces yo empecé a explicarle todas las cosas que hacía bien. Por ejemplo, me sabía hacer muy bien la raya del pelo. Quizás podría ser peluquero. Y así seguí diciendo uno tras otro todos los oficios que se me ocurrían basados en cosas que se me daban bien. ¡Y no eran pocas! Sabía silbar, lo malo es que no tenía muy buen oído para la música, pero sin embargo el ruidillo me salía así de bien, de modo que quizás podría dirigir un perro pastor de ovejas con mis silbidos. Buscar en los periódicos a ver si aparecía alguna oferta de trabajo para pastores. Mi abuela decía de mí: «este chico no vale más que para ver la televisión». Pero claro, eso no era ningún trabajo. La verdad es que no era nada fácil. Empecé a ponerme nervioso, cogí mis dos bolsas con nueve libros cada una y salí a vender.
¡Lo que a mí me hubiera gustado poder dedicarme a esto de los libros! Entonces pensé que, si a Elena le parecía que ganaba poco con eso, a lo mejor lo que debería hacer es tratar de ganar más sacando más euros por cada libro. Recordé a mi amigo Manolo, el del puesto en la Plaza Mayor. Siempre decía: «fíjate en mí, Andrés. Hay que ser agresivo para vender. La gente me compra más si siento que tengo perfectamente claro que van a comprar lo que les diga. Si el vendedor dice lo que hay y con seguridad, con su seguridad en sí mismo, al pobre cliente prácticamente no le queda más remedio que comprar. Y porque no le pido que me compre más cosas que si no, a saber…»
Entonces decidí convertirme en un vendedor de libros, como ya era, pero más agresivo, como mi amigo Manolo. Se me puso ya la cara de muy serio y no la cambie así en todo el tiempo que me costó bajarme andando la Castellana con mis dos bolsas llenas. Si mantenía las cejas juntas mientras me bajaba toda la Castellana, seguro que arrasaría.
Cuando llegué a la Cuesta de Moyano fui directo a mi librero favorito de todos los días dispuesto a hablarle con mucha autoridad para que supiera con qué vendedor de libros estaba tratando el pobre y no le quedase más remedio que comprármelo todo y con buenos precios y punto.
Me acerque y le dije con mucha chulería:
-A ver, tío, que te traigo buena mercancía para que hagas grandes negocios. Ya puedes empezar a comprarme todo esto que si no, no voy a venir más por tu chiringuito y el negocio lo va a hacer cualquiera de estos otros que también tienen puesto en la cuesta.
Y entonces metí la mano en una de mis bolsas de plástico y saqué la primera obra que tenía que vender.
El librero seguía fumando como siempre y no me miraba pero sin embargo cuándo puse mis libros encima de los suyos, los que tenía puestos allí para vender, todos muy bien colocados, se cabreó mucho y dijo:
-Quita esa guarrería de encima de mis libros inmediatamente si no quieres que te meta una leche que vas a llegar volando al estanque del Retiro.
-Perdona hombre, tampoco es para ponerse así, yo solamente te los dejaba para que los vieras por si los querías comprar
– ¡Pero qué quieres que te compre! ¿Qué es esa mierda que me traes? Yo vendo libros. ¡No basura! Eso lo tiras al cubo en tu casa.
Se refería a uno grande sin tapas muy bonito con muchas fotos de playas montañas y chicas que se titulaba «Pasa un verano maravilloso con Viajes Marco Polo».
-¿Pero no ves que eso no es un libro, so merluzo? ¿No te das cuenta de que eso es un catálogo de viajes de hace 6 años? Y entonces él lo cogió y lo tiro al basurero que había en una farola. Eso hizo con mi libro «Pasa un verano maravilloso con Viajes Marco Polo. Ofertas verano 98″
-¡No lo tires! ¡Que es de Elena!
Lo cogió de la papelera que estaba en la farola y me lo volvió a dar:
-¡Toma! Pues te lo llevas de aquí y se lo das a la Elena esa. Ni siquiera sabes lo que es un libro.
Lo cogí, lo limpie…
-¡Lo has dejado todo sucio y arrugado!
-¿Pero no te das cuenta de que eso es propaganda de hace años? Puedes irte a cualquier agencia de viajes y te dan mil distintos de esos, pero al menos estarán vigentes, y se los regalas todos a tu Elena. ¿Quién te ha dicho que vendas eso? Le dices de mi parte que no se burle de ti.
Me quedé muy triste. El librero sí que era agresivo y no yo.
Cogí mi folleto de viajes, lo tiré a la papelera ante la risa burlona del librero y tomé mis bolsas de plástico y me fui a buscar un banco donde sentarme. De nuevo me sentía triste y cansado. Miré un edifico de los altos que se veían en la plaza de Colón y con la imaginación, vi salir a mi gigante detrás de él. Se acercó hasta la Plaza de Atocha y se agachó a mirar quién era el librero que tanto me chillaba. Lo miró con mala cara y tomó su caseta con el índice y el pulgar, la arrancó del suelo y luego la dejó caer sobre el Parque del Retiro, como quien se asegura que no se le quedan pegadas un par de pelusas entre los dedos. El librero protestaba y el gigante le decía:
-¿Cómo serías tú de abusón si fueras un gigante como yo? No me gustas. Trata bien a mi amigo Andrés o la próxima vez te dejaré subido a la copa del árbol más alto del Retiro.
Luego el gigante se volvió hacia mí y me dijo con dureza.
-¿Y tú? ¿Cómo es que te dejas tratar así?
-Es que yo creía que a lo mejor los folletos viejos se podían vender.
El gigante sin nombre, Gi, se me quedó mirando sin decir nada y luego se fue con esos caminares que tenía, como de andar en la huerta tratando de no chafar nada. De pronto se volvió y me preguntó.
-¿Quién es el fruto de tu imaginación? ¿Tu librero o yo?
Y se fue caminando torpemente Castellana arriba.
continuará
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